La Noche bailaba, discreta y flexible ante todos. Un centenar de luces adornaban su bello cuerpo oscuro. La Luna, con elegante porte, se cubría su bello rostro con un velo de nubes, tímida como era.
El bosque se arrodillaba ante las señoras, dando una ofrenda de luciérnagas.
En si misma, estaba hermosa la vista.
La belleza no se encontraba en una zona, donde la Luna miraba sutilmente.
Una sequía atormentaba un páramo, lo golpeaba y burlaba, haciendo que este se encogiera de temor.
La Luna envolvía su rostro con su velo, tratando de ignorar.
Antes de mirar el bosque que la Noche miraba con plena alegría, la Luna vio al páramo protegiendo a un joven de morir hambriento junto con su amigo, el corcel.
La Luna no se iba a quedar quieta. Mandó a su querido hijo, Luz, al rescate del joven.
Este miraba la Luna, rezando que la guiara a su pueblo, y con su aliento, cansado y enfermo, dijo:
-Bella Luna que miras mi ser, protege a mi esposa que un niño tendrá y otorgarle el mensaje que su compañero no volverá-
Luz, brillante y amable, estaba a pocos metros del joven. Y respondió:
-Mi madre me ha mandado, si no puedo salvarte, con mi voz haré saber que la Luna te llevó consigo para adornar el cuerpo de la noche su hermana-
El joven, orgulloso y feliz estaba ante las palabras de Luz, y, cuando el páramo cayó derrotado por la sequía, el joven se desplomaba sonriendo, el caballo vacilaba y al final se acurrucaba en el suelo, muerto.
Luz no pudo salvarlos, y con pesadez en su corazón, soltaba lágrimas de cristal.
La Luna expandió su velo, revelando su rostro, triste y lagrimoso. Una lluvia torrencial se avecinaba con rapidez.
-Hijo mío, manda el mensaje a la esposa del joven, lo más rápido que puedas y protégela hasta que su hijo nazca- gritó la Luna entre sollozos.
Luz secaba sus lágrimas y con firmeza se alejaba del joven. Y con un bastón formado por el velo de su madre se guiaba en busca de la esposa.
No tardó en encontrarla. Así mismo, se acercaba con cautela y temeroso de la reacción de la esposa.
Ella, levantándose de su silla, lo miraba atentamente, esperando que le dijera algo bueno, como lo decían los viejos.
-Querida hija de la Tierra, en un páramo he llevado a tu esposo a ser parte de los adornos del cuerpo de la Noche, la Luna lo protegió como pudo y llora por no lograrlo, la protegeré hasta que el niño nazca-
La esposa, callada y atónita, vacilaba. Aún así, daba las gracias, llorando y gritando interiormente.
Y después de unas semanas. La fecha llegaba.
La esposa, cansada, reposaba en una cama, esperando que la hora pasara.
Y así fue. Al terminar la dolorosa experiencia, miraba a la niña que parió. Ojos tan azules como lo eran los de su padre, pero algo le parecía extraño, el cabello de la niña era tan blanco como Luz, el cual le susurró:
-Te he dado una de mis lágrimas, sin importar donde esté tu hija, ella estará bendecida por la Luna, nunca será lastimada-
Con esa frase, Luz daba un beso a la niña y desaparecía en millones de luces plateadas.
Una niña al crecer se le contaba este relato, haciendo que su cabello, no le pareciera raro y con tal de hacerla feliz, se le decía que su madre se comía las fresas más dulces que existían, haciendo que sus ojos se volvieran rojizos. Y para que sus compañeros de escuela no la burlaran, les gritaba:
-Soy bonita porque me mira y cuida la Luna, mi madre comía fresas y me dio estos ojos, callen ustedes por ser envidiosos-
Siempre que lo decía, la niña caminaba y saltaba, carcajeando.