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Chapter 5 - Coronación (Capitulo Reescrito)

El viento helado mordía la piel de Andréi como diminutas cuchillas, a pesar de la gruesa bufanda de piel que le cubría el rostro y las capas de lana y cuero que envolvían su cuerpo. La fría brisa del invierno, implacable e insidiosa, encontraba su camino a través de las capas más densas de protección, recordándole que, al igual que el frío, las heridas de la vida no siempre podían evitarse. Sus guantes de piel curtida, que usualmente protegían sus manos, hoy parecían insuficientes. No importaba cuánto se abrigara; el invierno siempre encontraba una manera de filtrarse, de herirlo, como lo hacía la vida misma, en cada rincón vulnerable. Cada aliento era un recordatorio de su constante lucha contra un mundo que no le otorgaba el respeto que merecía, un mundo que había elegido a Olef, su hermano, como su próximo rey.

Andréi estaba cansado, no solo por las interminables horas de cabalgar a través de caminos que se retorcían como serpientes heladas, sino por la estupidez monumental de su hermano mayor, Olef. Solo un idiota con su arrogancia y sed de grandilocuencia obligaría a todas las casas, desde las más grandes y poderosas hasta las más pequeñas e insignificantes, a viajar en medio del invierno para asistir a una coronación que bien podría haberse celebrado en primavera o verano. Pero la sensatez nunca fue una virtud de Olef. El simple pensamiento hizo que los labios de Andréi se curvaran en una sonrisa amarga, oculta bajo la bufanda. ¿Qué le costaba esperar? Pero no, Olef necesitaba que el mundo lo viera, lo alabara, incluso en las circunstancias más adversas. Necesitaba que todos, desde las orgullosas tribus Nofos hasta los clanes Vlograds, se postraran ante él.

Para Andréi, esto no era más que otro capricho de un niño mimado, incapaz de ver más allá de su propio reflejo en los ojos de los demás. Sin embargo, mientras su hermano se deleitaba en su vanidad, Andréi observaba, calculaba. Cada paso en falso de Olef, cada despliegue innecesario de poder, era una lección para Andréi, una advertencia sobre los peligros de la arrogancia. Olef se exponía como un águila al sol, sin darse cuenta de las sombras que se alargaban a su alrededor. Sombras en las que Andréi prosperaba.

Las carreteras estaban congeladas, duras como el acero y traicioneras. A cada paso, las ruedas de las carretas y los cascos de los caballos tropezaban, patinaban. La travesía había sido extenuante, y Andréi no podía disimular su molestia. Internamente maldecía la decisión de su hermano, pero mantenía su rostro imperturbable. La expresión controlada y fría que había perfeccionado con los años le permitía ocultar su verdadero desprecio, reservando sus pensamientos para sí mismo. Se lamentaba en silencio por no poder llevar consigo a Jazmín y Melissa, sus dos amantes favoritas, quienes siempre sabían cómo aliviar la tensión en sus hombros o atender a sus deseos mañaneros. Eran mujeres que conocían su lugar, que entendían el delicado equilibrio entre servirle y mantenerse fuera de sus intrigas. Pero en esta ocasión, Andréi había tenido que conformarse con prostitutas de paso, durante las paradas en los pueblos del camino. Ninguna de ellas tenía la sutileza o la habilidad para calmar su mente inquieta, y eso lo enfurecía.

Andréi despreciaba los inconvenientes, y esta coronación, en medio del crudo invierno, era el mayor de ellos. En su mente, las piezas del tablero comenzaban a moverse. Cada noble forzado a asistir, cada vasallo obligado a rendir pleitesía en estas condiciones, se convertía en una carta que él podría jugar en el futuro. Sabía que, bajo la fachada de obediencia, había resentimiento. Un resentimiento que, con el tiempo, podría canalizar en su favor. Porque Kaeviel no necesitaba un rey que solo supiera brillar en el verano; necesitaba un gobernante que comprendiera la dureza del invierno, que supiera cómo sobrevivir en la oscuridad y el frío.

Aún quedaban vestigios del mar de lodo creado por las primeras nieves y las lluvias que caían cuando los árboles se desnudaban de sus hojas. El lodo que, bajo la nieve, ocultaba trampas, zanjas y raíces retorcidas, hacía que incluso Skadi, su fiel semental albino, mostrara signos de agotamiento. Skadi no era un simple caballo; era una bestia majestuosa, una obra de arte viviente. Su pelaje blanco, más brillante que la nieve que cubría el suelo, lo hacía parecer una figura casi espectral, imponente y elegante. Su altura, su musculatura poderosa, y su melena larga y sedosa que ondeaba con cada paso, le conferían una gracia que pocos animales poseían.

Los ojos de Skadi, oscuros y profundos, irradiaban una inteligencia que casi parecía humana, y miraban a Andréi con una lealtad inquebrantable, una lealtad que él exigía sin ofrecer nada a cambio. Era irónico que una criatura tan noble y tranquila a simple vista, fuera tan salvaje y difícil de domar, un reflejo de su propio amo. Andréi lo había elegido precisamente por esa naturaleza indomable, porque como él, Skadi era implacable y frío con los demás, pero completamente devoto a quien lo dominaba. Mientras el animal luchaba por mantener el paso en aquellas carreteras traicioneras, Andréi no podía evitar sentir un oscuro placer al observar la dificultad de la travesía, como si el sufrimiento de todos los demás le trajera algún tipo de satisfacción.

El agotamiento físico era una molestia menor comparado con el cansancio que le provocaba la estupidez ajena. Para Andréi, la coronación de Olef era solo el principio de un juego que él había comenzado a jugar en su mente desde hace años. Un juego de sombras y manipulaciones, de verdades a medias y mentiras disfrazadas de promesas. Y en ese juego, Andréi estaba decidido a ser el maestro, no la pieza sacrificable. Mientras cabalgaba en silencio, sus ojos fríos miraban más allá del camino nevado. El futuro se perfilaba ante él, y en ese futuro, no había lugar para la torpeza de su hermano. Olef, con su corazón impulsivo y su temperamento ardiente, nunca entendería las sutilezas del poder, la necesidad de paciencia, de esperar el momento adecuado para actuar.

En lo profundo de su ser, donde los sentimientos habían sido enterrados bajo capas de resentimiento, una idea comenzó a tomar forma: Kaeviel no necesitaba un rey impulsivo y pasional. Necesitaba un rey que comprendiera las sutilezas del poder, que supiera esperar en las sombras, como un depredador, hasta el momento adecuado para atacar. Y ese rey no sería Olef.

Andréi giró la cabeza un momento, su mirada se posó en su guardia personal, doscientos Krovavyye Voiny, la punta de lanza de sus Drevniye Voiny. Eran la cúspide de la maquinaria bélica de Kaeviel, una orden de guerreros cuya mera presencia en el campo de batalla podía decidir el curso de una guerra. Incluso entre las filas de su ejército de élite, los Krovavyye Voiny se destacaban como la segunda fuerza de choque más letal y temida del reino. Jinetes de élite, completamente blindados tanto ellos como sus caballos, al igual que los Chernomir, la temida caballería del Imperio Dudontis. Cada uno de ellos había jurado lealtad a Andréi, no solo porque él los había elegido personalmente, sino porque sabían que, bajo su mando, serían utilizados con la precisión de un cirujano, no como una masa bruta arrojada al combate.

Las armaduras de los Krovavyye Voiny, forjadas en las más oscuras fraguas de Kaeviel, eran una maravilla de la ingeniería bélica y el arte. Eran negras como el vacío, hechas de láminas de acero pulido y reforzadas con intrincados grabados de plata y oro que reflejaban la luz del día como un presagio ominoso de muerte. Cada pieza de la armadura estaba adornada con gemas incrustadas —rubíes, zafiros y esmeraldas— que brillaban con un fulgor frío, creando un contraste fascinante contra la oscura superficie del metal. Debajo de estas placas, los guerreros llevaban cotas de malla igualmente negras, confeccionadas con eslabones de una fineza inigualable, tan resistentes como para detener el filo de una espada pero lo suficientemente flexibles para permitir un movimiento ágil y veloz.

