Chapter 2 - 002

Desperté de un letargo profundo, emergiendo de las pezuñas de un sueño que

parecía haberme aprisionado durante siglos.

Y permitidme ser claro desde el principio: cuando digo que al abrir los ojos, mi espíritu emergió del letargo con la delicadeza propia de aquellos seres que han saboreado un reposo opulento y prolongado, no estoy manifestando una fraudulenta acepción retórica.

La oscuridad que me envolvía había sido tan real como el palpitar de mi propio corazón, pero ahora me enfrentaba a la perturbadora duda de si seguía siendo una entidad viviente.

A medida que mi mente se aferraba a la realidad, el dolor persistente que me acompañaba desde el sopor se afianzaba aún más en mi consciencia.

Era un dolor tan tangible, tan visceral, que resultaba imposible negar su existencia.

Los ecos de aquellos tormentos oscuros resonaban en cada fibra de mi ser, recordándome que mi existencia era una maraña retorcida de misterios y horrores.

Debo admitir, sin vacilación alguna, que soy un vampiro.

Mi condición, con todas sus implicaciones siniestras y sobrenaturales, es innegablemente real.

Soy una criatura de la noche, un ser condenado a la eternidad y alimentado por la existencia de los vivos.

Pero mi memoria, ese frágil hilo que conecta mi presente con un pasado remoto, se desvanece en las sombras más profundas.

Los recuerdos de mi vida antes de ser arrojado a este castillo de condena se desvanecen como brumas matinales, dejándome en la penumbra de la incertidumbre.

Se dice que este castillo fue alguna vez el hogar de un aristócrata antiguo, un hombre que abandonó sus dominios ante los cambios implacables del tiempo y la evolución de la sociedad.

Los vaivenes del progreso lo dejaron atrás, convertido en un eco desvanecido en los pasillos polvorientos de la historia.

Pero lo que sucedió con ese hombre, si encontró su destino final o simplemente se desvaneció en las sombras, es un misterio que permanece sin respuesta.

El castillo ahora yace en silencio, sus muros grises y derruidos ocultando secretos que solo los susurros del viento nocturno pueden atisbar.

Es asombroso cómo el tiempo y el aislamiento han tejido su telaraña en torno a este lugar.

Los habitantes de los pueblos cercanos, envueltos en el velo de la amnesia colectiva, han olvidado por completo la existencia de este siniestro bastión.

El castillo se encuentra lejos de cualquier vestigio de civilización, perdido en una tierra baldía y olvidada.

Su tamaño modesto y su ubicación remota sugieren que pudo haber sido concebido con un propósito más oscuro y siniestro, destinado a desaparecer de la memoria de aquellos que se atrevieron a conocerlo.

Yo, prisionero en este castillo maldito, me encuentro atrapado en una siniestra danza de destinos entrelazados.

A lo largo de interminables siglos, he sucumbido a la insaciable necesidad de derramar sangre humana para alimentarme.

Mi existencia ha sido acechada por aquellos que han intentado poner fin a mi vida, pero en su desesperada búsqueda solo han sellado su destino y han dejado a sus seres queridos abandonados a su suerte.

No puedo culparles, su lucha se basaba en proteger a los suyos y obtener una victoria que, en el fondo, parecía ser solo una quimera.

Incluso yo desconozco el camino hacia mi propia aniquilación.

He probado todos los métodos imaginables, o al menos casi todos.

La potestad vampírica que me consume es inmutable y parece indestructible.

Sin embargo, existen vulnerabilidades que pueden infringirme daño o debilitarme, como el contacto con la plata u otras variables en particular.

Incluso he experimentado la abstinencia, renunciando a la ingesta de sangre con la esperanza de sucumbir a la inanición, pero solo he logrado apenas debilitarme un poco, sin alcanzar el resultado final deseado.

No es que necesite alimentarme, sino que mi naturaleza está sujeta a una compulsión indomable y desconocida para mí.

Aunque he agotado todas las posibilidades para poner fin a mi existencia, el dominio vampírico se mantiene inexorable y dominante.

No encuentro satisfacción en la sangre animal, pues no me brinda lo que "necesito" y su sabor se asemeja a la tierra en mi paladar.

Durante largo tiempo, me he entregado a la vileza de segar vidas humanas y saciar mi hambre con su sangre y carne.

No me importa la vida de ninguna otra criatura, ni siquiera la de los animales.

Admito sin orgullo incluso haber aniquilado rebaños enteros en mi insaciable voracidad.

Mis acciones han sido la causa directa e indirecta de la muerte de muchos, pues al

privarlos de suministros y medios para subsistir, los he condenado a una muerte agonizante por inanición.

Las frutas, las verduras y demás alimentos carecen de sabor para mí, solo saben a descomposición, y solo puedo satisfacer mi apetito con seres humanos.

La sangre humana se ha convertido en un manjar exquisito, y durante eones he vagado por distintas naciones, asesinando y devorando personas, y sin importar si estaban vivas o muertas las comía sin desden.

