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Chapter 6 - 6. Capricho y Orgullo

1

La adrenalina que había generado su cuerpo en aquel inesperado encuentro nublaba sus sentidos y su mente estaba abrumada por el resplandor que Gin había emitido al rebelarse en contra de sus órdenes, dejándola descolocada. Si aquel destello cegador había sido el inicio de la ruptura del hechizo de esclavo, ya no cabían más dudas al respecto en Breta. Porque nadie podía deshacer un conjuro de ese tipo.

Nadie, excepto sí misma.

Algo se quebró en su interior. Estos pensamientos produjeron un chasquido que la despejó, al igual que una ráfaga helada resucita al borracho.

Se había sentido atraída por esa energía de forma increíble incluso a través de la red. Algo intangible, invisible pero que no hizo imposible la conexión. Tan familiar y acogedora como la de sus seres más queridos. Tan parecida a sí misma que incluso la provocó temblores de emoción. Su cuerpo se electrizó, su temperatura corporal subió y su ser gritó «¡Te encontré!». Quedó atrapada en un conglomerado de emociones tan fogosas que fue como si ella misma estuviera estimulando sus terminaciones nerviosas más íntimas. Haciéndola experimentar una autocomplacencia deliciosa, acogedora y ardiente.

«Nadie, excepto sí misma».

Tumbada y desaliñada, en semipenumbras, escuchando el jaleo lejano de la Casa, aspirando el olor a sudor y a sexo mezclados en el ambiente. Todo eso desapareció y dio paso a recuerdos antiguos. Esos que se empeñaba en enterrar. Nostálgicos. Tristes. Salieron a flote ante la vulnerabilidad de su aura. Eran recuerdos de su madre.

Reconocía que en los últimos años había tratado de no recordarla, seguir adelante sin esos recuerdos que tanto dolor le provocaban. El momento que acudió a ella se ambientaba en su antigua casa familiar. En una tarde blanca de invierno, disfrutando de la calidez del fuego de la chimenea y de la dulce y suave voz de Creta.

2

«Mi madre un día me relató una historia que su abuela le contó a ella. Hablaba sobre el amor incondicional, aquel que no tiene explicación. Aquel que atraviesa el tiempo y el espacio, condenado a la separación y a su búsqueda eterna.

»En el origen del tiempo surgió un alma tan pura y bella que hasta Dios envidiaba. Era Amor en el significado más estricto de la palabra. Tal vez por ese motivo o por aburrimiento o diversión, la partió en dos mitades y las envió muy lejos la una de la otra. Tan lejos, que nosotros los mortales no podemos ni imaginar. Tras de ella, surgieron otras, y otras y otras… y Él siempre hacía lo mismo: las dividía de forma cruel y las separaba, esparciéndolas por todo lo ancho y vasto de la existencia. Así miles y millones de veces, hasta que un día se cansó y desapareció, dejando fragmentos de estas energías dispersas por todo el cosmos.

»Mi bisabuela creía que esas almas formaban parte del Universo y fueron «naciendo» una tras otra como regalo de su amor por la creación de la vida. Todas ellas, aun estando divididas y mancilladas por ese caprichoso "ente" al que algunos llaman "Dios", se repartieron por todas partes impregnando cada átomo con su energía; las plantas, los animales, el agua, la tierra, el viento, todo forma parte de esa energía que el Universo creó y parió. Las fragmentadas almas continuaron avanzando y creciendo con una necesidad imperiosa de sentirse completas. Anhelando a su otra parte.»

El crepitar del fuego arropaba de forma cálida a madre e hija, que abrazadas se balanceaban. Las palabras de Creta mecían a la pequeña como si le cantara una nana. Breta escuchaba con admiración y perplejidad, sin comprender muy bien todas ellas. Afuera, la nieve caía ligera y se acumulaba en el quicio de las ventanas, empañando las esquinas y creando un contraste mágico con las ascuas de la chimenea frente a ellas.

—Con el paso de los incontables siglos, dicen que incluso esas partes se dividieron en más trozos y que nuestras almas son solo fracciones. Un alma hecha pedazos y cada uno de ellos con la necesidad de completarse. Se requiere de muchas vidas para ello, ya que, ¿cómo encontrarlas? ¿Dónde se encuentra exactamente mi Otra Parte? Quizá en el Presente, quizá en el Pasado, quizá al Otro Lado o Más Allá. Las posibilidades son abrumadoras pero no imposibles.