Sus yelmos, del tipo Gjermundbu, eran más que simples piezas de protección; eran símbolos de poder y terror. Cubiertos por capas de malla fina cosida y reforzados con cofias de acero, estos yelmos ofrecían una protección impenetrable contra los ataques más feroces. Sus crestas estaban moldeados en formas intimidantes, semejando rostros de bestias de leyenda, con adornos y detalles de plata que imitaban colmillos afilados. Cada guerrero portaba una lanza adornada con una pequeña bandera que ondeaba su emblema personal, el Aegishjalmur, en un rojo vivo sobre un campo negro. Este símbolo, un antiguo signo de protección y poder, reforzaba la imagen de los Krovavyye Voiny como fuerzas implacables del destino.

Además de sus lanzas, cada guerrero llevaba un arsenal de armas cuidadosamente seleccionadas para el combate cuerpo a cuerpo: bardiches de hojas anchas y curvas, hachas de batalla de doble filo, espadas y sables de acero de Damasco, mazas pesadas que podían aplastar un yelmo de un solo golpe, seaxes largos para apuñalar en el combate cercano, y arcos compuestos con los que podían disparar flechas a través de la oscuridad de la noche. Cada arma, al igual que sus armaduras, estaba meticulosamente ornamentada con grabados y detalles que mostraban escenas de batallas antiguas y símbolos de guerra, todos ejecutados en metales preciosos y piedras brillantes.

Los caballos de guerra de los Krovavyye Voiny eran tan formidables como sus jinetes. Estos animales eran seleccionados desde su nacimiento por su tamaño y fuerza, entrenados para ser tan leales y brutales como los hombres que los montaban. Sus cuerpos musculosos estaban protegidos por una compleja combinación de cota de malla, escamas y armadura laminar, diseñadas para soportar el impacto de las flechas y las cuchilladas. La cabeza de cada caballo estaba cubierta por una testera de acero reforzada con placas adicionales de escamas, brindándoles una defensa casi impenetrable. Estas monturas, al igual que sus jinetes, estaban adornadas con ornamentación de metales preciosos, y llevaban mantos de guerra de un negro profundo, con bordados en oro que representaban escenas de poder y victoria.

Andréi observaba a sus guerreros y a sus monturas con una sensación de orgullo casi palpable. Estos hombres eran la personificación de su poder y ambición, y él había moldeado su lealtad con un cuidado minucioso. En su mente, la imagen de su ejército, los Drevniye Voiny, era un símbolo de perfección militar. No se trataba solo de la fuerza bruta o del dominio en combate, sino de la devoción absoluta que estos hombres tenían hacia él. Cada uno de los 126,000 Krovavyye Voiny había jurado lealtad a Andréi no solo con palabras, sino con sangre y acción. Eran más que soldados; eran fanáticos, leales hasta la médula, dispuestos a llevar a cabo cualquier orden sin dudarlo.

La creación de esta fuerza no había sido tarea fácil. Desde su juventud, Andréi había trabajado incansablemente para transformar a estos guerreros en una extensión de su voluntad. Bajo la tutela estricta de su padre, había aprendido las artes de la manipulación y el control. Su padre había reclutado a los más prometedores entre los jóvenes del reino y los había sometido a un entrenamiento brutal, eliminando cualquier debilidad y forjando soldados que no conocían el miedo ni la misericordia. Sin embargo, su padre había fallado en mantenerlos bajo control completo. Habían sido una herramienta poderosa pero inestable, una fuerza que podía desmoronarse con la menor señal de duda o traición.

Andréi, en cambio, había encontrado la manera de dominar a estos hombres. Había estudiado sus mentes, había comprendido sus deseos más oscuros y los había convertido en armas a su favor. Había nutrido su sed de sangre, dirigido su ira hacia un propósito mayor, y, a cambio, les había ofrecido no solo riqueza y gloria, sino un sentido de pertenencia, una causa por la cual luchar. Había creado un lazo inquebrantable, una lealtad que era más fuerte que el acero. Andréi sabía que podía contar con ellos en cualquier situación, que no había orden que no obedecieran, no importaba cuán salvaje o destructiva fuera.

Mientras continuaba su marcha hacia Rovkah, la antigua capital, Andréi dejaba que sus pensamientos vagaran brevemente hacia la ceremonia que estaba por venir. La coronación de su hermano Olef no era más que una formalidad, un espectáculo vacío de pompa y orgullo. Para Andréi, no había gloria en ser un rey de nombre, un peón atrapado en un trono dorado. El verdadero poder residía en las sombras, en la capacidad de manipular a otros y controlar sus destinos. En su mente, ya había comenzado a tejer las intrigas y conspiraciones que le permitirían arrebatarle el poder a su hermano, no con fuerza, sino con astucia.

Andréi se giró ligeramente en su silla de montar y observó a sus cinco capitanes cabalgar a su lado. Estos hombres eran el núcleo de su poder, sus brazos ejecutores, y cada uno tenía un papel vital en su ejército. Al frente, con la postura erguida y una expresión de vigilancia, estaba Boris, su mejor combatiente y primer capitán. Boris era un hombre de complexión robusta, con músculos que sobresalían incluso a través de su armadura de laminas. Su cabello oscuro caía en mechones desordenados alrededor de un rostro marcado por cicatrices, reflejo de innumerables batallas. Sus ojos, afilados como el acero de su espada, escudriñaban el horizonte con la misma atención meticulosa que ponía en cada combate. Era su primera espada, un guerrero feroz cuya lealtad era tan implacable como su habilidad en la lucha.

A la derecha de Boris, cabalgaba Lev, un hombre de cabello dorado que, a pesar de su edad avanzada, todavía exhibía la fuerza y la presencia de un guerrero joven. Imponente y de hombros anchos, Lev había sido el protector de Andréi desde que tenía cinco años, un ex miembro de los Krovavyye Voiny de su padre. A lo largo de los años, Lev había servido no solo como guardaespaldas, sino como mentor y figura paterna, alguien en quien Andréi confiaba profundamente. Era más un padre para él que el hombre que lo había engendrado. La mirada de Lev, tranquila y serena, siempre transmitía una sabiduría obtenida a través de décadas de vida y guerra.

Detrás de ellos, un poco más a la izquierda, se encontraba Fargus, un gigante entre los hombres, cuya presencia eclipsaba a todos a su alrededor. Con casi dos metros y medio de altura, Fargus parecía un coloso de piedra montado sobre su caballo. Sus brazos eran tan gruesos como los troncos de los antiguos robles de Kaeviel, y su fuerza era legendaria entre los guerreros. Era el ariete de Andréi, el que rompía las líneas enemigas con pura brutalidad, un hombre que podía aplastar cascos con sus manos desnudas y cuyas habilidades en combate cuerpo a cuerpo lo hacían casi invencible. La lealtad de Fargus no provenía de la astucia o la política, sino de un respeto profundo por la fuerza y el liderazgo de Andréi.

Junto a Fargus cabalgaba Rory, de cabello rojo como el fuego, un hombre conocido tanto por su destreza en el combate como por su temperamento volátil. Segundo en habilidad solo después de Boris, Rory era un guerrero ágil y letal, cuya pasión por la batalla solo era igualada por su lealtad a Andréi. A diferencia de los otros capitanes, Rory era impetuoso y tenía un espíritu rebelde, pero su habilidad con la espada y su coraje en el campo de batalla lo convertían en un aliado valioso. Sus ojos brillaban con una intensidad que revelaba un alma siempre en busca de desafíos y confrontaciones.

El último de sus capitanes era Damien, delgado y esbelto, de una figura que podría ser confundida con debilidad, pero Andréi sabía que en ese cuerpo se ocultaba una mente afilada y astuta. Damien no era el mejor guerrero en términos de fuerza bruta, pero su agilidad y su capacidad para analizar rápidamente cualquier situación lo hacían indispensable. Había demostrado en múltiples ocasiones ser capaz de seguir el ritmo de Andréi en estrategia y tácticas, siendo su confidente en los planes más complejos y subterráneos. Sus ojos, oscuros y penetrantes, siempre parecían estar pensando en dos movimientos por delante de los demás, como si cada conversación fuera un juego de ajedrez en el que buscaba adelantarse a sus oponentes.

Mientras Andréi los miraba, notó en sus rostros una mezcla de fatiga y expectativa. Era consciente de que la marcha había sido dura, del frío que calaba los huesos y de la tensión que pendía en el aire como una hoja a punto de caer. Sin embargo, no podía permitirse mostrar compasión o debilidad. No ahora, no cuando estaban tan cerca de Rovkah, la antigua capital, y del clímax de sus ambiciones.

Boris fue el primero en romper el silencio, su voz fuerte y clara, a pesar del rugido del viento.

