El esperado ataque de la Condesa a las chicas de la pensión nunca llegó en solitario, ni mucho menos a la mansión Román, ya era sábado 17 de abril y a René le tocaba regresar a Houston al siguiente día, así que Pamela y René decidieron pasarse la última tarde que tenían juntos en el malecón de enfrente de su casa, recargados en la baranda mientras veían el mar.
- ¡Ya me tengo que ir Pamela y todavía falta que me des algo! –le dice René con acento de reclamo.
- ¿Y que puede ser, si ya te di todo mi amor, todo mi tiempo y todos mis besos? –le contesta la chica sonriente y melosa.
- ¡No te hagas! Si sabes muy bien a lo que me refiero.
Le dice René haciéndose el enojado, soltándole la mano.
- ¡Si yo no me hago nada! No te enojes mi amor, porque si hay algo que yo no te he dado, es porque ni siquiera me lo has pedido. –le dice volviéndolo a tomar de la mano.
- ¿Y si te lo pido me lo das? –le dice René, con voz nerviosa.
-Depende de lo que sea, de cómo me lo pidas, y de que no se dé cuenta doña Adelina, porque si se entera, capaz de que nos obliga a casarnos.
Le contesta Pamela ya adelantándose a los hechos, dando por hecho que el chico le iba a pedir la prueba de amor como regalo de despedida, ya predispuesta mental y hormonalmente a dársela.
-Mi jefa no tiene por qué enojarse por eso, ni que fuera tan anticuada. –dice René extrañado por las palabras de la chica.
-Se ve que no la conoces, vas a ver que, si se entera, va a poner el grito en el cielo y va a tomar el avión a Houston, para subirte de las orejas al avión de regreso para obligarte a casarte conmigo, pero sé que tú lo vas a hacer cuando regreses de terminar tus estudios porque me amas como yo a ti; ¿Verdad? –le dice la chica abrazándolo tiernamente.
-Sí, pero, no tiene por qué enojarse.
Le dice René y la chica lo miró extrañada, como dándose cuenta de que no estaban hablando de lo mismo.
-A ver, dime que es lo que quieres que te dé, que según tú no te he dado y que según yo no te he dado, porque tú ni siquiera me lo has pedido, pero antes de que lo pidas, quiero que sepas que toda yo ya soy tuya, y que a todo lo que me pidas, te voy a decir que sí, porque ya te lo debo. –le dice la chica con una sonrisa prometedora y ansiosa.
-Ven.
Le dice René tomándola de la mano, llevándola a unos metros de la playa, entre las olas y el malecón, donde había un grupo de piedras de regular tamaño, donde la sentó, y buscando entre las piedras, algo que había ocultado previamente, sacó un envoltorio donde había una cajita de regalo y un sobre de carta, el cual le entregó amorosamente, para decirle, solemnemente, mientras ponía una rodilla en la arena.
-Esto es para ti, independientemente de tu respuesta a lo que dice la carta, quiero que lo conserves por siempre, como una muestra de que yo siempre te voy a querer, aunque tu algún día me olvides.
La chica lo miró emocionada, mientras él seguía con una rodilla en la arena esperando algo, que por unos segundos ella no supo que era, hasta que captó que lo que él quería decirle, estaba en el sobre y en la cajita de regalo, y emocionada abrió primero el sobre que contenía una tierna tarjeta de regalo, con el dibujo en relieves acartonados de una ranita verde, que sostenía un letrero en la mano que decía.
- ¿Quieres ser mi novia?
Pamela sonrió emocionada al ver la tarjeta y pidiéndole que se levantara le dijo:
-Si René; ¡Claro que quiero ser tu novia! Ahora me doy cuenta que eso era lo único que te faltaba que te diera, porque tú no me lo habías pedido; ¡Claro que quiero ser tu novia! Y después tu esposa, y la madre de tus hijos, y la abuela de tus nietos, y todo lo que quieras que sea.
Para esto ya el muchacho abría la cajita de regalo, que contenía un par de cadenitas de oro y un corazón también de oro partido a la mitad, colocó una parte del corazón de oro que tenía grabado el nombre de René, en una de las cadenitas de oro, y se la puso en el cuello abrochándosela cuidadosamente, dándole a Pamela la otra parte del corazón de oro, y ella, haciendo lo mismo, metió el arillo de la mitad del corazón de oro que decía su nombre y le colocó la cadena en el cuello, sellando así un bello compromiso de la romántica manera que se acostumbraba hacer en esa época, entre los muchachos de familias de buenas costumbres.