Era un día en el que podría no haber ido a trabajar. Después de todo, el local estaba medio vacío y el único grupo que había acudido era una despedida de soltero que, desde luego, no esperaba verle bailar y hacer su striptease, porque tenían más que suficiente con sus dos compañeras. Sara y Penélope eran bailarinas increíbles.
Eso significaba que sería otra noche sin propinas. Nacho no sabía cuánto tiempo más podría sobrevivir con el escaso sueldo y los pocos extras que conseguía rascar por mover el culo delante de desconocidos.
Desde luego, no era lo que había imaginado cuando soñaba con ser bailarín siendo un crío. Pero hacerse adulto muchas veces significaba ver cómo los sueños multicolor se vuelven grises y no se convierten nunca en realidad.
Jack, el dueño del local, era un buen tipo. No contaba con mucho dinero, les pagaba bien dentro de lo posible, lo suficiente para pagar las facturas y el alquiler, y todos los que trabajaban allí sabían que no le quedaba mucho para poder dar esa mano de pintura que tanto le hacía al local, y cambiar los dos focos fundidos del escenario, pero tenía que ahorrar para ello, eran tiempos difíciles para todo el mundo. Pero eran tiempos difíciles... llevaba años siendo complicados para el mundo entero.
Había pensado muchas veces en buscar otro trabajo. Era buen bailarín, incluso podría comenzar en cualquier lado como camarero; pero, por lo visto, vivir en Texas, ser hijo de inmigrantes por mucho que hubiera nacido en Estados Unidos, que su inglés fuera perfecto y tuviera un postgrado en Filosofía, le hacía ser menos válido para poner copas o trabajar en una oficina.
Por lo visto, lo mejor a lo que podía aspirar era a desnudarse. Podía dedicarse a limpiar suelos. Personalmente prefería lo primero. Muchos decían que era poco decoroso, pero a él le hacía feliz bailar, de la forma que fuera.
No tuvo que salir a hacer el siguiente pase; los tipos de la mesa de la despedida de soltero buscaban tetas y culos diferentes a los suyos, lo que se convirtió en el sueldo mínimo semanal y apenas veinte dólares de propina.
Contó tres veces el dinero que tenía en la cartera, con la esperanza de haberse equivocado, pero allí no había más de doscientos cincuenta dólares, mucho menos de lo que necesitaba para sus gastos.
Al terminar el día, ya de madrugada, se subió al coche y miró la caja metálica con la cruz encima donde guardaba los pocos medicamentos que podía permitirse: un par de pastillas para el dolor de cabeza, un sobre de paracetamol para el resfriado y las dos últimas dosis de insulina con las que contaba, aunque una se la administró en ese mismo momento. Se sentía tan débil que no habría podido llegar a casa sin desvanecerse o algo peor.
Se encontraba mal desde hacía días. Racionar algo tan básico como la insulina para sobrevivir en su caso no era lo mejor para su salud, pero no tenía dinero para comprar la cantidad necesaria y su maldito seguro médico no cubría lo suficiente.
Su madre le había dicho que se buscara otro trabajo, algo que mejorara su situación, pero le angustiaba la idea de imaginarse metido en una oficina o convertirse en dependiente en una tienda. Ser bailarín era su vida, su sueño, su destino, y no estaba dispuesto a darse por vencido tan pronto.
Necesitaba comprar más, o dentro de dos días se encontraría sin dosis. No le gustaba la idea de terminar en el hospital porque odiaba las preguntas sobre su seguro médico o su estilo de vida. No quería dar explicaciones a nadie.
Tampoco tenía una farmacia de confianza, porque por lo visto era él el que no transmitía seguridad a los farmacéuticos, así que entró en la primera que encontró en el barrio.
Le entregó a la farmacéutica la receta que siempre llevaba encima y se apoyó en el mostrador. Había sido una noche larga y estaba agotado.
La mujer miró la receta, luego a Nacho, y volvió a mirar la receta, como si fuera a cambiar de algún modo lo que el ordenador decía al pasar el código de barras y de nuevo miró a Nacho.
–¿Va todo bien? –preguntó, nervioso.
–Disculpa, pero hasta el mes que viene no tienes más cajas de insulina en tu seguro médico
Nacho sonrió con amargura.
