—No me quedan arrepentimientos, haz lo que tengas que hacer—. Nalrond cerró los ojos, finalmente en paz consigo mismo. Por primera vez en meses, las imágenes de su aldea ardiendo no aparecían frente a sus ojos.
Nalrond nunca olvidaría los gritos agonizantes de sus amigos y familiares, pero esos sonidos habían dejado de atormentar sus oídos. Todo lo que podía escuchar ahora era silencio. Siempre había imaginado que la venganza lo haría feliz, pero se sentía vacío en cambio.
Su vida ya no tenía sentido, sin venganza era solo un hombre solitario.
—Es gracioso, ¿sabes?—. Nalrond se rió de la ironía de su situación. —Una vez que me mates, las únicas personas que recordarán mi nombre serán dos objetos malditos. La vida sí que tiene un retorcido sentido del humor—.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no somos un objeto maldito?— La criatura estaba tranquila, pero el toque de fastidio en su voz era suficiente para hacer temblar el suelo.