—Mi príncipe, el frío está afectando a los hombres y a los caballos. Quizá deberíamos hacer una parada antes de llegar a Rovkah, encontrar un refugio donde puedan descansar y recuperar fuerzas.

Andréi dirigió su mirada gélida hacia Boris, estudiándolo con detenimiento. Sabía que Boris hablaba desde la preocupación por el bienestar de las tropas, pero también sabía que una parada en este momento podría interpretarse como una señal de debilidad. Un líder fuerte debía ser inflexible, incluso ante las adversidades más duras.

—No. —Su voz fue tan cortante como un golpe de espada—. Estamos a unas horas de Rovkah. Quiero que lleguemos antes del anochecer. La ceremonia será en unas horas, y no puedo permitir que mi hermano tenga la ventaja de llegar primero. Quiero que todos los ojos estén puestos en nuestra llegada. Quiero que todos sientan la fuerza de mi poder antes de que vean a Olef en su trono.

Boris asintió lentamente, y aunque en su mirada se percibía una ligera sombra de duda, no replicó. Andréi no podía permitir ni un rastro de vacilación entre sus hombres, y su tono fue firme al continuar.

—La fatiga es un lujo que no podemos darnos. Somos la Drevniye Voiny, la élite de Kaeviel. Los hombres soportarán, y si alguno cae, que sea una lección para los demás de lo que significa ser débil.

Fargus, que había estado escuchando en silencio, intervino con su voz profunda y resonante, como el eco de un tambor de guerra.

—Lo que diga, mi príncipe. Los hombres seguirán su mando hasta el fin del mundo si es necesario.

Andréi le dedicó a Fargus una breve mirada de aprobación. Había construido su ejército a base de miedo, respeto y control, y en momentos como estos, esa construcción se hacía evidente. Sentía un frío placer al saber que su poder sobre estos hombres era absoluto. Cada uno de sus capitanes había demostrado una lealtad inquebrantable, y Andréi sabía que podía contar con ellos para llevar a cabo sus planes, sin importar cuán oscuros o peligrosos fueran.

Mientras cabalgaban hacia la silueta distante de Rovkah, Andréi se permitió un momento de introspección. Sabía que la coronación de su hermano Olef sería un evento lleno de pompa y orgullo, un espectáculo para impresionar a la nobleza y al pueblo por igual. Pero para Andréi, no había gloria en ser un rey de nombre, un peón atrapado en un trono dorado. El verdadero poder residía en las sombras, en la capacidad de manipular a otros y controlar sus destinos sin que ellos lo supieran.

En su mente, ya había comenzado a trazar las intrigas y conspiraciones que le permitirían arrebatarle el poder a su hermano. No con fuerza, sino con astucia. Ni siquiera Olef, con su corona y su trono, podría desafiarlo. El reino de Kaeviel sería suyo, no porque lo deseara, sino porque estaba destinado a ser así.

Con una leve sonrisa, Andréi apretó las riendas de Skadi, su fiel semental albino, y aceleró el paso. La antigua capital de Rovkah estaba a la vista, y con cada paso que daba, el futuro de su reino se acercaba un poco más a su alcance. Sus capitanes lo siguieron, su lealtad y devoción claras en cada movimiento. Pronto, muy pronto, todo Kaeviel conocería el verdadero significado del poder.

La marcha continuó en silencio, el aire frío y cortante azotando sus rostros mientras avanzaban hacia Rovkah. El cielo era de un gris plomizo, y el viento traía consigo un amargo susurro que se deslizaba entre las ramas desnudas de los árboles, creando un sonido que recordaba a un lamento espectral. A lo lejos, el sol, aún alto en el cielo, proyectaba largas sombras sobre el camino cubierto de nieve, como si intentara extender su luz sobre un reino atrapado en el invierno eterno. Los muros de piedra de la antigua capital finalmente aparecieron en el horizonte, imponentes y solemnes, emergiendo de la niebla como un gigante dormido que había visto el auge y la caída de dinastías enteras.

A medida que se acercaban, el bullicio de la ciudad se hizo más evidente, como un tamborileo constante en el aire gélido. Los sonidos de la vida urbana —el entrechocar de las herramientas de los artesanos, el clamor de los mercaderes en los mercados, el murmullo incesante de las multitudes que llenaban las calles— llegaron hasta sus oídos, quebrando el silencio helado que había acompañado su marcha. Andréi podía oler el humo de las chimeneas y el aroma de la carne asada que se filtraba desde las tabernas, mezclándose con el olor acre de la nieve sucia y el barro. Esa mezcla de olores y sonidos era un recordatorio de que, a pesar de los juegos de poder que se desarrollaban en las altas esferas, la vida cotidiana continuaba inmutable, indiferente a los caprichos de los reyes.

Rovkah, con sus calles empedradas y edificios antiguos de piedra, aún conservaba la grandeza de épocas pasadas, cuando era el corazón del reino de Kaeviel. Las casas, muchas de ellas con fachadas desgastadas por el tiempo, se erguían como viejos soldados que se negaban a arrodillarse ante el paso de los años. Aunque el poder se había trasladado a otras regiones, Rovkah mantenía su relevancia, especialmente en eventos de tal magnitud como la coronación de un nuevo rey. Las banderas con los colores de la Casa Northster ondeaban en lo alto de las torres, cada una un reflejo del emblema personal del rey de turno. El viento las agitaba con fuerza, haciendo que los símbolos de poder y dominio parpadearan como llamas sobre los tejados.

El emblema de su padre, un lobo negro sobre un campo violeta, había infundido temor y respeto en toda Kaeviel, simbolizando la astucia y la ferocidad de la dinastía Northster. Pero ahora, su hermano Olef, en su intento de marcar una nueva era, había reemplazado ese símbolo por su propio emblema: dos osos gemelos de plata sobre un campo rojo brillante, una declaración de fuerza y dominancia que, según Andréi, solo reflejaba la superficialidad y el deseo de atención de su hermano. Para él, aquel cambio no significaba nada. Era un intento vano de mostrar poder y estabilidad, una fachada vacía que no lograría más que impresionar a los nobles y al clero, pero no a los verdaderos hombres de poder.

Mientras cabalgaba hacia Rovkah, Andréi se sumergía en sus pensamientos, observando la prisa de la gente que, como hormigas bajo la sombra de las torres, se preparaba para la ceremonia. Los ciudadanos corrían de un lado a otro, transportando cajas, arreglando estandartes, limpiando los caminos de la nieve recién caída. Rovkah, aunque había perdido su antiguo esplendor desde el reinado de su bisabuelo, seguía siendo una ciudad significativa, tanto estratégica como simbólicamente. Sin embargo, para Andréi, la ciudad no era más que un vestigio de un pasado que consideraba irrelevante. La dinastía Northster había sobrevivido, no por su habilidad, sino por la mera suerte que los había acompañado en las guerras de unificación. Para él, la historia de su familia no tenía un valor intrínseco; era solo una herramienta que, como todo lo demás, podía moldear a su antojo.

Los muros y torres de Rovkah, que alguna vez simbolizaron poder y grandeza, ahora le parecían sombras deslucidas de lo que alguna vez fueron. La grandeza de la ciudad se había desvanecido, y Andréi veía la historia de su familia de la misma manera: una serie de acontecimientos fortuitos que no tenían relevancia en el presente. Su mente, fría y calculadora, no se dejaba llevar por la nostalgia; para él, Rovkah y la historia de los Northster eran simplemente un teatro inútil, una fachada que ya no tenía peso en su ambición. Lo que realmente importaba eran los movimientos calculados, los susurros en las sombras, las alianzas forjadas en silencio y la daga escondida bajo la capa.

Un suspiro casi inaudible escapó de sus labios. Estaba cansado de la pomposidad y el teatro de todo aquello. Para él, la coronación no era más que una distracción innecesaria, una muestra de poder vacía que podría haberse pospuesto hasta un momento más conveniente. Si Olef realmente quería demostrar su dominio, habría convocado una campaña de primavera contra las tribus del norte o los clanes de los valles, algo que verdaderamente uniera al reino bajo su mando. Pero Andréi sabía que su hermano prefería la teatralidad de una coronación, rodearse de aplausos y alabanzas, en lugar de demostrar su valía en el campo de batalla. La guerra, pensaba Andréi, era el verdadero campo donde se demostraba el poder, no en ceremonias ostentosas que solo alimentaban el ego de los reyes.