–Lo que pasa es que necesito una caja más para terminar el mes.
–Lo siento, si quieres una caja más, tendrás que comprarla por su precio total –dijo la farmacéutica con el mismo gesto tranquilo de antes.
–¿Me está diciendo que en mi seguro médico no entra el medicamento que necesito para sobrevivir?
La mujer que tenía delante mostró entonces un cierto gesto de lástima, porque eso era lo que parecía que sentía por él; lástima y poco más. No dijo nada y con eso respondió a su pregunta, porque no había más que una respuesta posible.
Nacho asintió de mala gana y sacó la cartera de la mochila que llevaba al hombro.
–De acuerdo. ¿Cuánto cuesta una caja a precio normal?
La farmaceútica tecleó en el ordenador. «259,25 dólares.»
No le hacía falta mirarlo porque ya sabía que no tenía ese dinero, pero lo comprobó. Necesitaba dejar aparte cien dólares para los recibos, de la luz y el agua y la compra, con lo cual no podía gastar más de cien dólares en la insulina.
–Es igual... sobreviviré. Espero hasta el mes que viene. No importa.
Se dio la vuelta y se marchó sin más. No era culpa de esa mujer no venderle la insulina; sabía que el problema era del sistema, el mismo que no le permitía conseguir el trabajo que deseaba, ni tener el sueldo necesario para permitirse lo que necesitaba para tener una vida normal.
Quedaban todavía ocho días para el final del mes y apenas tenía una dosis; iba a tener que estirar lo poco que le quedaba, sentirse como si se fuera a morir, rezar para que no pasara nada más grave y esperar hasta no poder más para tomársela.
*
Shawn salió a correr como todas las mañanas. Le ayudaba a quitarse de la cabeza las pesadillas con las que pasaba toda la noche. Había cometido demasiados errores en la vida y ahora parecía que todos se le acumulaban en la cabeza.
Correr cuando todavía hacía frío, cuando el sol todavía estaba saliendo, le vaciaba la mente y le hacía sentir bien.
Solía correr hasta diez kilómetros sin problemas, pero siguió haciéndolo un poco más. Solo se detuvo cuando estaba ya sin aliento. Apoyó las manos en las rodillas y tomó aire con fuerza hasta que escuchó el ruido de un coche que se acercaba a él.
Había creído que no volvería a verlo, pero ahí estaba, pegado a él, y lo único que se le ocurrió fue echar a correr. Se metió por una calle peatonal, llena de contenedores de basura, y corrió todo lo rápido que pudo. Con un poco de suerte, si era lo bastante rápido, lo perdería de vista. Pero al dar la vuelta a la siguiente esquina, el mismo coche negro apareció y estuvo a punto de atropellarlo, pero se detuvo justo antes de hacerlo. Dio un salto y apoyó la mano sobre el capó del coche.
Antes de que pudiera hacer nada más, la puerta del conductor se abrió y un rostro que conocía demasiado bien apareció sonriente.
–¿Creías que no te iba a encontrar, Shawn?
–Allen. Te dije que te iba a pagar todo lo que te debo.
El otro hombre se acercó a él mientras dejaba ver que llevaba un arma en la cintura.
–Eso dijiste hace cinco meses, y todavía estoy esperando. Me canso, Shawn. Te aseguro que tengo mucha menos paciencia de la que crees y, si tengo que dejártelo más claro, puedo hacerlo.
–Te prometo que te pagaré en unos días.
–Tienes una semana. Si no me das el dinero, lo conseguiré a mi manera. –le dio una palmada en el hombro, le sonrió, y le asestó un par de cachetes en la mejilla. - Una semana. Ni un día más.
Shawn se quedó ahí, mirando cómo se marchaba el coche, y cuando ya estaba lo bastante lejos, se dejó llevar por el miedo, las piernas comenzaron a temblarle y los pulmones se negaron a coger más aire.
Quería llorar; ¿por qué el destino no le dejaba empezar de cero? Quería ser feliz, o por lo menos ser él mismo. Se dio la vuelta y dio una patada al contenedor que había a su lado.
¡Joder!
El sonido de un mensaje que acababa de llegar a su móvil evitó que volviera a pagar su frustración con el contenedor después de haber recuperado la movilidad de su cuerpo. Agarró el teléfono y miró la pantalla.
