Shinji era un joven estudiante de preparatoria que amaba el ajedrez desde que era niño. Su padre le había enseñado a jugar cuando tenía cinco años y desde entonces se había vuelto su pasión y su forma de escapar de la dura realidad que le tocaba vivir. Shinji era huérfano de madre y su padre trabajaba como taxista para mantenerlo. Vivían en un pequeño apartamento en un barrio pobre de Tokio, donde el crimen y la violencia eran frecuentes. Shinji no tenía muchos amigos en la escuela pública a la que asistía, ya que era tímido y reservado, y además era víctima de bullying por parte de algunos compañeros que se burlaban de él por su afición al ajedrez, al que consideraban un juego aburrido y de viejos.
Pero Shinji no se dejaba afectar por las burlas ni por las dificultades. Él sabía que tenía un talento especial para el ajedrez, un juego que le exigía pensar estratégicamente, anticiparse a los movimientos del rival y aprovechar las oportunidades. Shinji había desarrollado una gran habilidad para el cálculo, la memoria y la intuición, lo que le permitía jugar partidas rápidas y brillantes, en las que a menudo sacrificaba piezas para obtener una ventaja decisiva. Shinji había ganado varios torneos locales y regionales de ajedrez, lo que le había valido el reconocimiento de algunos maestros y aficionados al juego, pero también la envidia y el rencor de otros jugadores que no podían aceptar su superioridad.
Un día, Shinji recibió una carta que cambiaría su vida para siempre. Era una invitación para ingresar a la prestigiosa Academia Shirogane, una preparatoria privada que era famosa por ser la mejor institución de Japón en cuanto al ajedrez. La carta decía que Shinji había sido seleccionado por sus méritos académicos y deportivos, y que se le ofrecía una beca completa para estudiar en esa escuela, donde tendría la oportunidad de aprender de los mejores profesores y competir con los mejores jugadores de su edad. Shinji no podía creer lo que leía. Era una oportunidad única e irrepetible, un sueño hecho realidad. Su padre también se alegró mucho por él y lo animó a aceptar la oferta, diciéndole que estaba orgulloso de su hijo y que era el momento de demostrar su valía.
Shinji aceptó la invitación y se preparó para iniciar una nueva etapa en su vida. Empacó sus cosas, se despidió de su padre y tomó el tren hacia la Academia Shirogane, ubicada en una zona exclusiva de la ciudad. Al llegar, quedó impresionado por el tamaño y la belleza del edificio, rodeado de jardines y fuentes. Se sentía como si hubiera entrado en otro mundo, muy diferente al que conocía. Se dirigió a la oficina del director, donde le entregaron su uniforme, su horario y las llaves de su habitación en el dormitorio. Allí también conoció a su compañero de cuarto, un chico llamado Hiroshi, que era muy amable y simpático con él. Hiroshi le explicó algunas cosas sobre la escuela y le ofreció ser su guía.
- Bienvenido a la Academia Shirogane, Shinji -le dijo Hiroshi-. Aquí vas a vivir una experiencia increíble, pero también muy exigente. Esta escuela se dedica a formar a los mejores ajedrecistas de Japón, los futuros representantes del país en las competiciones internacionales. Aquí solo entran los más talentosos y los más apasionados por el juego. Pero no te confíes, porque aquí también hay mucha rivalidad y competencia. Toda la jerarquía y el estatus social entre los estudiantes se determina por la habilidad de cada uno en el ajedrez. Los más fuertes tienen más privilegios y más respeto, mientras que los más débiles son despreciados y humillados. Aquí se apuesta cualquier cosa en el ajedrez, desde dinero hasta favores, y el perdedor tiene que cumplir con lo que el ganador le pida. Esa es la regla más importante de esta escuela: el ajedrez lo es todo.
Shinji se quedó asombrado por lo que escuchaba. No podía creer que una escuela tan prestigiosa tuviera un sistema tan cruel y despiadado. Se preguntó si había hecho bien en venir a ese lugar, donde quizás no encajaría ni sería aceptado. Pero al mismo tiempo, sintió una chispa de emoción y curiosidad. Quería conocer a los demás estudiantes, ver cómo jugaban y medir su nivel con el de ellos. Quería demostrar que él también era un gran jugador, que no tenía nada que envidiarles ni temerles. Quería enfrentarse a los mejores y vencerlos, para ganarse su respeto y su admiración. Quería convertirse en el rey del ajedrez.
- ¿Estás listo para el desafío, Shinji? -le preguntó Hiroshi, sonriendo-. Porque aquí vas a encontrar muchos rivales que querrán ponerte a prueba. Algunos serán tus amigos, otros tus enemigos. Pero hay diez que son los más temidos y respetados de todos. Ellos son los diez magníficos, los estudiantes de élite que ocupan los primeros puestos del ranking de la escuela. Ellos son los que mandan aquí, los que tienen más poder y autoridad. Ellos son los que todos quieren derrotar, pero nadie puede. Ellos son los genios del ajedrez.