—¿Y papá era un fragmento de tu alma?

Creta sonrió con dulzura antes de ofrecerle una respuesta.

—Era una de ellas, sí. —La besó en la frente con pausa—. Tengo la suerte de haber encontrado en una misma vida a más de una parte.

—¿Y dónde está?

Creta hizo una larga pausa antes de contestar a la pequeña.

—Está escondida, cariño.

—¿No la echas de menos? ¿No estará triste por no estar cerca de ti, mamá?

—Claro que la echo de menos. Pero sé que está bien. Ella también sabe que yo estoy bien y soy feliz aquí contigo. Aunque no estemos juntos, somos felices de saber que ambos estamos bien. En eso consiste el amor incondicional, hija. En sentirse afortunado por el bienestar de nuestra Otra Parte.

—Pero, ¿por qué está escondida, mamá? ¿Por qué no puede estar aquí con nosotras? ¿Está con papá?

—Papá ya no está, amor mío. Él está en otro lugar al que nosotras todavía no podemos ir y en el que él es feliz también.

Su voz pareció quebrarse un poco. Creta abrazó con más firmeza a la pequeña contra su pecho aguantando la respiración y dejando caer unas lágrimas. La niña apretó también su pequeño cuerpo contra el de su madre, entendiendo la tristeza que producían aquellas últimas palabras y las que iba a pronunciar a continuación. Apenas fueron un susurro...

—...para protegerla de ellos, cariño...

3

—Breta…

La voz de Gin llegó a ella cruzando los recuerdos de su niñez y devolviéndola a la realidad del cuarto donde escasos minutos antes los tres jóvenes se habían dejado consumir por el deseo ardiente, la pasión descontrolada, por la desvergonzada lujuria…

Por la llamada… de las almas.

4

Las notas de un piano se colaban en la habitación con suavidad. Como una brisa veraniega, desvaneciendo el denso silencio que había dejado Rei tras marcharse. Sonaban cercanas. Habían permanecido así, pausados durante unos minutos, antes de que la música pusiese en movimiento ese lapso de tiempo. Entonces Gin emitió un pequeño gemido; contenía la rabia e ira que se desbordaba en su interior, como si aquella triste melodía desatara su amargura contenida.

Se encontraba de rodillas en el suelo, sintiendo el dolor del golpe sobrehumano que ese tío le propinó, encorvado, con los brazos rígidos y las manos agarrotadas contra el suelo; la cabeza hundida en su pecho, lágrimas de impotencia corriendo por sus mejillas…

«Vaya… ¡qué pena! Casi lo consigues… liberarte, digo. Pero no, amigo. No». Otra vez aquellos pensamientos pesados. «¿Ves lo que ocurre cuando desobedeces? No te sientas tan afligido, disfrutabas hace unos minutos».

—Breta… —la voz de Gin era ronca.

La bruja se incorporaba como un muerto viviente, envuelta en la oscuridad del cuarto. El cabello enmarañado devolvía reflejos procedentes del pasillo; Rei se había marchado sin cerrar la puerta y por ella, además de aquellas melancólicas notas también penetraba un haz de luz que se proyectaba sobre las sábanas revueltas.

«Nadie, excepto sí misma».

«...la partió en dos mitades...».

«...para protegerla de ellos, cariño...».

«Gin…», se susurró a sí misma. No podía dejar de pensar en todo aquello; su esclavo, su alma gemela, su otra parte, ella misma. El hilo rojo del destino o el Cruce de Caminos, conceptos conocidos, estudiados y revisados en la Biblioteca de la Casa Rams. ¿Tendrían algo de cierto todas aquellas teorías y leyendas románticas?

La teoría del propio Aquelarre era una adaptación a conveniencia. Todas las almas son energía y toda energía es fuente de poder. Si esa energía compatible forma parte de uno mismo, en su fusión renace como un nuevo ser más talentoso para su don. Las brujas que llevaban a cabo esta creencia lo sabían muy bien. Todas ellas habían llegado a posiciones de rango en sus aquelarres.

El nombre de los Lumuria era conocido por haber consumado esta unión en varias generaciones consecutivas e irónicamente, también por haber roto la tradición. Desde entonces todo se había descontrolado. El aquelarre de la Casa Rams parecía tener dos objetivos: poder y placer. Esa combinación generó una adicción extrema y enfermiza. La energía de los Lemuria siempre había llamado la atención de quienes tienen el don de ver y manipular las energías del mundo, así que Breta temía por la vida de Gin; un manjar sin precedentes, parte de una bruja.