Aunque puedo nutrirme de cadáveres, estos deben estar increíblemente frescos, y aún así su sabor no se acerca ni remotamente al de un humano vivo.

En innumerables ocasiones, los he consumido mientras aún estaban vivos y conscientes, destrozándolos con mis extremidades y abusando de mi superioridad de manera abominable.

No hay en ello motivo alguno de orgullo.

Mi recuento de víctimas asciende a miles, incluyendo soldados que intentaron dar caza a mi ser, sin lograr éxito alguno, cayendo en su propia perdición.

Durante una vida colmada de sufrimiento ajeno, llegó un falaz autorreproche, aquel momento en que un evento insignificante provocó una metamorfosis radical.

Resulta sorprendente cómo algo tan ínfimo puede alterar nuestra existencia por completo y obligarnos a ponderar sobre nuestras gestiones pasadas.

Aunque, en realidad, ese suceso no era tan insignificante como aparentaba.

El último impacto necesario para desquebrajar un ya deslustrado cristal, desencadenar un vorágine de locura y desolación disfrazada de una ejecución ínfima con el mando de desbocar lo íntegro.

Pero antes de llegar a ese punto, se sucedieron una serie de acontecimientos, cuya magnitud y pormenores no importan.

Cada uno de ellos carga un peso distinto sobre nuestros hombros.

No obstante, para mí, esa noción se ha desvanecido.

Ha perdido su esencia primordial.

Ahora, me encuentro inmerso en un perpetuo estado de divagación, donde las palabras fluyen sin rumbo fijo, arrastradas por el torbellino de mi mente.

La cordura ha abandonado su morada y me he convertido en un espectro sin sentido común.

Me pregunto hasta qué punto se requiere estar mentalmente desequilibrado y si el sentido común es verídicamente beneficioso.

En este castillo, mi prisión eterna, ocasionalmente entablo conversaciones con su dueño, un hombre orgulloso y reservado que irradia una presencia abrumadora sin necesidad de ser físicamente imponente ni poseer una voz severa.

Así son los aristócratas, una clase social que domina los oscuros secretos de sus círculos, aunque se mantengan ocultos entre sus miembros.

El señor del castillo tiene dos hijos pequeños que deambulan y juegan por sus inmensos pasillos, sus habitaciones y, por supuesto, su jardín.

Es casi inevitable cruzarse con ellos si uno se aventura por el recinto.

Estos pequeños están siendo formados por su hermano mayor, un hombre que se aproxima a la edad adulta.

En el castillo, ellos lo llaman el

"hermano mayor".

Él les enseña los deberes y responsabilidades que implica pertenecer a la alta aristocracia.

Desconozco cuáles son esos deberes, pues nunca he sido parte de la aristocracia ni he estado relacionado con ella.

Tampoco he sido testigo de las obligaciones a las que están sometidos.

Los observo desde lejos, un mero espectador solitario en los límites de su mundo, mientras el velo de la oscuridad se extiende lentamente sobre mi ser.

A pesar de las constantes reprimendas, es innegable que hay un valor implícito en sus palabras.

Como el hijo de un padre implacable, se ve atrapado en la necesidad de mantenerse a distancia y cumplir exhaustivamente con las expectativas de su progenitor, de su familia y, por supuesto, de la sociedad en general.

Su autorreforzada exigencia es evidente.

También he oído susurros sobre un compromiso.

Su prometida, de belleza sobrecogedora y linaje noble, se alza como un trofeo a la mirada.

Él aparenta estar de acuerdo, pero quién puede decir lo que acecha en los abismos de la mente ajena.

En cuanto a la madre, apenas sé que deambula de un lugar a otro sin inmutarse por el bienestar de su propia estirpe.

Esta es una de las principales quejas del anciano aristócrata cuando nuestras charlas se tornan oscuras, lo cual, desde mi perspectiva, resulta en una ironía macabra, pues dudo que él no emule tal comportamiento, fluctuando de un rincón a otro y desatendiendo a los suyos.

Pero no me corresponde a mí, un simple espectador, señalar semejantes paradojas.

Él longevo hombre siempre murmura que su consorte es una verdadero lastre, un estigma qué mancilla su reputación y le provoca innumerables problemas.

No ha revelado en detalle qué clase de problemas, y yo, respetuoso de su misterio, no he insistido en conocer los pormenores.

Mantiene su reserva, o al menos así lo exige la fachada que proyecta hacia la sociedad.

A pesar de todo, en sus momentos de confidencia, declara amar a su esposa.

Sin embargo, estas palabras son solo eso, meras palabras, y la sinceridad de tales afirmaciones se desvanece en la nebulosa de la incertidumbre.

Siempre se enorgullece de su vástago, vislumbrando en él una promesa de glorias futuras.

Me complace escucharlo, pues su hijo es un ser atormentado en busca desesperada de la aprobación paterna.