Mientras avanzaba con su guardia, la gente lo reconocía al instante, apartándose para dejarle paso. "Mi príncipe", murmuraban al inclinarse ante él, algunos con admiración, otros con miedo en sus ojos. Sin embargo, Andréi no se dejaba engañar por las palabras ni los gestos de respeto. Sabía que el verdadero poder no se obtenía con títulos ni coronas; se arrancaba con las manos desnudas, se forjaba con sangre y astucia. Tarde o temprano, esas mismas voces que ahora lo saludaban con temor o reverencia, lo harían por miedo absoluto. Aquellos murmullos no significaban nada para él, le resultaban molestos, insignificantes. Eran solo otra prueba de que las personas seguían siendo marionetas, movidas por la percepción del poder, no por su verdadera comprensión.

Andréi mantuvo su mirada fija en el camino mientras avanzaba hacia el castillo de Helgaten, el antiguo hogar de la Casa Northster. El imponente castillo, con sus torres de piedra oscura y muros gruesos, se alzaba como un gigante inmóvil sobre la colina, dominando la ciudad y el río que la rodeaba. Helgaten había sido testigo de generaciones de reyes y guerras, de traiciones y conquistas, y ahora estaba a punto de presenciar el inicio de una nueva era. El semblante de Andréi permanecía imperturbable, sin revelar ni el más mínimo indicio de emoción ante los murmullos y las miradas que lo seguían. La gente lo observaba con curiosidad y respeto, pero él no les prestaba atención; para él, eran piezas en un tablero de ajedrez, útiles solo en la medida en que pudieran ser manipuladas para sus fines.

No le interesaba su amor ni su temor, solo su obediencia. La máscara de un príncipe compasivo y preocupado era una herramienta que utilizaba con precisión quirúrgica, lo suficientemente convincente para evitar las revueltas y mantener el orden sin necesidad de levantar la espada. Mientras su mente se centraba en los planes que trazaba, en las intrigas que aún estaban por desarrollarse, Andréi supo con una certeza fría y definitiva que el día de mañana no marcaría la coronación de su hermano, sino el inicio de su propia ascensión. El trono de Kaeviel no sería un premio a la vista de todos, sino una sombra que reclamaría desde las profundidades de las conspiraciones y las maquinaciones. Y él, Andréi, sería el verdadero soberano, aunque tuviera que destruir a Olef y todo lo que representaba para lograrlo.

El paso de Andréi bajo el arco del segundo anillo defensivo de Rovkah fue como un viaje al pasado, sintiendo el peso de las antiguas murallas que habían resistido el paso de los siglos y de innumerables invasores. Las puertas del castillo se alzaban frente a él, imponentes y solemnes, como una boca abierta que aguardaba su llegada, su estructura de madera reforzada con hierro parecía rechinar bajo el peso de las historias que albergaba. A pesar de la solidez de las murallas y la majestuosidad de la estructura, para Andréi, el castillo no era más que un monumento de decadencia, un símbolo de algo que había perdido su brillo, una reliquia de un pasado que ya no tenía importancia para él. Sin embargo, reconocía su utilidad; sabía que, aunque el castillo y la ciudad le resultaran irrelevantes a nivel personal, eran herramientas valiosas para los juegos de poder, escenografías perfectas para sus intrigas y maniobras.

Mientras se acercaba, un par de guardias Vluker, los centinelas de élite de su padre, vestidos con sus armaduras de escamas y sus máscaras faciales, se apresuraron a abrir las puertas de madera reforzada. Andréi apenas les dedicó una mirada mientras cruzaba el umbral, seguido de cerca por su guardia personal, los Krovavyye Voiny, hombres de aspecto sombrío con corazas rojas y negras que se movían como una sombra protectora alrededor de él. Cada paso resonaba con autoridad en el empedrado del patio interior, y aquellos que se encontraban dentro, sirvientes y soldados por igual, se apartaban rápidamente a su paso, inclinando la cabeza en señal de respeto, o quizás de miedo. La opulencia del castillo parecía burlarse de su desdén; los tapices ricamente bordados, que contaban las gloriosas victorias de la Casa Northster, y los candelabros de cristal que pendían como estrellas atrapadas, no eran más que adornos vacíos para él, símbolos de una grandeza que se sentía cada vez más distante, más hueca.

Dentro del castillo, los preparativos para la coronación estaban en pleno apogeo. Las banderas rojas con los osos gemelos de Olef ondeaban en cada rincón, y la atmósfera estaba cargada de expectación y tensión. Los sirvientes corrían de un lado a otro, arreglando detalles de última hora, mientras los soldados se mantenían firmes en sus puestos, observando con semblantes severos. Andréi, sin embargo, no sentía ni lo uno ni lo otro. Para él, este evento no era más que una farsa, un desperdicio de recursos, de oro y plata que él y otros nobles habían ganado con sudor y sangre, desperdiciado en una ceremonia que no traería ni gloria ni poder real.

Con un gesto apenas perceptible de su mano, ordenó a sus guardias que lo siguieran mientras ascendían las escaleras que conducían a la gran sala del trono. El sonido de sus pasos sobre el mármol pulido resonaba en los pasillos llenos de gente, donde sirvientes y nobles de las diversas casas del reino se apartaban a su paso, inclinando la cabeza con respeto al verlo. Andréi apenas los notaba, sus pensamientos eran como un manto de niebla que cubría todo lo que le rodeaba. Para él, esos nobles y sus acompañantes eran sombras en el telón de ese teatral espectáculo, meros actores en un juego que ya había decidido no jugar.

Finalmente, llegó a la gran sala, un espacio amplio y majestuoso donde los nobles comenzaban a reunirse, sus vestiduras brillantes como un arco iris bajo la luz de los candelabros. Las columnas de mármol blanco se elevaban hacia el techo, adornadas con inscripciones doradas que narraban las leyendas de los héroes pasados de Kaeviel. Los candelabros de cristal colgaban como joyas suspendidas en el aire, reflejando la luz de las antorchas de manera deslumbrante, mientras los tapices que colgaban de las paredes retrataban escenas de batallas, coronaciones y lazos de sangre. Todo estaba dispuesto para resaltar la grandeza de la ocasión, para recordar a todos los presentes la gloria y el poder de la Casa Northster. Pero para Andréi, era solo un recordatorio más de lo que consideraba una profunda injusticia: el hecho de que no sería él quien se sentaría en el trono.

Mientras Andréi se aproximaba al centro de la sala, el peso de todas las miradas recaía sobre él, y aunque su expresión se mantenía impasible, una tormenta de emociones se desataba en su interior. Sentía cómo los susurros aumentaban a su paso, como un viento inquieto que arrastraba rumores y conjeturas. Los nobles se inclinaban en señal de respeto o lo observaban con miradas llenas de envidia y resentimiento, pero él no les prestaba atención. En ese momento, la ira y el rencor que había estado reprimiendo durante años comenzaron a salir a la superficie con una intensidad inusitada, como un río que finalmente rompe el dique que lo contenía.

«Esto debería ser mío», pensaba Andréi, y la voz interior que solía ser un murmullo se había transformado en un grito ensordecedor en su mente. El resentimiento se arremolinaba en sus pensamientos, recordándole las innumerables injusticias y humillaciones que había soportado a lo largo de los años. Cada vez que su mirada se posaba en el trono, una magnífica silla de espaldas altas y brazos tallados, la imagen de su hermano Olef, con su cabello plateado como el acero y su sonrisa arrogante, se convertía en un recordatorio punzante de lo que le había sido arrebatado.

La imagen de Olef en el trono, rodeado de aplausos y alabanzas, recibiendo la adoración de la multitud como si fuera un dios renacido, provocaba en Andréi un enojo visceral que amenazaba con consumirlo. Sus manos, ocultas bajo el peso de su capa negra, se apretaron en puños con tanta fuerza que los nudillos se pusieron blancos. Aunque su rostro permanecía sereno y frío como una máscara tallada en mármol, era un esfuerzo titánico mantener su compostura, contener la furia burbujeante en su interior que parecía querer romper todas las barreras que había construido para protegerse.

