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—¿Cómo pudiste hacer algo así, Orson? —dijo el hombre acercándose a mí. Reconocí su voz al instante. Era una voz que solía tener autoridad sobre Orson, antes de que se lanzara al extremo más profundo de la piscina de la cordura y se ahogara en un mar de caos loco.
—¿Qué más te da, Glick? —preguntó Orson a su antiguo superior—. Parece que te has puesto de su lado. Apuesto a que tú eres uno de ellos. Eres un monstruo, ¿verdad? —Orson estaba tan concentrado en Glick que no veía a nadie más a su alrededor.
—No, no soy uno de ellos, Orson. Soy muy humano. Pero tampoco estoy loco. Sé que está mal matar a la gente. Sé que son personas. Tienen derechos, Orson. Son como tú y yo. Y no se te permite hacer esto.
—¡Que te jodan! —Orson gritó de nuevo, apretando el gatillo una vez más.