Pero esa felicidad no se muestra en sus rasgos a menudo, ya que su padre asegura que no brinda tales comentarios con el fin de impulsar sus esfuerzos actuales, sino con la intención de exigirle aún más.

Además, proclama que sus demás descendientes serán tan magníficos como él, aunque en realidad desconoce por completo cómo relacionarse o interactuar mínimamente con ellos, ya que considera que ha superado la etapa de perseguir a unos infantes que deambulan sin cesar de un lado a otro.

Me transmitió la impresión de que tal vez su esposa experimenta sensaciones análogas a las suyas en relación con sus hijos más jóvenes.

La dinámica entre su hijo mayor y su esposa parece revestida de algo enrevesado, al menos es lo que se vislumbra a simple vista.

Resulta sorprendente que ese anciano reserve su confianza exclusivamente para mí, siendo el único con quien se permite dialogar de manera genuina.

Sin embargo, lamento desconocer su nombre, lo cual añade un matiz de tergiversación a nuestra coexistencia.

Mi curiosidad por desentrañar los misterios de esta familia crece exponencialmente, ya que parecen sumidos en un alejamiento tanto de mi propia realidad como entre ellos mismos.

No obstante, he de confesar que me veo limitado en mi capacidad de adquirir más información sobre ellos.

Es importante recalcar que esta percepción que tengo podría ser meramente el fruto de una de mis recurrentes alucinaciones, tal como ha acontecido en ocasiones previas.

A pesar de ello, considero plausible que en un futuro próximo se desplieguen nuevas vivencias y experiencias que aguardan ser desveladas.

Sin embargo, justo cuando me encontraba sumido en esta recapitulación, una perturbadora interrupción se hizo presente en la forma de pasos sigilosos que se acercaban.

¿Cómo podría ser posible?

No existe nadie más que ocupe este espacio, aparte de mí mismo.

¿Será acaso otra alucinación que juega con mi percepción?

Sin lugar a dudas, esta hipótesis se erige como la más verosímil.

Pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar adecuadamente, alguien tocó la puerta.

Una voz femenina, llena de temblor, preguntó desde el otro lado: "¿Hola?"

Extrañamente, esa voz parecía evocar a la joven de mis sueños anteriores, aunque percibí un matiz diferente en su tono, que me resultó desasosegante.

Incapaz de articular una respuesta ante la sorpresa que me embargaba, opté por el silencio.

La persona al otro lado de la puerta intentó echar un vistazo al interior, abriéndola ligeramente, y al no percibir nada fuera de lo ordinario, se aventuró tímidamente a ingresar.

Permanecí inmóvil en la esquina de la habitación, observando con detenimiento y esperando el siguiente vaivén.

La situación se tornaba cada vez más enigmática e inquietante, aunque me compelía a mantener la serenidad y proceder con cautela.

¿Quién podría ser aquella persona y cuáles podrían ser sus intenciones?

Y, sobre todo, ¿Cómo había logrado llegar hasta aquí?

Un presentimiento latente me indicaba que las respuestas pronto se desvelarían.

Y entonces, con paso firme y decidido, la enigmática figura cruzó el umbral de la puerta, adentrándose por completo en la estancia...

En la puerta, adentrándose cabalmente...

¿O más bien adentróse en un melodrama?

Ella, rosa alba en flor, delicada y altiva,

Oh, sí, una rosa delicada, ¡qué original!

Sus hebras níveas ondeando al viento con garbo,

Orlan sus ojos negros, astros fulgurantes,

¡Astros fulgurantes! Estoy a punto de desmayarme de emoción.

Nariz y labios trazados por pincel divino.

Pincel divino... seguro que venden esa pintura en el bazar.

Su kimono, danza de blanco y negro,

¡Alguien llame a los bailarines de ballet!

En remolino de contrastes y matices,

Un torbellino de colores para nuestros ojos extasiados.

Perfilan su estampa en sombras y perfiles,

Me encanta cuando las sombras hacen retratos, ¡qué ingenioso!

Sus sandalias de madera, sutil su sonido.

Cuidado con esas sandalias, despertarás a todos.

Aunque su atuendo sea harapos,

¡Oh, sí, esos lujosos harapos de alta moda!

Resplandecen su gracia y elegancia,

Como sol en el horizonte de arreboles,

¿Alguien sabe si los arreboles están de moda este año?

Su semblante risueño, inquieto y gozoso,

Me pregunto qué chiste tan gracioso le acaban de contar.

Irradia una inagotable fuerza interior.

¡Fuerza interior! Seguro que es amiga de los Jedi.

Su presencia es un poema en movimiento,

Oh, sí, este poema se está moviendo tanto que me voy a marear.

Una obra de arte corpórea y profunda,

Que encanta con su dulzura y hermosura,

Encantar, dulzura, hermosura... parece que alguien abusó del diccionario de sinónimos.

Inspirando a encontrar nuestra propia luz.

¡Claro, como no!