Los recuerdos de años de lucha, de intrigas y de sufrimiento se alzaban en su memoria como fantasmas en una noche de tormenta. Recordaba el favoritismo evidente de su madre hacia Olef, cómo su padre había optado por la conveniencia y tradición al elegir al primogénito como heredero, ignorando el potencial de su segundo hijo. Cada decisión tomada en su contra, cada mirada de desdén, cada momento en que había sido obligado a inclinarse ante su hermano, le atravesaban como espinas. La traición de Olef, robándole a su prometida para unirse a una alianza más poderosa, había sido el golpe más duro. La humillación de cancelar su compromiso con la hija del emperador Dudontis, y la consiguiente guerra que casi arruinó la paz con el Imperio, todo era una herida abierta que supuraba rencor.

La guerra con el Imperio Dudontis había sido una maniobra desesperada, una forma de demostrar que él no se dejaría pisotear ni por su propio hermano. Había sacrificado alianzas, aceptado pactos humillantes y derramado sangre en la batalla, todo para intentar forjar su propio camino hacia el poder y el reconocimiento. Y ahora, allí estaba, de pie en la gran sala, viendo cómo su hermano se preparaba para tomar el trono que Andréi siempre había considerado su derecho. Olef, con su sonrisa de satisfacción y sus ojos brillantes de orgullo, era la encarnación de todo lo que Andréi despreciaba y deseaba a la vez.

Andréi permaneció en silencio, su mirada fija en el trono dorado que no sería suyo, su mente abrasada por la frustración. Podía sentir la tensión en el aire, los murmullos de los nobles a su alrededor, las miradas furtivas que se dirigían hacia él y luego se apartaban rápidamente. Sabía que todos esperaban su reacción, que todos se preguntaban qué haría el segundo hijo de la Casa Northster en un día como aquel. Pero él no les daría el gusto de ver una muestra de debilidad. A pesar de la rabia que amenazaba con consumirlo, se mantuvo en su lugar con un esfuerzo monumental, su rostro una máscara de calma impenetrable mientras en su interior una tormenta de emociones lo devoraba.

Cada fibra de su ser ansiaba tomar el control, tomar el trono por la fuerza si era necesario, aplastar a su hermano y a todos los que lo apoyaban. La visión de Olef inclinado ante él, suplicando por su vida, era una fantasía que le provocaba un oscuro placer. Pero Andréi sabía que no era el momento. Sabía que debía ser paciente, que la oportunidad perfecta llegaría, y cuando lo hiciera, él estaría listo. Por ahora, debía jugar su papel, ocultar sus verdaderos sentimientos y esperar en las sombras, como un lobo acechando a su presa.

Andréi permaneció en su lugar, con la mirada fija en su hermano, Olef, y en el trono que ahora estaba a punto de ocupar. A su alrededor, las palabras de los nobles y el murmullo de la sala se desvanecían, como si un velo espeso cayera sobre su mente, aislándolo del mundo que lo rodeaba. Todo se volvía borroso y distante, reducido a un ruido de fondo que carecía de importancia. La realidad se filtraba a través del filtro de su furia y su ambición, y todo lo que podía pensar era en la venganza, en el poder que le había sido arrebatado, en el trono que, por derecho, debería ser suyo.

La ceremonia de coronación, con toda su pompa y esplendor, era un recordatorio brutal de la traición y las humillaciones que había soportado. Olef, con su postura arrogante y su sonrisa engreída, era el objeto de adoración de todos en la sala, y eso le provocaba a Andréi una rabia profunda, un resentimiento que había cultivado en silencio durante años. Sus pensamientos se centraban en un solo propósito: tomar lo que le pertenecía, reclamar el trono, no importa a qué costo. Sabía que la ceremonia era solo el principio. Olef podría tener el trono ahora, pero Andréi estaba convencido de que su momento llegaría. El juego de poder apenas comenzaba, y él estaba listo para jugarlo con la astucia y la frialdad que siempre lo habían caracterizado.

El murmullo de la sala fue reemplazado por un sonido más grave y penetrante. Las campanas, tambores y los enigmáticos bastones de los druidas comenzaron a resonar, llenando el gran salón con una atmósfera solemne y cargada de simbolismo. Era un sonido que recordaba a todos los presentes la importancia del momento, un llamado a prestar atención, a rendir homenaje. Andréi sintió cómo el peso de la tradición y la historia caía sobre sus hombros, empujándolo fuera de sus pensamientos de venganza, aunque la ira latente en su interior permanecía, como un fuego ardiendo bajo cenizas.

Los druidas de Icreoca, Treskan y Brista, figuras veneradas en las tribus Nofos, lideraban el inicio de la ceremonia. Sus túnicas de lino, adornadas con intrincados bordados de símbolos antiguos, ondeaban con cada movimiento, y sus rostros estaban cubiertos por máscaras talladas que representaban animales sagrados. Sus cánticos, profundos y llenos de misticismo, se entrelazaban con el incienso espeso que comenzaba a inundar la sala, formando volutas que se elevaban hacia las altas bóvedas del techo. La atmósfera se volvía más pesada, cargada con la presencia de lo sagrado, mientras los druidas entonaban sus plegarias en un idioma antiguo que solo unos pocos entendían.

A medida que los druidas cantaban, los chamanes de los clanes Vlograds de Aesirus, Thonia y Wisucan se unieron al coro, añadiendo sus propias voces a la sinfonía de rezos. Sus atuendos, hechos de pieles y adornados con huesos y plumas, los hacían parecer salidos de un tiempo antiguo, antes de que los hombres construyeran ciudades de piedra y metal. Sus cánticos eran más primitivos y feroces, un eco de las voces de los espíritus de la naturaleza y de los guerreros que habían caído en batalla. Andréi observó cómo movían sus brazos en gestos rituales, invocando la protección de sus deidades y la fuerza de los elementos. Eran un recordatorio de las raíces salvajes y guerreras de Kaeviel, una herencia que él mismo no podía ignorar.

Mientras tanto, los sacerdotes de la Iglesia Agli, con sus túnicas blancas y doradas, y el patriarca con su mitra adornada con gemas, recitaban sus propias oraciones a la Gran Madre, la deidad predominante en los países del este del continente. Portaban estandartes con símbolos de fertilidad y vida, y sus voces, aunque más suaves, resonaban con una autoridad que no admitía dudas. La iglesia tenía un poder más simbólico que verdadero y crudo poder en Kaeviel, a diferencias de muchos reinos, aun así su bendición era crucial para legitimar cualquier nuevo reinado. Sus palabras eran un canto de paz y prosperidad, una súplica para que la Gran Madre otorgara su favor al nuevo rey. Andréi, sin embargo, veía en sus ojos la misma codicia que había visto en muchos otros; para ellos, la coronación de Olef no era más que una oportunidad para afianzar su propia influencia.

Desde su posición, Andréi observaba con frialdad cómo estas figuras religiosas se congregaban, cada una representando un aspecto diferente del poder que sostenía al reino. El ritual no era una mera formalidad; era un legado de su bisabuelo, el gran conquistador que había unificado las tierras bajo la bandera de la Casa Northster. Al integrar las diferentes tradiciones religiosas en la ceremonia de coronación, había buscado consolidar su autoridad sobre los territorios conquistados, unificándolos bajo su dominio. Para Andréi, este legado de unidad era una farsa, un truco político, y él se consideraba el único con la visión y la fuerza necesarias para mantener y expandir ese legado.

Las voces de los druidas, chamanes y sacerdotes se elevaban en un crescendo, llenando el salón con una mezcla de rezos y cánticos en idiomas diversos. Cada palabra, cada gesto, estaba cargado de significado y poder. Pero para Andréi, todo aquello no era más que ruido de fondo, un espectáculo diseñado para impresionar a la multitud y reforzar la idea de la continuidad y la estabilidad del reino bajo el nuevo rey. Su atención estaba fija en Olef, y en el trono que pronto ocuparía. Era un asiento de piedra, tallado con símbolos antiguos que representaban la vieja historia de su dinastía. Para otros, el trono era un símbolo de poder y responsabilidad, pero para Andréi, era un trofeo vacío y sin el poder que muchos le quieren dar.

Olef hizo su entrada al salón con paso firme, su capa de terciopelo rojo ondeando a su espalda. Los nobles y dignatarios se inclinaron en señal de respeto mientras él avanzaba hacia el trono, seguido por una procesión de guardias y estandartes. La expresión de Olef era de confianza y orgullo, y cada paso que daba parecía afirmar su derecho al poder. Andréi observó cada detalle, notando cómo los ojos de los presentes seguían a su hermano con devoción y respeto. Pero también notó las miradas furtivas de desdén y rencor que algunos nobles no podían ocultar. Eran los líderes tribales y los Knyaz cuyas hijas Olef había deshonrado, hombres que en secreto despreciaban a su nuevo rey. Andréi captó estas miradas y se permitió un leve destello de satisfacción. No estaba solo en su desdén, y sabía que ese resentimiento podría ser una herramienta útil en el futuro.

