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Una nube sofocante de arena prístina había borrado el cielo, y los vientos huracanados azotaban el vasto mar de dunas blancas. El mundo era perfectamente blanco y estaba impregnado de un calor incinerante. Los granos de arena cortaban la piel como cuchillos, pero seis frágiles humanos avanzaban tercamente hacia adelante a través del infierno radiante, cubriéndose los ojos con manos cansadas y luchando contra el viento.
Sunny iba a la cabeza de la pequeña columna, protegido en cierta medida del huracán, por la indomable espalda de Santo. En su mano había un trozo de vidrio negro, y en él habitaba el reflejo de un joven con un ojo brillante como un espejo.
—Date prisa, Sin sol... ya casi estás allí, pero tienes que apurarte. La criatura se está acercando.
—Cállate, bastardo... lo sé... ¡lo sé todo! —Sunny apretó los dientes y avanzó contra el viento.