Martín: Ya que nos vamos para Afganistán en tres días, los chicos han decidido que salgamos esta noche, solo nosotros; una última noche de libertad. ¿Te apuntas?
Shawn: ¿Y dónde quieren ir?
Martín: ¿Sabes el nuevo local de striptease del centro?
Shawn: ¿Quieren ir a ver un striptease? ¿Y qué pinto yo ahí? Saben que no me interesan las mujeres medio desnudas.
Martín: El local es para todo el mundo. Hay pases con tíos para tíos. Por eso quieren ir, para que no te sientas fuera de sitio.
Shawn: ¿De verdad lo hacen por mí?
Martín: Por ti y porque las chicas están muy buenas. Pero, bueno, sí, por ti también.
Shawn: Vale, vale, si se han preocupado por mí. Iré.
Martín: ¡Genial!
No tenía ganas de ir a un local de striptease, pero, como Martín había dicho, les quedaban tres días antes de irse a la otra punta del mundo y lo que era peor todavía, iban a la guerra. Ese era el único modo que tenía de cobrar el dinero suficiente para dejar atrás su pasado por mucho que la guerra le aterrorizara. La idea de disparar un arma contra otra persona le ponía de los nervios, y estaba seguro de que no todos sus compañeros volverían con vida.
Necesitaba un modo de no pensar en su futuro, ni si quiera en el más próximo, pero si realmente ese local tenía bailarines guapos, por lo menos pasaría una noche agradable.
*
–Esta noche hay público para todos. –Sara, una de sus compañeras del local, parecía asombrada por el grupo de hombres que estaban alrededor de una de las mesas.
Se asomaron entre las cortinas y ella señaló la que estaba junto a la barra. Allí había seis hombres jóvenes que hablaban muy alto, tanto que desde donde estaban ellos, entre las carcajadas, casi podían escuchar su conversación.
–¿Ves ese del medio? –dijo ella señalando al hombre de cabello castaño y ojos verdes que parecía incómodo entre el grupo y que no reía las bromas que hacían los demás. –Ha mirado a Rodrigo como solo alguien interesado en otro hombre sabe hacer. Estoy segura de que te va dar una buena propina en cuanto te vea, así que ya puedes mover bien las caderas y ponerte ese tanga dorado que te marca tanto.
Nacho lo miró. Sin duda era un tipo muy atractivo. Tenía todo lo que podía gustarle de un hombre, y, cuando sus ojos se encontraron durante un segundo, su cuerpo dio un respingo y retiró la mirada con una sonrisa.
–¿Lo ves? Se va a derretir cuando te vea.
Jack se acercó a los dos y les puso una mano en el hombro.
–Cinco minutos y sale el primer pase. Nacho, luego los chicos y tú hacéis lo vuestro.
Nacho sabía muy bien cómo hacer lo suyo. Sabía bailar, sabía cómo poner cachondo a un tío y cómo hacer que no se acercara a él más que para darle dinero. Le gustaba su trabajo, aunque bailar en una compañía de baile sería mucho mejor. Pero si había algo que no soportaba de verdad era el grupo de tíos que creía poder permitirse burlarse de él, reírse de su trabajo y de él mismo simplemente porque eran los más estúpidos del mundo.
Y ahí los tenía, en esa mesa, todos machos, todos con la testosterona bien alta después de haber visto a sus compañeras hacer su espectáculo, y todos con ganas de reírse y pasárselo bien, metiéndose con él y los otros bailarines con sus comentarios increíblemente machistas hacia sus dos compañeras como si Sara y Penélope no fueran capaces de escucharlos.
Sabía que gustaba cuando se ponía el traje de policía, era algo tradicional, pero funcionaba con todo el mundo. El juego de las esposas, el queda usted detenido, el sentar al público en la silla y contonearse delante de ellos. Ese baile solía durar poco antes de que el cliente se emocionara y le dejara propina, y necesitaba algo así porque no tenía el mejor día para hacer un show más largo. Además había soldados entre el público ese día.
Era fácil reconocerlos. Tenían esa forma de hablar, esos gestos de quienes se creían importantes. Como si todo el mundo debiera mirarles y alegrarse de que estuvieran allí. Nacho no era fan de los soldados entre el público. Siempre querían demostrar que no les gustaban los pases hechos por Rodrigo, Seth y él, no fuera alguien a pensar que eran menos hombres por ello. Odiaba sus bromas y sus gestos. Le hacían sentir mal, por mucho que sus amigos le dijeran que no se lo tomara tan a pecho.