Podía sentir la conexión. Imposible equivocarse.

Pero allí a su lado, notando como el muchacho temblaba de rabia e impotencia, le parecía tan humano que las dudas regresaban. Entonces su calor llegaba a ella, el perfume de su piel, el sonido de la respiración; sentía paz.

Le protegería; de eso sí que estaba segura. Ese era el motivo de haber realizado el hechizo de esclavo, aunque el Consejo creyese que era por otro distinto.

Se deslizó fuera de la cama; sus piernas continuaban temblando y tras dar dos pasos, cayó al lado de su esclavo con las rodillas juntas.

—¿Quién es ese hombre? —Alzó la mirada—. Háblame, Ama.

Una ahogada exclamación se escapó de los labios entreabiertos de Breta, escondiendo una breve sonrisa en su rostro. Le aliviaba volver a escuchar aquel apelativo, aunque fuese en un tono autoritario. Gin trataba de zafarse del control del hechizo con su propia fuerza y ésto la hizo sentir orgullo por su otra parte. Quizá no necesitase tanta protección como se empeñaba en pensar. Se relajó con las caprichosas notas de un piano que acompañaba a dos mismas almas.

—Háblame. —Volvió a insistir Gin, gritando con la mirada, pidiendo una explicación para lo sucedido.

Su mente y su cuerpo continuaban en tensión sintiendo todavía las huellas del joven de cabellos plateados. En su vida normal algo así jamás hubiese sucedido. Jamás. Y no solo por el vicio del placer de la carne; la mano invisible que le apartó de Breta como un huracán arranca árboles de raíz, los ojos luminiscentes de ambos, los tallos que crecieron de la nada, como por arte de magia.

Magia.

Quería saber más. Necesitaba conocer, comprender el mundo al que ella le había traído, lleno de magos pirados y sádicas viciosas. No podía borrar las imágenes que habían sido tatuadas en el fondo de sus retinas, ni los toques en su piel. No podía olvidar las palabras de los corrillos que le señalaban como una excelente pieza para devorar. Ansiaba saber más sobre Breta, sobre todos ellos. Su avatar hechizado tenía razón; eran brujos hambrientos y él un manjar codiciado, pero quería oírlo de los labios de su Ama. Tenía que saber hasta qué punto era beneficioso para ambos permanecer más tiempo allí, para serla útil, protegerla…

«¿Ves? Tu verdadero anhelo es servir a tu Ama…». El Hechizado interrumpía sus pensamientos con voz clara. «No existe nada más. Déjate llevar por el hechizo y disfrutemos con lo que está por venir. A su lado, todo será placer… ».

Quizá esa voz estuviese en lo cierto y los sentimientos no eran reales; estaban manipulados por alguna energía mística que le rodeaba de ilusiones constantes, de sensaciones falsas. Pero cuando la miraba a los ojos, le invadía la duda. Sabía que su amor había surgido antes de llevar a cabo el hechizo. Estaba seguro. «Tal vez en otra vida, incluso», el repentino pensamiento quedó suspendido, flotando sobre su cabeza mientras Breta le ofrecía un beso carnoso y lento, envolviéndolo con su aliento. Gin aceptó el calor de sus labios con paciencia. Esperaba las palabras tras el sabor de su saliva, pero no llegaron. La bruja se tensó. Él también.

Al otro lado de la puerta entreabierta una silueta encapuchada les observaba perfilaba por las luces anaranjadas del pasillo. No articuló sonido alguno. El piano ya no se escuchaba. Fueron escasos segundos de tensión, aunque a Gin se le antojaron eternos. Como accionado por un resorte, el desconocido se giró para mirar a sus espaldas. Tanto Breta como Gin sintieron una pequeña descarga bajo sus pies, como si el enmoquetado en el que descansaban les hubiera trasmitido su carga acumulada.

—Noel… —escuchó musitar a Breta.

«¡Lo conoce! Breta, ¿quién eres? ¿Qué relación tienes con esta gente? Breta...».

A su lado, ella se había puesto en pie. En guardia, con los ojos muy abiertos. Sin parpadeos. Emitiendo un halo de luz fría y amenazadora. La silueta encapuchada les dedicó un último vistazo antes de de esfumarse, dejando el ligero rastro de una sombra efímera.

