Ella se dio cuenta de mi cambio y se preocupó por mí. Me preguntaba qué me pasaba, por qué estaba tan distante,
por qué no le prestaba atención. Yo le decía que estaba bien, que solo quería mejorar mi arte, que no se preocupara.
Pero ella no se quedó tranquila. Intentó acercarse más a mí, darme más cariño, más apoyo, más comprensión. Intentó hacerme ver que el arte no lo era todo, que también había que disfrutar de la vida, de nuestro amor, de nuestra felicidad.
Yo la rechacé. Le dije que no entendía nada, que no me valoraba como artista, que no me respetaba como persona.
Le dije que solo me estorbaba, que me quitaba tiempo y energía, que me hacía perder el foco. Ella se entristeció. Sus
sentimientos se vieron heridos y su corazón se llenó de decepción. La sensación de soledad y abandono la invadieron
en ese momento.
Nuestra relación se deterioró cada vez más. Discutíamos por todo y por nada. Nos gritábamos y nos insultábamos.
Nos ignorábamos y nos evitábamos.
Hasta que un día llegó el punto de quiebre.
Ella vino a mí con lágrimas en los ojos y me dijo que ya no podía seguir así. Que estaba cansada de luchar por un
amor que ya no le correspondía. Que estaba dispuesta a dejarme ir si eso era lo que yo quería. Yo me quedé helado.
Me di cuenta de lo que estaba a punto de perder. De lo mucho que la amaba y de lo mal que la había tratado. De lo egoísta y obsesivo que había sido.
Le pedí perdón. Le dije que la amaba más que a nada en el mundo. Que había sido un idiota y un ingrato. Que quería recuperar nuestro amor y nuestra felicidad. Ella me miró con duda y con esperanza. Me dijo que aún me amaba,
pero que no sabía si podía confiar en mí. Que necesitaba una prueba de mi amor y de mi cambio.
Yo le pregunté qué podía hacer para demostrárselo. Ella me dijo que había algo que siempre había deseado, pero
que yo nunca le había concedido.
Ella quería que la pintara en un cuadro.
Así que acepté su petición. Le dije que la pintaría como la diosa que era. Que haría una obra maestra digna de un
museo. Que sería el mejor regalo que le podría dar. Ella sonrió y me abrazó. Me dijo que me amaba y que confiaba
en mí. Yo sentí una oleada de emoción y de alivio. Pensé que todo iba a mejorar. Que habíamos superado la crisis.
Que éramos felices de nuevo y yo podría recuperar la inspiración pintándola a ella.
Empecé a trabajar en el cuadro al día siguiente. Busqué el lienzo más grande y los mejores materiales. Preparé el
estudio con cuidado y dedicación. Le pedí a Sharon que posara para mí en el estudio que teníamos en casa. Le di un
vestido negro con detalles de encaje en los puños y un chal oscuro en el cuello, ella eligió un elegante sombrero con
forma redonda, un ala ancha y detalles con plumas y flores violetas. La senté en el salón con el fondo en blanco. Ella
se veía radiante y feliz. Yo estaba emocionado y nervioso.
Comencé a pintar con pasión y con la mayor precisión. Quería capturar cada detalle de su belleza. Cada rasgo de su
expresión. Cada matiz de su color. Quería hacerla inmortal en el lienzo. Quería demostrarle mi amor y mi talento,
que no era menos.
Pinté durante horas que se convirtieron en días, para luego terminar en semanas. Me olvidé de todo lo demás. Solo
me importaba el cuadro. Ella se mostraba paciente y comprensiva. Me alentaba y me admiraba. Me decía que estaba
haciendo un gran trabajo. Que estaba orgullosa de mí. Que me quería. Pero yo no lo aceptaría hasta ver el cuadro
finalizado, sentía que cada una de sus palabras eran vacías, en aquellos momentos vivía únicamente por el arte.
Yo le agradecía y le sonreía falsamente. Le decía que la amaba y que la necesitaba. Cuando en realidad solo pensaba
en ella como un cuadro de mi próxima obra.
En ese momento creo haberme perdido a mí mismo. No me agradaba ningún resultado, pero en algún momento
determinado que no recuerdo se me cruzó la idea por finalizarla. Ingenuamente que había hallado la perfección misma en mi obra.