—Trinidad
Yo había estado soportando la tortura durante lo que parecían horas. Me habían vendado los ojos y me habían tapado la nariz con cinta. Me amordazaban y me aseguraban la mordaza en la boca. La forma en que estaba atada a la silla me impedía moverme, mi cabeza estaba amarrada hacia atrás en una posición inclinada, mis manos y piernas estaban atadas tan fuerte que casi me cortaban la circulación.
La mordaza me cortaba todo suministro de aire. No podía inhalar y tampoco exhalar. Las primeras veces entré en pánico e intenté forcejear inútilmente. Con el tiempo me acostumbré a la sensación de mareo y al borde del desmayo antes de que me quitaran la mordaza.
Entonces, después de lo que parecía la quincuagésima vez, creí que escuché la voz de Reece llamándome.
—Maldita sea, ayúdala, Diosa, ayúdala —jadeé cuando lo escuché—. ¡Pequeño Conejito! —me llamó de nuevo. Me quitaron la cinta y el trapo de mi boca, finalmente pude tomar un jadeante respiro.