– Son desconocidos a los que no volveremos a ver. –decía Rodrigo siempre. – Vienen aquí como si fueran a un safari, piensan que van a ver algo con lo que divertirse, a su modo, no se dan cuenta de que hacen daño. Pero luego se van y nosotros seguimos con nuestras vidas.
Justo antes de salir Rodrigo, Seth y él habían decidido aparcar el pase de las maniobras militares para evitar las bromas o que algún soldado bebido quisiera enseñarles cómo se hacían y se metieran en un lío.
El número del ejecutivo le daba dolor de cabeza porque tenía que montarse demasiadas películas para hacer algo con el maletín y los juguetes que llevaba dentro. En definitiva, el policía era más seguro para un mal día.
La música comenzó a sonar. Había comenzado a usar una mezcla que él mismo había hecho para comenzar a ensayar ritmos nuevos que luego quería probar en sus propios vídeos bailando. Nadie apreciaba los cambios de música, de velocidad, la emoción o dramatismo que le transmitían, pero ese no era el público que esperaba tener en sus vídeos y sus futuros espectáculos.
Pero la música funcionaba. Algo más cañero para los soldados y luego algo más suave para las chicas. Aunque el grupo de soldados parecía solo interesado en bromear sobre sus compañeros y él, y solo les llamaban la atención Sara y Penélope.
Eso le hizo sentir bien.El día antes de marcharse a una guerra, los militares eran un público peligroso después de la segunda copa. Querían hacer todo lo que no iban a poder hacer los siguientes meses. Bebían, reían escandalosamente e intentaban meter mano a las chicas. Ciertas intenciones que no mostrarían en un día normal, y otros, simplemente, se burlaban de ellos para demostrar su incensaria hombría.
Mientras bailaba y se quitaba la ropa, se dio cuenta de que todos hacían gestos obscenos y que algunos daban golpecitos en el hombro del tipo de ojos verdes, que se mostraba todavía más incómodo pero no dejaba de mirarlo.
Las risas aumentaron cuando aparecieron Rodrigo y Seth.
Sus amigos se habían conocido en el bar, allí se habían gustado y, al final, se habían enamorado, así que no tenían ningún problema en hacer un número propio más subido de tono, metiéndose mano y calentando el ambiente para conseguir más propinas. Decían que no les importaba que la gente viera su buena química si con eso ganaban más dinero.
–Pero suena como...
–No somos prostitutos, Nacho –le habían dicho la primera vez que habían tenido aquella conversación. –Nuestros límites acaban donde acaban nuestros cuerpos. Nadie nos toca, nadie nos pone una mano encima –le dijo Seth muy serio.
–Y te aseguro que no compartiría a Seth con nadie. –añadió Rodrigo, que siempre hablaba de esas cosas rodeando la cintura de su compañero. –No somos una pareja abierta, solo permitimos que los que vienen aquí hagan realidad algunas fantasías y luego las terminen en casa.
A Nacho le parecía maravilloso que fueran tan abiertos y que tuvieran tan claro hasta dónde podían llegar. Estaba seguro que muchas de las personas que iban a verlos pensaban lo mismo, pero también había gente que no lo entendía y que se creían que, por ser público, podían hacer o decir lo que quisieran.
–Daros un besito –dijo uno de los tipos y le dio un empujón hacia el escenario a su amigo de los ojos verdes cuando su compañero no estaba preparado.
De pronto, el guapo desconocido cayó con las manos apoyadas sobre el escenario, justo delante de él. Al verle levantar la mirada, cuando sus ojos se cruzaron, algo se removió dentro de Nacho. No supo por qué, tal vez porque era el único de su grupo que no les había insultado ni se había burlado de ellos, así que estiró el brazo y le acarició el cabello con una mano. Deslizó ese mismo pulgar por su mejilla hacia su mentón. Fue ahí cuando se dio cuenta de que el hombre había bajado la mirada para depositarla en sus abdominales o, quizás, un poco más abajo; se le encendieron las mejillas, se puso nervioso, no fue capaz de esconderlo, se pasó la mano por el cabello, se frotó las manos cuando Nacho intentó atrapárselas y se apartó de él.
