—¡Oh, Dios mío! —Andy susurró con asombro cuando tuvo su primera vista de la Isla.
La belleza y serenidad que pudo sentir incluso desde la distancia le dejaron sin aliento, y Cassidy la espió desde la esquina de sus ojos mientras se acercaba a la barandilla para tener una mejor vista.
Andy estaba muy segura de que la vista ante ella era el jardín del Edén, que las hermanas del orfanato les habían enseñado tan bien cuando eran niños.
Delante de ella había tierra llena de interminables granos de arena dorada, que le hicieron querer saltar del barco sólo para sumergir sus pies en la arena.
Era como si toda la isla en sí estuviera hecha del oro más puro. Y el sol de la tarde proyectaba un tono dorado anaranjado en el fondo que se reflejaba en la superficie de las aguas azules brillantes.