—¡Edgar! —Priscilla gritó tan fuerte como su garganta dolorida le permitía. Había estado pidiéndole a Edgar que la sacara de este agujero infernal, pero nadie la estaba escuchando.
Priscilla no sabía cuánto tiempo había estado encerrada en la celda desde que la empujaron, pero quería salir inmediatamente. Solo había luz proveniente de una antorcha colocada en la puerta cerrada para que pudiera ver dónde estaba.
Un hedor nauseabundo llenaba sus fosas nasales y no tenía que adivinar la fuente del olor. Sabía que su hijo había traído a sus enemigos aquí para acabar con ellos. El insoportable olor era su muerte que aún persistía en la habitación.
—¡Edgar! —Gritó una vez más, pero esta vez se atragantó. Edgar ni siquiera le había proporcionado agua para humedecer su boca seca. La sacó de su casa justo cuando estaba a punto de disfrutar del desayuno, así que tenía hambre y sed.