Me gusta viajar. Sé que suena como un cliché horrible, pero yo lo digo en el sentido más básico de la palabra. Disfruto el estar suspendida entre el punto A y el punto B, cómoda en mi asiento, mientras nada de lo que ocurre en este mundo puede alcanzarme.
Será que las cosas que más me han dejado huella han ocurrido por culpa de un viaje —el conocer a los que fueron mis dos mejores amigos, el adiós a mis padres siendo una niña—. Pensándolo bien, debería sentir fobia, en todo caso. Sin embargo, no puedo resistir el sacar un boleto de avión o bus ante cualquier oportunidad. Es casi un instinto el ponerme en movimiento, salir corriendo de las situaciones.
Mi abuela dice que soy una «escapista profesional». Sé que no se refiere a eso que hacen los magos en sus shows, imagino que la palabra que quiere usar es «fugitiva» y a estas alturas ya no sirve de nada aclarárselo, a ella se le ha pegado la frase así. A mí también.
Verla llorar en el aeropuerto hace cinco años me partió el corazón. Yo no tenía nada que hacer en ese entonces, de verdad estaba huyendo de mis malas decisiones. Había arruinado mi carrera. Pero no es de extrañar que vuelva, después de todo, si ella es todo lo que tengo.
Bueno, ella y...
De pronto, pienso que me gustaría poder viajar en primera clase por una vez en mi vida. O en clase ejecutiva, por lo menos. Así no tendría tan cerca a la parejita que se toca en los asientos del lado bajo la manta, creyendo que no me doy cuenta de nada.
Es increíble, la gente no puede ni aguantarse un poco para tener sexo. Ya ha amanecido, en cualquier momento llegamos a destino, ¿cuál es el apuro? La verdad es que, en parte, los entiendo. Yo misma he hecho las peores estupideces en nombre de una calentura.
Uno de ellos está teniendo trabajo para ocultar que está por venirse, la incomodidad me hace girarme hacia el pasillo y desear que aterricemos pronto.
O caigamos en picada.
«Mierda» pienso, al ver la tapa de la revista que sostiene una señora en la butaca al otro lado, en mi misma fila.
Mi universo suspendido en el aire, mi vida detenida en el viaje, ya no sirven de nada.
En un instante, he vuelto a la realidad.
«Son ellos» me digo, como si no fuera obvio a esas alturas.
Allí están esos dos, dando entrevistas. Estoy segura de que para armar esa portada los de la editorial no necesitaron nada de Photoshop, apenas algún filtro. Tengo que contenerme para no pedirle a la mujer que me preste la publicación, pero ya puedo imaginar de qué hablan.
«Camino a la cima» dice la tapa donde aparecen ambos, vestidos de manera informal pero impecables. Ningún filtro podrá hacer justicia a los ojos azules de Tomás, ni a lo bien que le queda la piel bronceada a Germán. Pero admito que han captado muy bien sus sonrisas de chicos buenos.
Lo que se dice buenos, solo para las fotos.
En los hilos de twitter, la gente todavía pelea por cuál de los dos será mejor en la cama. Cuando veo algo así, mi dedo baila sobre el botón de responder, pero los restos fosilizados de mi conciencia me hacen seguir de largo. La verdad es que no quisiera opinar. De solo recordar, se me eriza la piel. Entre otras cosas.
Intento concentrarme en la imagen de los que fueron mis mejores amigos por años, para no oír a los que a mi lado reprimen algún que otro gemido. Azafata, necesitamos una azafata aquí.
En fin. Los dos siguen estando buenísimos. Los treinta le cayeron muy bien a Tomás. Y Germán se ha cortado un poco el pelo, por lo que veo.
Me alegra que estén utilizando a la prensa a su favor, por una vez. Al final, ser el centro de los rumores y la presa de los paparazzis tenía que darles alguna ganancia. Me alegra que hayan comenzado la escuela de comedia musical como socios.
De verdad, me hace feliz verlos bien. Que nada de lo que pasó hace cinco años arruinó la amistad. Hubiera sido mejor que las cosas no terminasen mal para mí, pero esa parte es mi responsabilidad.
Por eso es que estoy volviendo. Por eso, y porque mi beca de estudios en Madrid terminó. Ya soy una coreógrafa con más experiencia, con un currículum más completo. Quiero hacer algo en mi tierra.
El pasado no debería ser un problema. Al fin y al cabo, soy una doña nadie. Puedo empezar de nuevo, ¿verdad?
¿Verdad?
Es entonces cuando la mujer nota mi mirada insistente sobre su revista. En un principio, solo me dedica un gesto de molestia, estilo loca-deja-de-observarme-así. Pero puedo ver el cambio en su expresión al reconocerme. Está abriendo los ojos como pelotas, mientras su boca empieza a abrirse.
«Mierda, mierda, mierda» me digo, girándome con brusquedad hacia adelante.
Los tortolitos degenerados se sobresaltan, interrumpiendo el clímax. Y en parte me alegro por eso.
Las azafatas comienzan a aparecer por los pasillos, mientras el anuncio de que estamos por aterrizar me provoca una pesadez extrema. Ahora no quiero bajar.