La atmósfera se volvió más pesada, cargada con la presencia de lo sagrado. Los chamanes de los clanes Vlograds de Aesirus, Thonia y Wisucan se unieron a los druidas, entonando sus propios rezos, más primitivos y feroces, en honor a los espíritus antiguos de sus tierras. Su vestimenta, hecha de pieles y adornada con huesos y plumas, contrastaba fuertemente con la opulencia del gran salón, pero su presencia era un recordatorio de las raíces salvajes y guerreras que Kaeviel había absorbido en su expansión.

Acompañando a estos druidas y chamanes estaban los sacerdotes y el patriarca de la Iglesia Agli, la cual veneraba a la Gran Madre, la deidad predominante en los países del este del continente. Vestidos con túnicas blancas y doradas, portaban símbolos de la fertilidad y la vida, emblemas sagrados de la Gran Madre. Su presencia, tan solemne como la de los demás, representaba el dominio religioso en esta parte del mundo, en contraposición a la fe en el Gran Padre de los reinos occidentales, cuya influencia no había logrado arraigar en Kaeviel.

Andréi, desde su lugar, observaba con frialdad cómo estas figuras religiosas se congregaban. El ritual era un legado de su bisabuelo, quien había comenzado las invasiones y anexiones de las tribus y clanes para incrementar el poder del reino. Al integrar estas diferentes tradiciones religiosas en la ceremonia de coronación, había buscado consolidar su autoridad sobre los territorios conquistados, unificándolos bajo su reinado.

Las voces de los druidas, chamanes y sacerdotes se elevaban, llenando el salón con una mezcla de rezos y cánticos en idiomas diversos. Era un espectáculo diseñado para infundir reverencia y solemnidad, para recordar a todos los presentes la grandeza y el poder de la dinastía Northster, que ahora se encontraba en manos de Olef.

Andréi contenía una mueca de disgusto mientras los religiosos comenzaban sus rezos. Sabía que la ceremonia estaba a punto de comenzar, y aunque cada fibra de su ser odiaba lo que estaba por suceder, no podía permitirse perder el control. La entrada de su hermano, Olef, al gran salón, marcaría el inicio formal de la coronación. 

Los sirvientes se apresuraban en los últimos preparativos, colocando los estandartes y adornos finales con la imagen de los osos gemelos de plata sobre un campo rojo brillante, el nuevo emblema de la Casa Northster bajo el reinado de Olef. El aire en el salón era espeso con el incienso y la expectativa, y aunque el semblante de Andréi seguía siendo imperturbable, dentro de él la tormenta seguía creciendo, esperando el momento adecuado para desatarse.

El contraste entre los dos hermanos era evidente para todos, pero en lugar de admiración, Andréi solo sentía un odio creciente. Mientras Olef avanzaba hacia el centro del salón, recibiendo miradas de admiración y reverencia de los presentes, Andréi no pudo evitar notar que muchos líderes tribales y Knyaz observaban a su hermano con un desprecio apenas disimulado. Sabía bien de dónde provenía ese odio: Olef había convertido en un deporte personal deshonrar a las hijas de estos hombres, robándoles su pureza. La satisfacción que sintió Andréi al ver esas miradas de rencor y desprecio hacia su hermano fue un bálsamo para su propio resentimiento, un recordatorio de que no estaba solo en su desprecio.

Olef se detuvo frente al trono de piedra, una reliquia antigua pero cargada de simbolismo. Era el lugar destinado a ser ocupado por el rey de Kaeviel, un asiento que, en los ojos de Andréi, debería haber sido suyo. Mientras los rituales se preparaban para consagrar el ascenso de Olef, Andréi se perdió en sus pensamientos. «Ese trono debería ser mío», se repetía, su mente inundada de imágenes de lo que podría haber sido, de lo que aún podría ser si jugaba bien sus cartas. La voz en su cabeza, que había comenzado como un susurro, ahora rugía con fuerza, alimentada por años de resentimiento y envidia.

Los cánticos de los druidas, chamanes y sacerdotes se elevaron, llenando el aire con una mezcla de misticismo y tradición. Pero para Andréi, todo aquello no era más que ruido de fondo. Su atención estaba centrada en Olef, y en la promesa que se hacía a sí mismo en ese momento: no importaba cuánto tiempo tomara, no importaba qué tan bajo tuviera que caer o cuántos sacrificios tuviera que hacer, el trono sería suyo.

Pronto, los cánticos cesaron, y cada figura religiosa comenzó su ritual. Los druidas de las tribus, envueltos en túnicas de lino adornadas con símbolos arcanos, iniciaron el suyo con movimientos meticulosos y solemnes. Procedentes de las tribus de Icreoca, Treskan y Brista, cada uno de ellos representaba un aspecto del ciclo de la vida y la muerte, del cual Kaeviel era parte.

Uno de los druidas, un anciano de barba blanca y ojos tan profundos como un pozo sin fondo, alzó un cuerno tallado con inscripciones antiguas y lo sopló, produciendo un sonido grave y resonante que parecía vibrar en los huesos de todos los presentes. El eco del cuerno resonó en la gran sala, llenándola con una atmósfera de solemnidad y reverencia. Era como si el propio tiempo se hubiera detenido en espera de lo que estaba por venir.

El aire se impregnó del aroma acre del incienso quemado, una mezcla de hierbas sagradas que evocaba la conexión ancestral entre el hombre y la tierra. Los druidas entonaron cánticos en una lengua antigua, un idioma casi olvidado por todos excepto por aquellos que aún mantenían vivas las tradiciones de las tribus. "Awen y Dwfn, Rhwng y Bydoedd, Ein gwaed, ein tir, ein brethyn," resonaron sus voces, invocando la protección de la tierra, la sabiduría de los antepasados y la fuerza para el nuevo rey. El cántico hablaba de la tierra, de los ancestros, y de la sangre derramada para proteger el reino.

Uno de los druidas se adelantó, llevando en sus manos un cuenco de piedra con un líquido oscuro, espeso y de olor penetrante. Era la sangre mezclada con la savia de los árboles sagrados, una ofrenda a los espíritus de la tierra. Con un movimiento deliberado, vertió el contenido sobre la piedra del trono, un acto simbólico que representaba la bendición de la tierra sobre el nuevo rey. El líquido se deslizó por las tallas del trono, llenando las hendiduras con su oscuro carmesí, mientras los otros druidas levantaban sus manos en señal de veneración.

Andréi observaba todo con una expresión imperturbable, pero por dentro, la ira ardía como un fuego implacable. La ceremonia continuaba, y aunque cada fibra de su ser odiaba lo que estaba viendo, no podía permitirse mostrar ninguna emoción. Este no era el momento de actuar. Sabía que tenía que ser paciente, que debía esperar el momento adecuado para hacer su jugada. «Este trono debería ser mío», pensó, y la voz en su cabeza, que al principio había sido un susurro, ahora rugía con fuerza, alimentada por años de frustración y envidia. Andréi se prometió a sí mismo que, sin importar cuánto tiempo tomara, sin importar los sacrificios necesarios, el trono sería suyo. A medida que los cánticos llenaban el aire, su resolución se fortalecía, como el acero al ser forjado en el fuego.

Los druidas finalizaron su ritual con un último cántico profundo, cuyas notas resonaron en los antiguos muros del gran salón como un eco de tiempos ancestrales, un susurro de los espíritus que aún habitaban en las sombras de Kaeviel. Andréi, inmóvil en su lugar, observaba con la frialdad calculada de un depredador, mientras los druidas, envueltos en sus túnicas de lino y con sus bastones tallados con símbolos arcanos, se retiraban en silencio. La mística presencia de los druidas, con sus largas barbas blancas y ojos profundos, dejó una atmósfera cargada de reverencia que lentamente se disolvió cuando los chamanes de los clanes Vlograds de Aesirus, Thonia y Wisucan avanzaron con una energía completamente distinta.

Los druidas finalizaron su ritual con un último cántico profundo que resonó en los muros del gran salón, un eco de tiempos ancestrales. Andréi, aún en su lugar, observaba con una frialdad calculada mientras los druidas se retiraban y daban paso a los chamanes de los clanes Vlograds de Aesirus, Thonia y Wisucan. 

