Una solitaria lágrima rodó por mi mejilla mientras me arrastraba hacia Cruzita aún sosteniendo su mano. Esperaba que la apretara de vuelta y se levantara con esa cálida sonrisa en su rostro, pero ella solo yacía allí en la nieve, inmóvil, sus ojos vacíos mirando al espacio.
—Cru... —ahogué un sollozo cuando intenté llamar su nombre—. ¡Por favor despierta! ¡Por favor Cruzita, despierta! —dije mientras las lágrimas ya corrían libremente por mis mejillas—. Me arrastré hacia ella y la levanté sobre mis piernas. Acaricié sus mejillas, que estaban frías. ¡No se suponía que debían estar frías! Se suponía que debía estar viva, no muerta.