Todo estaba fuera de control, no solo la Civilización Humana se había desmoronado, en aquella "última batalla" que estaban librando las fuerzas más poderosas del plano terrenal, ninguno, nadie, especialmente Talia, en cuyas predicciones la Sociedad había cimentado cada una de sus victorias, sabía qué hacer, dónde ir, a quién matar.
Era un completo caos.
Hace unos meses aquel escenario apocalíptico era la pujante y eterna ciudad de Roma, el suelo cubierto de sangre y trozos de carne, era el empedrado del Santísimo Vaticano.
En algún lugar de las catacumbas, bajo aquellos ostentosos monumentos de piedra y mármol, estaban los tesoros más preciados de la Iglesia Católica, custodiados durante innumerables generaciones de los asesinos más fieles del Gremio.
Todo era un caos ante los ojos llorosos de Talia, algo allí, dentro de la atrincherada Bóveda de la Capilla Sixtina, estaba anulando completamente sus poderes.
El séquito de asesinos que la custodiaban estaban cada vez más inquietos, a pesar de haberse entrenado durante décadas para aquel momento, presentían, sin la necesidad de la voz profética de la Oráculo, que este sería su último día, y que quizá el Nuevo Mundo del que ella y el Maestro les habían asegurado que nacería, nunca vería el sol en el Mundo Real e inmediato que estaban presenciando.
"¿Dónde estaba el Maestro, y Siegger?", era lo único que atormentaba la cabeza de la que había sido siempre una confiada Talia, miraba en todas direcciones, apenas aguantando las ganas de gritar agobiada por la locura de la situación.