Estos chamanes, conocidos por sus habilidades para conectarse con el mundo espiritual, comenzaron su propio ritual con una energía distinta. La mayoría de ellos, hombres y mujeres por igual, estaban desnudos salvo por las pieles de lobo que les cubrían, lo que les daba una apariencia salvaje y primitiva. Sus cuerpos pintados con símbolos rúnicos, se movían al ritmo de tambores y cuernos de guerra, sus pasos eran una mezcla de poder y gracia, una danza que parecía pulsar con el poder de los antiguos espíritus.

Los chamanes entonaron un cántico, una melodía gutural que brotaba de lo profundo de sus gargantas, resonando en el aire con una fuerza que podía sentirse en la piel:

"Oh, espíritus de los ancestros, guardianes del viento y la tierra, del fuego y el hielo, guíen a nuestro rey, fortalézcanlo en las batallas, protéjanlo en las sombras, hagan que su sangre hierva con la furia de los lobos, que su corazón arda con la llama de los cielos, que su mente sea tan fría y afilada como el hielo que corre por nuestras montañas."

La danza de los chamanes se intensificó, sus movimientos se volvieron más frenéticos, como si estuvieran poseídos por las fuerzas que invocaban. Algunos de ellos alzaron cuchillos ceremoniales y cortaron pequeñas heridas en sus manos, dejando que la sangre se mezclara con la tierra que habían traído de sus tierras natales, un acto que representaba la unión de los espíritus ancestrales con la sangre del nuevo rey.

Andréi, aunque distante, no pudo evitar sentir la fuerza de aquel momento. Este ritual era más que una simple ceremonia: era una declaración de poder, un recordatorio de las raíces profundas que su familia había plantado en el reino. Pero lejos de sentirse impresionado o conmovido, su mente seguía siendo un hervidero de resentimiento y deseo de venganza. Su mirada permanecía fija en Olef, observando cómo su hermano aceptaba las bendiciones de los chamanes con una sonrisa de pura arrogancia a los ojos de Andréi.

Los chamanes finalmente concluyeron su ritual con un último grito, una explosión de sonido que reverberó en el salón y pareció hacer temblar las paredes. La energía en el aire era palpable, y los presentes, incluso los más reacios, se encontraron contagiados por el fervor de los chamanes. Pero Andréi se mantuvo inmóvil, su corazón frío como el acero, su mente enfocada solo en el objetivo final: el trono.

Los sacerdotes de la Iglesia Agli, con túnicas blancas decoradas con hilos dorados, avanzaron entonces hacia el centro del salón. La solemnidad de sus pasos, sincronizados con el bajo retumbar de un tambor sagrado, imponía un respeto que se sentía casi tangible. Cada sacerdote llevaba un cáliz de oro, grabado con símbolos antiguos de la fertilidad y el renacimiento, símbolos sagrados de la Gran Madre Fryz. El reflejo de las antorchas danzaba en la superficie dorada de los cálices, proyectando destellos de luz en las paredes de piedra, como si el mismo aire se llenara de estrellas.

El patriarca de la Iglesia, un hombre de porte majestuoso, con cabello canoso y ojos penetrantes, elevó su cáliz dorado hacia el cielo, su voz resonando en un idioma antiguo:

"Oh, Gran Madre, fuente de vida eterna, guíanos en este momento sagrado. Concede a nuestro nuevo rey la fuerza de tus montañas, la paciencia de tus ríos, y la sabiduría de tus bosques. Que su reinado sea justo y su poder perdure, tal como tú has perdurado desde el principio de los tiempos."

Mientras el patriarca hablaba, los otros sacerdotes derramaron un líquido dorado, espeso y brillante, en los cálices. A medida que la luz de las antorchas brillaba en el líquido, parecía que contenía destellos de oro puro, como si la esencia de la misma deidad estuviera contenida en cada gota.

El patriarca, con una dignidad que parecía resonar en las mismas piedras del salón, tomó entre sus manos la corona del reino. Era una pieza de artesanía imponente, un aro de oro blanco grabado con runas que narraban las epopeyas de los reyes de Kaeviel, desde las oscuras eras de los primeros hombres hasta los gloriosos días de su apogeo. Pequeños diamantes incrustados en la corona brillaban con una luz propia, como si quisieran imitar la gloria de la estrella más brillante en el cielo nocturno.

Andréi observó, sin pestañear, cómo el patriarca alzaba la corona y proclamaba con voz clara y resonante:

—Por la voluntad de la Gran Madre, y por la sangre de nuestros ancestros, colocamos esta corona sobre la cabeza del elegido, quien guiará a Kaeviel hacia un futuro glorioso.

Con una ceremonia que parecía ralentizar el tiempo, el patriarca avanzó hacia Olef, quien estaba arrodillado ante el trono de piedra, y lentamente descendió la corona hacia su cabeza. El silencio se apoderó del salón, un silencio tan denso que el leve susurro del incienso quemándose podía escucharse claramente. Cada persona en el salón parecía contener la respiración, como si en ese instante exacto el destino de Kaeviel se estuviera tejiendo con cada movimiento de la corona.

Andréi se arrodilló, más por obligación que por devoción, sintiendo la frialdad del suelo de piedra bajo sus rodillas. El acto de arrodillarse era una humillación, un gesto que debía realizar para no levantar sospechas, aunque en su interior cada fibra de su ser se rebelaba contra ello. A través de sus pestañas entrecerradas, observó cómo la corona descendía sobre la cabeza de Olef, el símbolo de un poder que Andréi estaba decidido a reclamar.

Cuando la corona finalmente tocó la cabeza de Olef, el salón estalló en vítores y aplausos. Las antorchas chisporrotearon, enviando destellos de luz por toda la sala, iluminando el rostro satisfecho de Olef. El nuevo rey se alzó, radiante, su cabello plateado brillando bajo la luz, sus ojos violetas mirando con satisfacción a la multitud que se inclinaba ante él.

El patriarca levantó las manos, y el bullicio se calmó, como el susurro de una tormenta que pasa. Con voz solemne, proclamó las palabras finales de la ceremonia:

—Que la Gran Madre Fryz siempre te guíe, Olef Northster, Rey de Kaeviel, el primero de su nombre. Que tu reinado sea justo y fuerte, y que bajo tu mando, nuestro reino florezca. Que la Madre Fryz te bendiga con su sabiduría, te cubra con su valor y te proteja en cada paso que des.

Mientras las palabras resonaban en las paredes de la gran sala, Andréi levantó la cabeza, sus ojos fríos como el hielo. Su corazón latía con la promesa de un futuro diferente, un futuro donde él sería quien pronunciara las palabras de poder, donde las rodillas se doblarían ante él, y no ante su hermano. Andréi no buscaba simplemente el trono, buscaba reescribir el destino de Kaeviel, tallar su nombre en las páginas de la historia como el verdadero rey que nació para ser.

Pero Andréi, con el rostro aún oculto en una inclinación fingida, no pudo reprimir una sonrisa amarga. La sombra de sus labios se curvaba apenas perceptible, mientras su mente se deleitaba en la ironía que nadie más parecía notar. Sabía que detrás de aquellos vítores, que resonaban con una energía casi ensordecedora, se escondían sentimientos mucho más oscuros. Los aplausos, aunque entusiastas en apariencia, no eran más que una fachada, un intento desesperado por disimular la verdadera realidad del reino: la división creciente, el odio latente y la desconfianza que comenzaba a aflorar hacia el nuevo monarca. Cada palmada resonaba en el gran salón como un eco vacío, carente de la verdadera devoción que un rey debería inspirar en su pueblo. Era un teatro de sombras, donde todos fingían con sonrisas forzadas y palabras de alabanza que pronto serían susurradas como veneno en la oscuridad de las cámaras privadas.

Olef, disfrutando plenamente de su momento de gloria, alzó una mano en señal de mando, y de inmediato los aplausos cesaron, dejando un silencio tan profundo que el sutil crujido de la madera en los muros del gran salón era lo único que se escuchaba. Todos los ojos se posaron en él, esperando con expectación las primeras palabras del recién coronado rey. Olef, con una sonrisa que irradiaba una confianza casi palpable, sus labios curvados en una mueca de superioridad, y esos ojos violetas que brillaban con una mezcla de arrogancia y determinación, tomó un momento para saborear la atención antes de hablar. Era como un cazador que había atrapado a su presa, disfrutando de la quietud antes de dar el golpe final.