Nacho siguió con el juego un momento más, se aproximó y esta vez sí que fue capaz de atraparle una mano y tirar de él. El otro hombre se dejó hacer, se volvió hacia sus compañeros y sonrió. Los demás hicieron sus estúpidos y depravados gestos, pero Nacho intentó no hacerles caso, se puso la mano de su espectador en el pecho y la bajó un poco hasta que el otro se la quitó y sus miradas se encontraron de nuevo, bajo la nerviosa respiración del otro.
Nacho sonrió al ver que se ruborizaba y, tras tener el deseo de alejarse, no pudo. Sentía cierta satisfacción de que ese desconocido mirara su cuerpo y la forma en que se estaba moviendo expresamente para él. Entonces levantó la vista y consiguió capturar sus pupilas.
Los dos sonrieron y él siguió con el espectáculo. Se tumbó sobre su vientre y onduló su cuerpo en un gesto demasiado explícito. El otro hombre se puso todavía más colorado, se mordió el labio, y los ojos verdes se le iluminaron mientras Nacho se arrastraba un poco más hacia él, se incorporaba como una cobra llamada por el encantador que tenía delante y dejaba que su boca rozara la del desconocido.
No fue más que un simple contacto porque sabía cuáles eran los límites de un striptease, pero sabía lo que podía hacer para ganar más propina y hacer que alguien volviera unos días más tarde. Vio cómo el hombre se inclinaba hacia él, expectante, a la espera del beso, mostrando un claro deseo de ir más allá. Pero esa era la diferencia entre un striper y alguien que vendía su cuerpo. Los besos solo los daba por amor.
–No... No. Lo siento –le susurró al ver que separaba los labios, chasqueó la lengua, le dio un empujón, y lo echó para atrás entre las risas de sus compañeros.
–Venga, Shawn, métele mano, que lo está deseando. – Dijeron unas voces desde la mesa de sus amigos.
–¡Dale más propina! ¡Eso siempre funciona para que no protesten!
Nacho bailó mientras intentaba no escuchar los comentarios y las risas. Se concentró en el extraño de ojos verdes, se agachó delante de él y le guiñó un ojo mientras terminaba de quitarse la camisa y se la lanzaba.
Estaba acostumbrado a ciertas cosas. A veces, si el tío que tenía delante se lo merecía y era lo bastante educado, aceptaba que le metieran mano, porque entonces llegaban los billetes. Encima del escenario, ellos eran los reyes del momento, igual que sus compañeras.
Encima del escenario ellos decidían a quién tocaban, cuándo y cuánto, y nadie podía decirles nada. Estaba jugando con aquel hombre aparentemente tímido de ojos verdes. Tenía toda su atención puesta en él, en el movimiento de sus caderas, en sus manos bajando por su vientre y... Sí, sabía perfectamente lo que hacía cuando se dio la vuelta para dejar delante de ese pobre hombre su perfecto culo.
Los otros tipos reían, pero su atento fan estaba entusiasmado hasta el momento en que la música terminó y él quedó tendido en el suelo.
–¡Eh! ¡Esta noche mojas! –exclamó uno de los amigos.
–Déjame, joder –protestó el desconocido.
–Shawn, tío, no seas así. –De pronto, otro de los tíos agarró a Nacho y tiró de él mientras se levantaba del suelo, le hizo bajar del escenario y le rodeó la cintura con una mano mientras con la otra intentaba tocarle. Todos reían, menos el tal Shawn.
Como pudo, Nacho se liberó y le dio un empujón al otro hombre, recogió la camisa del suelo y se encaminó a la parte de atrás del local.
–Vaya, ya lo has asustado.
–Es que no aguanta nada. Si fuera una tía, dejaría que la tocara más, como cualquier otra.
Nacho se detuvo. Odiaba a ese tipo de tíos. Se había encontrado demasiados así, con las manos y las lenguas muy largas. Se dio la vuelta, se puso la camisa, y en dos zancadas llegó hasta el grupo que se reía y seguía la broma.
–¡Eh, tú! –Todos se volvieron al escuchar su voz. –Tú, el que me ha metido mano. ¿Estás seguro de que no te interesan los tíos? Estabas muy convencido de dónde poner las manos.
