Siempre fui demasiado curiosa.
Siempre sentí la necesidad de descubrir qué sucedía.
Siempre me sentí atraída por ese peligroso misterio.
Por eso pasó lo que pasó.
Lo que me atrajo a un mundo de pesadilla medía aproximadamente un
metro ochenta, caminaba como si fuera una sombra a punto de
fundirse con la oscuridad y tenía un nombre que poca gente le ponía a
sus hijos porque se confundía con el del niño maldito de la Profecía:
Damián.
Ojo, en verdad no debía confundirse con Damien.
Damián y yo éramos vecinos. Vivíamos a dos casas dentro de los
pequeños suburbios del pueblo de Asfil, Estados Unidos, y mi interés
por él fue instantáneo.
Simplemente lo vi y algo dentro de mí estalló en intriga.
Sabía de su existencia desde que solo éramos unos críos sin forma
física definida, desde que estábamos en esa edad en la que los niños y las niñas eran completamente iguales a excepción de entre las
piernas.
Yo tenía el cabello tan corto que parecía un varón y el cuerpo
como un alfiler; y él, bajo un montón de cabello negro, era tan pálido y
ojeroso que lucía como si padeciera una enfermedad terminal.
Eso fue lo que despertó mi curiosidad en un principio: su aspecto.
Damián no lucía sano, ni un poco. Se asemejaba a los niños enfermos, débiles y tristes, e inspiraba melancolía, desánimo y
cansancio.
Era completamente distinto a otros.
Y yo quería, no, necesitaba saber por qué era tan peculiar y por qué no compartíamos las mismas actividades.
Me refiero a que mientras que yo salía a hacer niñadas en el vecindario, él no se asomaba ni a la ventana.
Íbamos a la misma escuela y él no hablaba con nadie. Era silencioso, reservado y rígido, como un mini adulto al que obligaban a cursar la primaria.
No iba al parque ni a ningún lugar que yo frecuentara.
Rechazaba cualquier gesto proveniente de cualquier persona.
Y desaparecía con una agilidad impresionante.
Por tanto, mi curiosidad infantil me exigía darles respuesta a las
diferencias en Damián.
Confieso entonces que toqué a su puerta varias veces esperando
encontrar un compinche de travesuras y quizás algunas aclaraciones, y apelaba a la excusa de que no había otras niñas en el vecindario.
Pero en todas las ocasiones mis visitas no me dieron lo que esperaba:
«—Buenas tardes, señora mamá de Damián. ¿Se encuentra él para
jugar? Tengo una bicicleta nueva y mi mamá dice que puedo compartirla —había dicho una pequeña yo frente a la puerta de su casa.
Su madre era una mujer completamente normal si se le comparaba con él. Hasta me había sonreído con dulzura cada vez me presentaba.
—Oh, cariño, sería maravilloso, pero Damián está demasiado enfermo como para salir. Lo siento mucho.»
La excusa —o la maravillosa excusa— era que siempre estaba enfermo de anemia, una muy extraña que yo ya me preguntaba por qué nunca se curaba.
Mi madre me dijo una vez que eso podía explicar por qué era distinto físicamente, y por qué no salía mucho de casa, pero eso no respondía a las mil preguntas que se paseaban por mi cabeza.
Yo, en el fondo, sabía que no podía ser cierto.
Sabía que Damián no estaba enfermo.
Sentía que no era así.
Percibía su aire extraño, distinto, atrayente.
Pero con una lista de intentos fallidos, ninguna explicación y nada que asegurara lo contrario, lo que yo pensaba solo eran suposiciones. Y a nadie le importaba.
No obstante, eso no acabó con mi curiosidad. Cuando cumplí los trece años y mis inocentes intereses por jugar con él desaparecieron, dejé de creerme completamente el cuento de la anemia y me atreví a estudiar e investigar su entorno.
¿Qué había conseguido? Nada.
Él nunca salía de casa, nunca sucedía algo extraño alrededor de ella y nunca se observaba nada sospechoso. Aparentemente, todo era
normal. Salidas normales, regresos normales y sonidos normales. No había nada alarmante, nada que confirmara mis teorías.
Así el tiempo fue pasando.
Celebré cumpleaños, hice amigas, maduré físicamente, me relacioné con el mundo, ¿y Damián? Continuó enfermo de una supuesta anemia
—interprétese entre comillas porque no me tragaba el cuento en lo absoluto— que solamente le permitía ir a clases.
Fuimos a la misma y única escuela primaria de Asfil, y luego entramos al mismo y único instituto de Asfil, pero las circunstancias seguían siendo iguales. Él no hablaba con nadie, hacía las tareas solo, se sentaba al fondo, emanaba un rechazo total hacia cualquiera que le
acercara, comía en una mesa aparte, pasaba desapercibido para todos —menos para mí— y apenas tocaba la campana, desaparecía.
Para cuando me di cuenta de los años que se habían consumido, yo tenía diecisiete años y Damián uno por encima de mí.
Y había dado un cambio radical, es decir, la pubertad lo había golpeado de forma sorprendente.
Su cabello era espeso, lacio y oscuro, y siempre estaba despeinado, como si el cepillo fuese un objeto que él no conociera. Había rastros de ejercicio en su cuerpo, aunque su torso y sus músculos no estaban tan marcados como los miembros del equipo de futbol del instituto.
Las pecas que tenía en su pálido rostro, habían desaparecido. Su mirada ya no expresaba tanto cansancio, sino que se había tornado sombría, a veces indiferente y en otras cautelosa, como si estuviera a
punto de hacer algo muy malo.
En conclusión, Damián ya no era un niño.
Era un hombre.
Pero todavía era un misterio que no miraba a quien pasaba junto a él, como si no existiera nadie más en este mundo. Eso le funcionaba bastante bien para alejar a los demás, porque nadie era lo suficientemente insistente o interesado como para tratar de hablar con alguien que le miraba con toda la expresión de «no quiero tenerte
cerca».
De modo que, con decepción y ante ninguna posibilidad de entrar en su extraña burbuja, el peligroso misterio llamado Damián pasó a un tercer plano para mí.
Y fue un misterio que dejé de intentar resolver... hasta ese día.