Shinji sintió un escalofrío al oír esas palabras. ¿Quiénes eran esos diez magníficos? ¿Cómo eran? ¿Cómo jugaban? ¿Sería capaz de enfrentarse a ellos algún día? Shinji miró a Hiroshi con una mezcla de nerviosismo y expectación.
- ¿Y quién es el número uno? -preguntó Shinji.
Hiroshi bajó la voz y le dijo:
- El número uno es el más fuerte de todos. Es el invencible, el imbatible, el indiscutible. Es el rey del ajedrez. Su nombre es...
Shinji se dirigió a la cafetería de la escuela, siguiendo a Hiroshi, que le dijo que allí podía comprar algo de comer y también jugar al ajedrez con otros estudiantes. La cafetería era un lugar amplio y luminoso, con varias mesas y sillas, algunas con tableros de ajedrez incorporados. Había una gran variedad de comida, desde bocadillos y ensaladas hasta platos más elaborados y postres. Shinji se sorprendió al ver los precios, que eran bastante altos para su presupuesto. Decidió comprar el almuerzo más barato que encontró, que consistía en un sándwich de jamón y queso y una botella de agua.
- ¿Eso es todo lo que vas a comer? -le preguntó Hiroshi, que llevaba un plato de pasta y una tarta de chocolate.
- Sí, es lo único que puedo permitirme -respondió Shinji, avergonzado.
- No te preocupes, amigo. Aquí puedes ganar dinero jugando al ajedrez. Hay muchos estudiantes que apuestan en sus partidas, y si eres bueno, puedes sacarles un buen pellizco.
- ¿En serio? -preguntó Shinji, interesado.
- Sí, claro. Mira, allí hay una mesa donde se juega por dinero. ¿Ves a ese chico rubio con gafas? Se llama Kenji, y es el número 9 del ranking de la escuela. Es muy bueno, pero también muy arrogante y presumido. Le gusta humillar a los jugadores más débiles que él, y les cobra una fortuna por jugar con él. Si quieres probar suerte, puedes retarlo, pero te advierto que es muy difícil ganarle.
Shinji miró a Kenji, que estaba sentado en una mesa con un tablero de ajedrez y un montón de billetes. Tenía un aspecto de niño rico, con un uniforme impecable y un reloj de oro. Estaba jugando contra otro chico, al que le estaba dando una paliza.
- ¡Ja, ja! ¡Qué patético eres! ¡No tienes ni idea de jugar al ajedrez! ¡Deberías dedicarte a otra cosa! -se burlaba Kenji, mientras movía sus piezas con rapidez y confianza.
- Por favor, déjame en paz -suplicaba el otro chico, que estaba al borde del llanto.
- No, no. Tú has querido jugar conmigo, y ahora tienes que pagar el precio. Me debes 10.000 yenes por esta partida, y si no me los das ahora mismo, te voy a hacer la vida imposible.
- Pero yo no tengo tanto dinero...
- Pues entonces tendrás que hacer lo que yo diga. A partir de hoy, serás mi sirviente personal. Me llevarás los libros, me harás los deberes, me limpiarás los zapatos... Y si te niegas o te rebelas, te daré una paliza que no olvidarás.
Shinji no pudo soportar más esa escena. Se acercó a la mesa donde estaban Kenji y su víctima, y dijo:
- Oye, tú. ¿Por qué no dejas en paz a ese chico? ¿No ves que lo estás haciendo sufrir?
Kenji se giró hacia Shinji y lo miró con desprecio.
- ¿Y tú quién eres? ¿Qué te importa lo que yo haga?
- Me importa porque no me gusta la gente como tú, que se aprovecha de los demás y los trata mal. Eso no es justo ni honorable.
- ¿Ah, no? Pues a mí me parece muy divertido y rentable. Además, así les enseño a jugar al ajedrez de verdad. Porque yo soy el mejor jugador de esta escuela, y nadie puede ganarme.
- ¿Ah, sí? Pues yo creo que yo puedo ganarte.
- ¿Tú? ¿Tú crees que puedes ganarme? ¡Ja, ja! ¡Qué gracioso! ¿Y quién eres tú para decir eso? ¿Eres algún genio del ajedrez o algo así?
- No soy ningún genio, pero sé jugar bien. Y estoy seguro de que puedo vencerte.
- ¿Estás seguro? ¿Estás dispuesto a apostar algo?
- Sí, estoy dispuesto.
- Bueno, pues entonces vamos a jugar una partida. Pero te advierto que no te voy a dar ninguna ventaja ni ninguna piedad. Te voy a aplastar como a un insecto. Y si pierdes, tendrás que pagar el mismo precio que este perdedor. Serás mi sirviente y harás todo lo que yo te diga.
- Está bien, acepto el trato. Pero con una condición.