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Chapter 5 - Episodio 5: Los Secretos del Clan Kurogane

El aire de las tierras altas de Nihonara era distinto. No solo por su frescura, sino por su carga. Estaba impregnado de memoria, de antiguos juramentos susurrados al viento, de ecos olvidados por los hombres pero recordados por las montañas. Takeshi y Ayumi avanzaban por un sendero cubierto de musgo y raíces, escoltados por árboles centenarios que parecían observarlos en silencio.

Detrás quedaban los escombros de la mansión Kurogane, y con ella, una parte de su pasado. Delante, se extendía un futuro incierto, envuelto en niebla y leyenda. Pero algo había cambiado en ellos. Ya no eran solo herederos de una maldición. Ahora eran portadores de una voluntad renovada.

Los aldeanos que aún veneraban la memoria del clan les habían hablado de un sabio, oculto en la cima de una montaña escarpada: el Maestro Ryujin. Aquel que conocía los secretos más antiguos de Nihonara, incluyendo el pacto perdido con los dragones guardianes.

Tras una larga jornada, la niebla se abrió para revelar un monasterio suspendido entre las nubes. El edificio parecía brotar de la misma roca, con columnas cubiertas de líquenes y techos en forma de alas desplegadas. Era como si el lugar respirara el mismo aire que los espíritus.

El Maestro Ryujin los esperaba en la entrada. Alto y delgado, con barba blanca y ojos como espejos tranquilos. Su túnica color ceniza flotaba con la brisa, y su mirada era de esas que no necesitan palabras.

—Han caminado entre sombras —dijo, al verlos—. Pero aún llevan luz en el corazón.

Takeshi se inclinó profundamente. Ayumi, aún con el rostro marcado por la reciente liberación, lo siguió con respeto.

Les ofreció té, y bajo la calidez del hogar de piedra, escuchó su historia. No los interrumpió ni una sola vez. Cuando terminaron, permaneció en silencio unos segundos más, como si las palabras necesitaran asentarse en la sala antes de recibir respuesta.

—La maldición que aflige a los Kurogane —comenzó— es más antigua de lo que creen. No nació del odio. Nació de la ruptura. De un pacto sagrado que fue traicionado.

Entonces les habló de los dragones.

Seres elementales que una vez caminaron junto a los clanes nobles, ofreciendo sabiduría, protección y juicio. Los Kurogane habían sido sus aliados más cercanos. Pero con el tiempo, el linaje se corrompió. Uno de sus ancestros profanó el pacto, empuñando una espada bendita para su propio beneficio, transformándola en un arma de destrucción.

Los dragones, heridos y decepcionados, se retiraron a las profundidades de la tierra, sellando su poder con ellos. Desde entonces, la maldición no había hecho más que crecer.

—Si quieren redimir a su linaje —dijo Ryujin—, deberán restaurar el pacto.

Los hermanos intercambiaron una mirada decidida.

—¿Dónde están los dragones ahora? —preguntó Ayumi.

El maestro señaló una pintura en la pared: una montaña hueca, rodeada de símbolos y una grieta en forma de ojo.

—En las entrañas de la tierra, donde la luz no alcanza. Las cuevas del susurro. Pero no están desprotegidas. El olvido los mantiene dormidos. Y quienes custodian sus sueños no perdonan a los intrusos.

Las cuevas eran un laberinto vivo.

Desde la entrada, un aliento frío y húmedo los envolvió. Sus pasos resonaban sobre piedra milenaria, y cada pared parecía latir con energía latente. Criaturas invisibles los espiaban desde las sombras. Talismanes antiguos flotaban en el aire como luciérnagas inmóviles, y el tiempo parecía diluirse a cada paso.

Superaron trampas de ilusiones, acertijos esculpidos en piedra y pruebas de juicio moral. En una cámara, Ayumi debió enfrentarse a una versión de sí misma aún poseída por la maldición. En otra, Takeshi fue tentado por una visión de su padre, que le ofrecía poder a cambio de sumisión.

Pero resistieron.

Finalmente, llegaron a una cámara gigantesca, iluminada por cristales naturales. En el centro, tres dragones dormían sobre plataformas de roca: uno de escamas azules como el cielo, otro de color jade, y un tercero de escamas negras como la noche sin estrellas.

Takeshi se adelantó. Se arrodilló y colocó el sello familiar sobre el suelo.

—No venimos a pedir poder —dijo—. Venimos a pedir perdón.

Los dragones abrieron los ojos.

Sus voces no salieron de sus fauces, sino que retumbaron en la mente de los hermanos, como el eco de un trueno lejano.

"Sangre de Kurogane… aún respiras."

"¿Sabes el precio de lo que deseas?"

"¿Estás dispuesto a pagarlo… aunque sea con lo que más amas?"

Takeshi no titubeó.

—Sí.

Las criaturas observaron. Durante lo que pareció una eternidad, el tiempo se suspendió. Y entonces, hablaron con una sola voz.

"La maldición no es una herida. Es una deuda. Y la deuda nació de una espada."

Les contaron la historia de aquella hoja ancestral: Kokuyō no Yaiba, la Espada del Crepúsculo. Imbuida originalmente con el poder de los dragones, fue corrompida por un Kurogane que asesinó a su propio hermano para reclamar el liderazgo del clan.

Desde entonces, la espada quedó maldita. Quien la empuñara, sellaba un pacto con la oscuridad.

"Purifiquen la espada. Llévenla al Templo de la Luz y la Sombra. Solo allí, con fuego y verdad, podrá romperse el ciclo."

"Pero cuidado… la espada no quiere ser hallada."

"Y menos aún… redimida."

Takeshi y Ayumi regresaron a la superficie, los pulmones llenos del aire limpio de la montaña. El cielo había cambiado. Las nubes se desplazaban como si presintieran un nuevo movimiento en el tejido del destino.

—¿Dónde está la espada? —preguntó Ayumi, con voz firme.

—En el bosque oscuro —respondió Takeshi—. El mismo que los ancianos decían que devoraba a quienes entraban con miedo.

Ayumi sonrió, apenas.

—Entonces entraremos con coraje.

Sabían que el viaje sería peligroso. Pero por primera vez, no se sentían solos. Los dragones les habían confiado su sabiduría. La historia les había devuelto una oportunidad.

Y ellos, los últimos herederos de un pacto roto, caminaban hacia el bosque con la determinación de quienes ya no huyen… sino enfrentan.