—Levántate, Gin. —Ordenó—. Tenemos visita.

5

La amaba. Deseaba que no hubiera necesidad de hechizos porque la amaba, pero ella no le correspondía. Y nunca lo haría. Así eran las cosas y así habían sido siempre. Sus almas nunca se llamarían de forma natural porque no eran la misma esencia. Eran distintas. Contrarias. Aún así, la amaba. La deseaba. La necesitaba. Mucho más tras aspirar su olor, palpar su calor, degustar su sabor. Una atracción sobrenatural. Era el hechizo; ése del que tanto le costó apoderarse. El de la atracción, el del deseo, el de la pasión de un amor que nunca sería correspondido.

No.

Se negaba a creer eso.

Se sentía poderoso; cualquier alma podría ser suya. Cualquiera. La de Breta no podía ser una excepción. Claro que no. Pero la aparición de aquel chico de ciudad, aquella energía tan radiante, tan deslumbrante que hasta él mismo se sentía atraído. Lo había visto brillar ante sus ojos, y eso le había excitado más de lo imaginado. Como si fuera el aura de la misma Breta. Porque aquella energía formaba parte de su reina; el Alma Gemela de Breta. Y eso no podía ser. Era imposible.

Ni siquiera lo vio venir. Ni siquiera lo sintió. Esa energía. Sin embargo, Breta la halló entre los millones de almas de ese mundo. ¿Cómo pudo ser que llegara hasta allí? ¡Imposible! No podía ser. Su alma gemela no podía existir en esta dimensión. Sus antepasados se habían encargado de eliminar todas las partes de Lemuria antes de llegar allí, convirtiendo el hechizo en algo infalible. Todo para que los Lemuria no pudieran resistirse a la atracción. A la maldición; porque para Rei era una maldición. Así lo comenzaba a sentir con el paso de los días. Una obsesión que abarcaba su pensamiento, una pesadumbre provocada por la distancia de sus cuerpos, y unos exacerbados celos que no podía ignorar. ¡Cómo pudo ser tan necio!, ¡tan prepotente! ¡Cómo pudo creer que su familia había logrado tal hazaña! Nunca debió fiarse. Pero el deseo pudo con él. Simplemente confió. Y tomó todo de ellos. Para ser el único, para que su sangre fuera la única a la que Breta Lemuria pudiera ser atraída. Les tendió una ardiente trampa y ellos cayeron en ella, librándose de todos los Black Paradox para ser el único. Aún siendo tan joven, pudo asumir el control; absorber todas las energías y potenciar el hechizo que corría por sus venas. Concentrar todo su poder en su propia sangre. Solo para atraer a aquella alma ardiente que tanto deseaba, que tanto anhelaba. Que tanto echaba de menos, sin siquiera tener claro el por qué.

Breta…

Creía que estaba lográndolo, que ella comenzaba a dejarse caer entre sus brazos, cuando aquel chico mestizo apareció. ¿Qué hacía en ese plano? ¿Cómo era posible? Quizás pasó desapercibido para los Paradox.

—Maldición…

En esos momentos, lo que sentía eran celos. Puros y punzantes celos.

6

Los bruscos pasos de Rei resonaban en graves ecos contra las paredes de los pasillos de la Casa Rams. Ben le seguía a poca distancia, sintiendo la vibración de las profundas pisadas que el mago producía en su marcha, malhumorado, molesto. Caminaba erguido, con la cabeza alta y la mirada fija en un punto infinito delante de ellos. El cabello se le había revuelto y brillaba con fulgor cada vez que pasaban al lado de las lámparas que decoran los pasillos de la casa. El aura de su Amo siempre había tenido ese tono resplandeciente, pero en esos momentos se estaba mezclando de manera extraña con otro color. Uno que le recordó al de la gente común al que él estaba acostumbrado. Y eso le preocupó. La brisa que producían sus rápidos movimientos dejaba en el recorrido una estela casi dibujaba de la fragancia de los cabellos del brujo, evocando en Ben recuerdos del pasado. Memorias no tan lejanas que le hacían visualizar los primeros momentos al lado de su Amo, al que había seguido sin hacer preguntas, incluso ahora.

