El ardiente sol del mediodía se alzaba sobre Miami. Fernando Whitmore volvió a llenar su vaso de güisqui por tercera vez. En su boca se consumía lentamente un habano, mientras le daba cortas y rápidas caladas de vez en cuando. Caminó hasta el balcón de su estudio y se apoyó sobre la baranda, mirando hacia el jardín de su mansión. Estaba esperando a un cliente que vendría a negociar un cargamento importante de contrabando. El hombre llegaba tarde, lo que Whitmore consideraba poco profesional.
A sus 30 años, Whitmore había logrado una posición importante entre los narcotraficantes del cartel. Aunque no lo reconociera abiertamente, ese lugar lo había ganado gracias a su habilidad para negociar. Sus hombres le temían y respetaban profundamente. Él era quien organizaba las transacciones más importantes, las que realmente importaban. No iba nunca en segundo lugar. Su castigadora mirada y su férrea voluntad eran temidas por casi todos sus colegas, que lo consideraban un hombre en quien se podía confiar.
Era de complexión fuerte, de 1.80 metros de estatura y 80 kilos. Sus facciones eran angulosas y su pelo negro le caía sobre los hombros en bucles desordenados. Tenía el rostro marcado por cicatrices más o menos nuevas, que marcaban sus facciones con la precisión de una tiza. Sus ojos azules y penetrantes seguían los movimientos del aire cuando daba una calada al habano. Era un hombre bastante atractivo y viril. Poseía un magnetismo especial, que lo convertía en el centro de atención siempre que estaba presente.
Todo eso lo había logrado por su carácter fuerte y su personalidad dominante, que había ido ganando a fuerza de sangre y fuego. Su trabajo era duro y peligroso, pero él no se arredraba ante nada. Sus recién estrenados socios le temían tanto como lo respetaban.
Pero todo ese poder y toda aquella fortuna no podían borrarse la imagen del rostro de una mujer hermosa e inocente. La mujer a la que había amado y perdido en una sola noche. Su único error, el más grande de todos, fue no haberla matado cuando tuvo la oportunidad. Pero, esas eran cosas del pasado.
Cerró los ojos un momento, aspirando el humo del habano que se disolvía en sus pulmones. La imagen de su rostro apareció en su mente como si estuviera con él. Era tan hermosa que le dolía el alma. La había amado demasiado, la había deseado con pasión y todo por una simple mirada de rechazo.
Se alejó de la baranda y se sentó en el sillón color caoba de su estudio. Abrió una caja fuerte que estaba lacada en negro y sacó un fajo de billetes. Con manos temblorosas, contó la cantidad acordada por un negocio inminente con los narcos mexicanos. Aquel dinero era una simple fracción de su fortuna, pero para él no tenía precio. Contempló un momento los billetes verdes y sonrió con cierto orgullo.
Whitmore siempre cumplía su palabra. Era tan franco y directo que no necesitaba mentir.
Cuando se disponía a dar una orden, siempre la hacía de forma directa, sin rodeos. Si se la desobedecía, la represalia era severa. Nunca bajaba los brazos antes de conseguir su objetivo. Era una persona muy fuerte, inflexible y decidida.
Llevaba tres años organizando la distribución, principalmente en el norte de Miami, de cocaína proveniente de Colombia y de heroína que su hermano se encargaba de cultivar en Estados Unidos