—Señores y Señoras de Kaeviel, —comenzó, su voz firme y resonante llenando cada rincón del salón—. Hoy no solo soy coronado como vuestro rey, sino que juntos damos inicio a una nueva era para nuestro reino. En este día, el onceavo mes del año 1290, marcamos el comienzo de una era de fuerza, de expansión, de gloria. Bajo mi mando, Kaeviel será más grande de lo que jamás se pudieron imaginar.

Las palabras de Olef eran grandilocuentes, repletas de promesas de un futuro brillante, de un poder indomable y de conquistas inimaginables. Había en su discurso una ambición desmedida, un deseo egoísta de llevar a Kaeviel hacia conflictos innecesarios, especialmente contra los reinos occidentales, cuyas débiles fortalezas y disputas internas les hacían parecer presas fáciles para un conquistador decidido y idiota, no habían claros beneficios a robarle a los pobres.

Mientras escudriñaba el salón, Andréi no pudo evitar notar las falsas sonrisas de los patriarcas de las grandes casas, sus labios curvados en gestos que no alcanzaban sus ojos. Algunos de los más ancianos, cuyas barbas blancas eran símbolo de su sabiduría y experiencia, intercambiaban miradas que hablaban de secretos compartidos y traiciones planificadas. Los jefes de los clanes, por su parte, mantenían una cortesía gélida, aunque sus miradas traicionaban la furia y el desdén que sentían hacia el nuevo rey. Había algo en Olef, en su porte arrogante y su desprecio por las viejas tradiciones, que irritaba profundamente a aquellos líderes que habían pasado generaciones preservando los valores de sus ancestros. Incluso entre los líderes tribales, cuyas caras normalmente imperturbables reflejaban la fuerza de sus espíritus, se podían ver expresiones de inquietud, como si cada palabra de Olef fuera una daga que amenazaba con desestabilizar el frágil equilibrio del reino.

—Juntos, grabaremos nuestros nombres en la historia de este mundo —continuó Olef, levantando el puño en un gesto teatral—. Ningún reino vecino será capaz de oponerse a nosotros. Bajo mi reinado, Kaeviel será imparable.

A pesar del entusiasmo de su discurso, la reacción de los líderes tribales fue reveladora. Los Knyaz de muchos clanes, cuyas miradas estaban cargadas de odio y resentimiento hacia Olef, apenas lograron mantener una expresión neutral, un intento visible por ocultar el desprecio que sentían. Entre las grandes casas, la cortesía se mantuvo, pero no pudo enmascarar las dudas y la desconfianza que oscurecían sus ojos. No era el miedo a la guerra lo que los inquietaba, sino el temor a perder sus riquezas fáciles en los territorios de las tribus y clanes, riquezas que habían acumulado a lo largo de los años gracias a la estabilidad que ahora se veía amenazada.

Nadie, o casi nadie, estaba verdaderamente conmovido por las grandilocuentes palabras de Olef. Para la mayoría, sus promesas de expansión y gloria no eran más que humo y espejos, una estrategia para ocultar las grietas que ya comenzaban a formarse en los cimientos del reino. Andréi percibía esas grietas como fisuras en una fortaleza que estaba a punto de colapsar. Y mientras él observaba todo esto, se reafirmaba en su convicción: Olef podría llevar la corona sobre su cabeza, pero su reinado, como todo lo que se construye sobre mentiras y arrogancia, estaba destinado a desmoronarse. Y cuando eso sucediera, él estaría listo para reclamar lo que era legítimamente suyo.

Olef continuó con su discurso, y su voz, cada vez más envolvente, buscaba atrapar a aquellos que aún albergaban dudas en sus corazones. Cada palabra que pronunciaba era como una red que intentaba atrapar a los líderes y soldados en su trampa de promesas vacías.

—Juro ante la Gran Madre Fryz, ante los espíritus de nuestros ancestros, que haré todo lo necesario para asegurar la grandeza de nuestro reino. Llevaré el nombre de Kaeviel a lo más alto. No habrá sacrificio demasiado grande, no habrá enemigo demasiado fuerte.

Las palabras de Olef resonaban en la sala con la fuerza de un rey seguro de sí mismo, un hombre convencido de que su destino estaba sellado por derecho divino. Pero Andréi, oculto en la inclinación forzada de su cabeza, entendía mejor que nadie que esa seguridad provenía no de una verdadera fortaleza de carácter, sino de una arrogancia ciega. Olef creía que el poder era un derecho innato, algo que le correspondía simplemente por haber nacido primero, sin comprender que el verdadero poder residía en la astucia, en la capacidad de prever y manipular, en saber cuándo actuar y cuándo esperar, en la delicada danza de la estrategia, que era la verdadera esencia del gobierno.

Finalmente, Olef bajó la mano, concluyendo su discurso con una frase que pretendía ser el sello de su promesa:

—¡Larga vida a Kaeviel, y que nuestro reino prospere bajo mi reinado!

El salón estalló en vítores una vez más, un rugido de aprobación que resonó contra las paredes de piedra. Pero para Andréi, todo ese ruido no era más que un eco vacío, carente de significado. Sabía que las promesas de Olef, aunque aplaudidas en el calor del momento, eran solo palabras vacías para complacer a la multitud. Los aplausos y los gritos no significaban lealtad, solo cortesía por el nuevo rey, una formalidad impuesta por la situación.

Andréi enderezó su postura mientras los vítores continuaban resonando, cuidando de ocultar cualquier rastro de emoción en su rostro. Se unió a los aplausos, porque sabía que era lo que se esperaba de él, pero en su interior, cada palmada que daba era un recordatorio de la determinación que había sellado en su corazón, una confirmación de lo que debía hacer para cambiar su destino. Cada golpe de sus manos era una promesa, un juramento silencioso de que no permanecería en las sombras por mucho más tiempo. No mientras su hermano, cegado por su propia vanidad, caminaba hacia la inevitable caída.

Cuando los vítores finalmente comenzaron a menguar, Andréi levantó la vista y observó a Olef, quien permanecía de pie frente al trono, disfrutando cada segundo de su nuevo poder. «Disfruta de tu reinado, hermano», pensó Andréi con una frialdad que se filtró en su mente, «porque no durará para siempre».

Olef, con esa sonrisa pretenciosa que tanto lo caracterizaba, se volvió hacia los presentes y, con la mano levantada en un gesto autoritario, dijo:

—Bien, ahora que hemos concluido con estas formalidades, pueden retirarse y prepararse para el banquete de esta noche.

La orden fue clara, y la multitud comenzó a moverse hacia las salidas, un río de nobleza y poder que fluía fuera del salón del trono. Los nobles se movían en oleadas, como hojas arrastradas por un viento invisible, dirigiéndose a las puertas con sus túnicas ondeando a su paso. Andréi observó con atención. Vio cómo algunos líderes, especialmente los de las tribus más descontentas, luchaban por ocultar su molestia. Sus labios se apretaban en líneas finas, y sus manos se cerraban en puños tensos. Sabían que estaban rodeados por los implacables Guardias Vluker, y que cualquier indicio de traición a los ojos del nuevo monarca podría costarles la vida.

Sin embargo, para Andréi, esas personas no significaban nada más que piezas en su tablero de ajedrez, herramientas que podría utilizar cuando llegara el momento adecuado. Podía verlos moviéndose en su mente, peones y alfiles, torres y caballos, cada uno con su propio lugar y función, todos bajo su control. Sabía que necesitaría de todos ellos para lograr su objetivo, y mientras sus pensamientos se arremolinaban como una tormenta, comenzó a trazar las líneas de su próximo movimiento. Olef era fuerte, sí, pero también era predecible, y esa sería su mayor debilidad.

Pero ahora, con la mente nublada por la ira, el odio y la frustración, no podía pensar con claridad ni mantener la máscara solemne que tanto le había costado construir. Necesitaba alejarse, retirarse a sus habitaciones para encontrar un respiro, un lugar donde pudiera calmar las tormentas que rugían en su interior. La furia que sentía era intensa, una fuerza que amenazaba con desbordarse y destruir todo a su paso si no encontraba una forma de controlarla. Sabía que para ejecutar su venganza, necesitaba un plan claro, una mente fría y calculadora. Y en ese momento, lo único que deseaba era estar solo, en la tranquilidad de su refugio, donde pudiera ordenar sus pensamientos y preparar, en silencio, el destino que le aguardaba a su hermano.