7

El mundo para él era monocromo. Su abrazo había sido un témpano de hielo desde que tenía memoria. No conocía calor de ningún tipo, ni siquiera el del fuego parecía tener fuerza a su alrededor. Había pasado de mano en mano tantas veces que ya no se molestaba en mirar sus rostros. Siempre se acercaban grises, rondaban a su alrededor y desaparecían para ser reemplazados por otros similares. Él mismo era gris; su tez constantemente sucia, sus ropas carcomidas por el uso, grisáceas también; incluso su cabello negro parecía gris del polvo y la suciedad que le rodeaba. Gris era siempre su cama, y grises los tactos lujuriosos de algunos de los hombres a los que era prestado por cortos períodos de tiempo.

No tenía conocimiento de nada más. Ese color era el único que había percibido en su corta existencia. Nada ni nadie llamaba su atención ni un ápice.

Bueno, tal vez sí había algo: una línea blanca que aparecía ante sus ojos y que solo él podía ver. Desde muy pequeño. No recordaba desde cuándo sucedía. Tampoco buscó una explicación. Le encantaba ese color; mirarlo le relajaba y le hacía perder la noción del tiempo real en el que era manipulado, usado y tirado tantas veces. Vio la cara de la muerte en muchas ocasiones, aun a su corta edad. Deseando que abriera su boca y se alimentase de su ser para complacerla con un sabor que de seguro la agradaría. Pero ella siempre le sonreía burlona y al regresar del puente, volvía a encontrarse perdido, herido y solo bajo un cielo plateado que no paraba de llorar mojando su cuerpo y arropándole con un manto frío y gris.

Deambulaba cansado, a la vera de un camino embarrado con la cabeza gacha, cargando con su lastimoso cuerpo; cojeando un poco, siguiendo esa línea blanca que le iluminaba el camino. Cayó varias veces exhausto, como era habitual en el trayecto de su vida. La noche le alcanzó tumbado boca abajo sobre barro y lodo. No le quedaban fuerzas para moverse, solo para abrir los ojos y contemplar largo rato su preciada línea blanca, deseando poder sumergirse en su interior y desvanecerse. Concentró en ella todo su ser y ésta pareció crecer y expandirse… para darle un cálido abrazo. Vino acompañada por el sonido ahogado de unas pisadas profundas. Las lágrimas surgieron cuando una voz llegó a sus oídos llenándolo de un sentimiento nunca antes experimentado.

Rei se había acercado hasta el frágil muchacho y lo ayudaba a incorporarse.

Ya no había línea blanca, aquel hombre era la línea. Ben admiró el resplandor de su plateado cabello, rodeado todo él por un aura distinta al que estaba acostumbrado a percibir en todos aquellos que se acercaban a él. No era gris en absoluto. Tampoco era blanco. Era como un arco iris traslúcido. El contacto con su cuerpo al ser recogido del suelo le trasmitió el calor; su voz encendió sus pupilas y pudo ver cómo a su alrededor se redibujaban sobre los tonos monocromos los colores de una noche azul oscuro.

—Muchacho, ¿quieres vivir en mí?

El verde intenso de los ojos de su Amo le insufló a su cuerpo una energía desconocida y agradable. Los sonrosados labios de Rei pronunciando palabras dirigidas a su triste persona hicieron que su corazón palpitase con fuerza, sintiendo el torrente sanguíneo revolotear con cada célula de su ser, tiñendo su alma apagada con colores nuevos. Sonrió sin saber que lo estaba haciendo. Rei cogió entre sus brazos al pequeño Ben y se lo llevó consigo, combinando sus auras y provocando su mezcla el color de las flores de cerezo.

8

En los pocos meses que llevaba al lado de su Amo, había escuchado que el color del amor era el rojo. Sus auras mezcladas se aproximaban, aunque de lejos, a ese tono. Eso quería creer el muchacho, convencido de que el color se iría oscureciendo. Convencido de que el sentimiento que había descubierto esa lluviosa noche y que no sabía identificar, tenía que ser ése al que llamaban Amor. Un enamorado se preocupa sin remedio de su otra parte. Siente a su otra parte como a sí mismo. Y los sentimientos de Paradox eran confusos, haciendo crecer su inquietud junto con el hecho de volver a captar ese tono sucio tan desagradable. Ben no lo sabía, pero eran los celos que Rei sentía por el esclavo de Breta los que habían tornado en gris su aura cristalina.