–¿Estás diciendo que soy maricón?
–No lo sé. ¿Lo eres?
Los gritos llenaron el local, Rodrigo y Seth aparecieron detrás de Nacho y tiraron de él justo cuando el tipo estuvo a punto de lanzarle un puñetazo a la cara. Una pelea en ese momento era lo que menos necesitaba. Un solo baile ya le había dejado agotado porque no se había puesto nada de insulina en todo el día, estaba aguantando todo lo posible y ahora ya estaba usando sus últimas fuerzas.
Una pelea lo mandaría probablemente al hospital, pero no llegó a pasar porque tanto el tío para el que había bailado como una cara conocida se pusieron en medio.
–¿Martín? –preguntó Nacho. –¿Eres tú?
–Nacho, tío, no estaba seguro de si me reconocerías. Ha pasado mucho tiempo, ¿no?
–¿Lo conoces? –preguntó Shawn mientras alejaba a sus compañeros.
–Sí, bueno, hace mucho... Nacho cuidaba de mí de vez en cuando. Nuestros padres eran amigos y Nacho se quedaba conmigo algunos fines de semana.
–Pero cómo has crecido. –le dijo Nacho, todavía incrédulo de ver al niño del que había cuidado se había convertido en un hombre –¿Y qué haces aquí con ellos?
–Son parte de mi compañía, nos vamos a Afganistán en tres días.
–¿Afganistán? Espera, ¿te has alistado?
Nacho sintió que se le caía el mundo encima. Conocía a Martín casi desde que había nacido, le había limpiado las lágrimas cuando había tenido miedo algún sábado por la noche, le había ayudado a entender las matemáticas, le había escuchado hablando de las primeras chicas que le habían gustado, de su novia Emily y de lo mucho que la quería.
Sabía lo que significaba alistarse y era peligroso, había demasiadas posibilidades de no regresar a casa.
Entonces sintió que se mareaba, dio un paso atrás y notó que Rodrigo lo agarraba. Seth y Rodrigo lo conocían, sabían de sus problemas con el azúcar, los nervios y el cansancio.
–Necesitas comer algo. –le dijo Seth.
–Y no te preocupes por esos tíos, son unos imbéciles. –añadió Rodrigo, que tiró un poco más de él. –Le diré a Ryan que te prepare un sándwich. ¿Cuándo ha sido la última vez que has comido y descansado?
–Ahm... He desayunado.
–Y no te has inyectado nada hoy, ¿verdad? –Añadió Seth. –A veces parece que quieras dejarte morir.
Le rodeó la cintura, no sería la primera vez que se les desmayaba en el local, ya les había dado más de un susto y los dos veían las señales de alarma con tiempo. Le llevarían a la cocina, le obligarían a comer, descansar y le llevarían a casa.
–Oye, espera.
La voz hizo que Nacho se diera la vuelta. Estaba hecho polvo y no haber tomado la insulina no lo estaba ayudando. Respiró con fuerza y apretó los puños. Se quedó ahí un momento al ver que se trataba del tío de ojos verdes que ahora sabía que se llamaba Shawn.
–¿Qué quieres?
–Pedirte perdón por lo que te han dicho. Son unos imbéciles, lo sé.
–¿Y por qué estás con ellos?
–Porque voy a pasar meses en Afganistán con ellos y van ser las únicas personas que conozca allí. Excepto Martín, ninguno de ellos es mi amigo y me jode cuando se comportan así.
–Ya, bueno, pues que sepas que estar cerca de gente así... – Nacho se apoyó en una de las mesas, necesitaba tumbarse, descansar. – Pareces uno de ellos... aunque... – Rodrigo, que se había echado a un lado para darle espacio, se acercó de nuevo, dispuesto a agarrarle si caía al suelo, pero Nacho le hizo un gesto y se detuvo. – Gracias por no hacerles caso y no meterme mano... no me gusta ese tipo de... Mira, tengo...
–Oye, ¿estás bien? – le dijo Shawn al ver que temblaba y que le costaba decir una frase completa.
Pero antes de que Nacho pudiera decir nada, Seth lo arrastró hasta la parte trasera del local, le hizo sentar y le puso delante un Aquarius y el sándwich que le habían preparado ya en la cocina.