—¿La has visto? ¡Es ella! —dice, sin ningún disimulo, la señora de la revista.
—Me suena, pero no sé de donde —responde alguien más a su lado. O eso supongo, porque no pienso mirar.
—Es la bailarina, tenía nombre insulso, Mayra, Maya...
—¡Mara Echeverri, sí! La que ganó en el reality de la tele, hace unos años.
Hago de cuenta que no oigo nada y me coloco el cinturón, de la forma indicada. No todo está perdido, no señor. Todavía me queda un poco de dignidad.
—Ésa —Me señala, la mujer, puedo verla de reojo—. Que en esa época estaba de novia con el hijo de ese actor conocido, Biasotti. ¡Con éste, el de la foto!
—Sí, pero cállate —dice su compañero, en un tono algo más sensato—. Que nos está escuchando, Leti.
—Sí, sí —acuerda la mujer, y mi alma empieza a regresar a mi cuerpo. Demasiado pronto—. Pero dicen que él la dejó porque la encontró en la cama con éste otro. El de aquí.
No. No es demasiado tarde para mí. Todavía el avión puede estrellarse y así no tengo que bajar. Todavía puedo raparme en el baño del aeropuerto, así nadie me reconoce. Aunque igual los tendré que enfrentar, a medio mundo echándome la culpa por mi fracaso y a la otra mitad diciendo cosas como ésta.
—Deja de ver tanta televisión, Leticia —ruega el hombre, con algo de sana vergüenza en su voz—. Por favor. Mira si van a andar haciendo negocios juntos si eso fuese cierto...
No quiero escuchar más. Así que, ya contra el respaldo de mi asiento, cierro los ojos y comienzo a tararear. La azafata regresa y me pide que esté atenta al aterrizaje, por mi seguridad y porque uno de los tórtolos tuvo la genial idea de ponerse a tomar fotos con su teléfono. Retos para todos. Genial.
Pronto comenzamos el descenso y el mundo por las ventanillas parece venir hacia mí, debido a las maniobras del piloto. Mi estómago se contrae y aprovecho para mirar el techo, recordando los últimos mensajes que el mismo Tomás me envió antes de abordar este bendito avión.
Él seguirá a Germán adonde vaya, aún si para eso terminan robando bancos juntos.
Y me seguirá a mí, aunque yo ponga un océano de por medio para no verlo a la cara.
«Recuérdame a qué hora llega tu vuelo y la aerolínea» me escribió.
Yo le había dicho que regresaba ese día, no había mencionado otra cosa. Pero como es Tomás, terminé dándole hasta el más mínimo detalle. Sé que eso debió tranquilizarlo. Es un fanático del control, necesita saberlo todo.
Por eso, estoy segura de que no podré seguir evitándolo. Estoy volviendo, con la frente marchita y toda la cosa. Puedo enfrentar a cada vieja chimentera que se me cruce, también podré con la intensidad en los ojos azules de mi mejor amigo, ex novio, lo que sea.
Siento que hemos tocado tierra, mi adrenalina comienza a dispararse, mi corazón se acelera. El avión toma velocidad, en su tramo por la pista de aterrizaje. De repente, he perdido todo el miedo. Miro con desdén a la señora que hablaba de mí.
Ella no sabe nada.
Nadie sabe.
Y si alguien supiera, no sería capaz de explicarlo. Ni nosotros podemos, a decir verdad.
Entonces el avión se va ralentizando, de a poco, hasta detenerse por completo. Respiro hondo y, al exhalar, dejo ir todas las dudas inútiles que había cargado conmigo.
Ya no soy la misma que se marchó. Puedo con esto.
Noto que la tal Leticia se ha callado y lo agradezco en mi mente.
—Qué distinta se ve sin maquillaje —comienza de nuevo la chismosa, apenas nos levantamos a buscar nuestro equipaje de mano—. Sabía que era rubia natural, sus ojos son bonitos, pero se ve ojerosa y está vestida muy así nomás...
«Bienvenida a casa» pienso, con un suspiro.
Una vez que ingreso al aeropuerto, con mis lentes oscuros y mi gorra, sé que tengo las precauciones suficientes. Nadie más va a acordarse de mí, tampoco fui más que una figura pasajera. Los importantes son mis amigos. Ahora me toca ponerme al día y alcanzarlos, allá en el «camino a la cima».
Paso por migraciones, busco mi maleta, atravieso los controles y ya estoy en la zona de tránsito general. La cantidad de personas circulando es impresionante. El alivio de ser una más, a pesar de mis miedos, es enorme. Tomo aire, buscando la fuerza para seguir caminando hasta afuera.
Y allí está, esperándome. No me ha visto aún, un par de chicas lo tienen distraído con el pedido de una selfie. Como yo, está con su propia gorra y lentes de sol, pero no le ha servido de mucho. Me tienta la idea de escabullirme, marcharme como si nada, pero él se gira. Ahora sí me está mirando.
Tomás ha venido a este mar de gente. Ha dejado lo que tuviera que hacer para conducir hasta aquí. Ha esperado, por mí.
Por puro instinto, me vuelvo apenas en la dirección por la que vine.
¿Será muy tarde para regresarme al avión?