Rei comenzó a caminar más lento, inmerso en sus pensamientos. Las tiras grisáceas que bailaban alrededor del brujo tratando de combinarse con su energía, iniciaron un ascenso desintegrándose a medida que se alejaban del brillo de Paradox. A medida que su alma iba calmándose.

Trataba de encontrar una explicación a la presencia de aquel tío. Cuando supo que Breta se había asignado por cuenta propia un esclavo, le extrañó. No por el hecho de ya tener a Malvic, a la fuerza –lo cual le provocaba una risa maléfica– sino porque su convicción de no absorber almas era fuerte e inamovible.

Un cosquilleo revoloteó las entrañas del pequeño al mismo tiempo que su Amo comenzaba a reírse. Fue entonces cuando Ben se atrevió a ponerse a la par en su paseo.

—Debí caer en la cuenta en ese momento, y no ahora. Si Breta trajo a ese chico no fue por capricho. Fue porque no pudo remediarlo. Es la fuerza de atracción del universo.

El pequeño conocía el secreto de su Amo. Sabía también que su más anhelado deseo era unirse a aquella bruja. El deseo de ser su otra parte, cuando no lo era. Un sentimiento compartido que el pequeño entendía muy bien. Quizá él tampoco fuese su alma gemela, pero seguía convencido de que el hilo rosa que les unía se tornaría carmesí. Y no le molestaría en absoluto hacerlo con el rojo de la sangre.

—Pero eso no es posible, ¿verdad, Amo? – Ben se atrevió a formular preguntas. Nunca antes lo había hecho—. Usted me contó que ninguna parte de esa bruja sobrevivió. ¿No es así?

Gin estaba allí. Era un hecho. Si su familia era una panda de estúpidos ciegos y habían pasado por alto aquel pedazo de Lemuria, quizá podría haber llegado desde el otro lado. No podía comprender cómo había sucedido, pero podría ser. La puerta podría haberse abierto, pero desde el otro lado. ¿Quién fue capaz de hacerlo? ¿Un Lemuria? Se suponía que todos habían huido hacia allí y que no había quedado nadie de ese linaje al otro lado. Se suponía.

—Quizá estuvo escondido, Amo. Muy bien escondido para que nadie se diese cuenta. —El pequeño parecía escuchar los pensamientos de Rei— Y la casualidad hizo que la bruja lo encontrara.

—Las casualidades no existen, Ben. Solo lo inevitable.

El chico podía tener razón. Quizá no se abrió ninguna brecha, quizá nadie lo envió allí. Quizá vino con ellos desde un principio, oculto bajo el manto de protección de la familia Lemuria.

El pequeño agachó la cabeza.

—Entonces… —vaciló un segundo antes de seguir. Se armaba de un valor que creía nunca haber tenido— era inevitable que se encontrasen, Amo.

El corazón de Rei dio un vuelco. Inevitable.

Ambos pararon en seco.

Ben sintió una punzada fría atravesando su pecho. Se agarró del brazo de su Amo, con temor, temblando un poco. Rei se puso tenso. Pudo notarlo. Cada músculo de su cuerpo se convirtió en piedra.

Se habían detenido frente a las escaleras. Aunque el barullo de la planta inferior continuaba, para ellos habían dejado de existir. Desde abajo, «algo» parecido a una nube densa de aspecto venenoso ascendía por ellas tomando formas de animales deformes y antropomórficos. Fauces abiertas y garras largas y afiladas. Acongojado el pequeño quiso salir corriendo, pero su Amo no hizo ni un solo movimiento. Se mantenía tenso, con los ojos muy abiertos y sin pestañear, comenzando a emitir su energía alrededor a modo de escudo. Luchando contra el instinto de huir, Ben se apretó más fuerte contra Rei y cerró los ojos mientras la nube les rodeaba y les atravesaba. Sintió un frío aterrador calando hasta el hueso más diminuto de su cuerpo, convirtiéndolos en cristal y helando su aliento. La nube continuó avanzando dejándolos envueltos por un pestilente olor.

La sensación fantasmal fue disipándose y los sonidos de la planta baja volvieron a ser captados por sus oídos.

Rei dio un paso hacia adelante. Aspiró con fuerza y exhaló de forma calmada hasta agotar el aire de sus pulmones. Esa aterradora sensación había sido instinto asesino.

—No te alejes de mí, Ben. —El pequeño continuaba paralizado—. Vamos a ser atacados. Prepárate.