Samith Sol de Liros recibió el título de "El príncipe dorado" cuando se corrió el rumor de que había nacido con dos tirabuzones rubios que brillaban más que cualquier lingote de oro.
La verdad era que había sido un bebé igual de calvo que su hermana melliza.
Sin embargo, nadie había dicho palabra acerca de ella, la princesa Olivia Sol de Liros, ni de como había abierto los ojos nada más salir del vientre.
Samith era el esperado heredero y Olivia la primera de siete princesas más que vendrían.
—Es niña— dijeron cuando el primer bebé lloró.
—¿Es una niña?—preguntó el padre, el rey.
El parto había sido muy privado solo asistido por un doctor y dos damas de compañía además de la que sería la niñera. Cuantos menos ojos, más fácil era callar bocas.
Clarín le había contado como la reina la había envuelto en sus brazos con una cálida mirada. Al parecer, había repetido el nombre "Olivia" tres veces: "Olivia, Olivia, mi Olivia."
Cinco minutos después, la madre volvió a empujar y nació otro bebé.
—Es un niño.
—¡Un niño!—celebró el rey.
La reina había sido gentil y cálida con su primogénita, pero un niño podía asegurarle el trono definitivamente.
La alegría de haber parido a un heredero eclipsó totalmente la de haber alumbrado a una niña y su madre la soltó dándosela a Clarín.
"Samith, Samith, mi querido hijo Samith" repitió una y otra vez, sollozando.
Samith había resuelto la vida de su madre.
Olivia no recordaba nada del día que nació, pero a menudo pensaba qué soledad debió sentir su yo de 5 minutos de vida, desamparada y rechazada.
El rey meditó qué hacer con ella, pues al ser la primogénita el derecho de sucesión era suyo, pero pensó que era un desperdicio dárselo a Olivia, pues ya tenían a Samith.
Los recién nacidos son impredecibles y el rey sentía que nadie lo culparía por priorizar al varón.
—Si la niña muere, el niño también.
Esa fue la primera y última vez que la reina protegió a su hija. No debía ser fácil poner la vida de sus dos bebés en una balanza, menos aún cuando la de el pequeño pesaba más que la de la pequeña, pero si no hubiera sido contundente, su marido no lo hubiera entendido.
Hubo un silencio sofocante en la habitación mientras ambos progenitores se sostenían la mirada. Las claras pupilas de él contra las profundas dunas de ella. La reina apretó contra su pecho a su hija y a su hijo, y el rey, no por compasión ni por amor paternal, abandonó toda idea de deshacerse de Olivia.
Lo único que hizo fue declarar que Samith Sol de Liros había nacido primero con dos tirabuzones rubios que presagiaban el brillante futuro del reino, que sus ojos eran tan azules como el mar en el que se bañaba la península de Oltremere y que sus pulmones y corazón eran tan fuertes como para haber roto una ventana en su primer contacto con el mundo.
"Ah, y también ha nacido la primera princesa."
Samith creció tan fuerte y rubio como se esperaba, mas sus ojos resultaron ser tan castaños y profundos como los de su hermana. El rey no se esforzó mucho en inventar una razón: "Ehh... Le ha dado mucho el sol porque entrena mucho." Después de decir eso, se quedó más ancho que largo y nadie cuestionó su palabra.
Criados como iguales en sus deberes, el hijo fue el preferido de sus padres. Diestro en todas las habilidades, cumplía con las expectativas e incluso las superaba. Samith era el hijo perfecto, hasta que les tocó aprender el arte de la escritura.
No es que no supiera hacerlo, lo que pasaba es que, más veces que sí que que no, cambiaba letras de sitio o escribía las que no eran. Además, aunque pudiese hablar con una galantería que erizaba el vello, leía de forma torpe y atropellada; por no hablar de que le costaba entender textos que desconocía.
Fue en ese entonces cuando se empezó a sopesar a su hermana como futura soberana.
Olivia no solo leía con soltura, sino que también era capaz de escribir todo tipo de géneros literarios y dotarlos de la emoción necesaria para hacer llorar a su profesor. Comenzó muy joven a escribir discuros y estes se le daban de maravilla. Por suerte para ella, era igual de competente en el resto de campos de estudio.
Los reyes se vieron entonces ante un hijo capaz de ganarse a la gente con su carisma y carácter, y ante una hija capaz de hacerlo con sus conocimientos y sabiduría.
La apuesta estaba reñida, más aún cuando a quien querían como heredero era a él y quien mejor encajaba en el puesto era ella.
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Unos nudillos tocaron suavemente a la puerta de la habitación. Clarín se apresuró a abrirla e inmediatamente hizo una reverencia al ver que era el primer príncipe.
—Alteza—dijo.
Al escuchar aquel título, Olivia, sentada en su escritorio estudiando, se giró. Las miradas de los hermanos se encontraron y, obligada por el protocolo y no por la alegría de ver a su mellizo, se levantó. En un movimiento que pasó desapercibido para Samith se puso unos guantes negros para ocultar sus manos.
—¿Qué necesita, alteza?—preguntó ella.
El chico estaba parado en medio de la estancia sin decir nada. Sus ojos viajaban del suelo al frente y cuando parecía que por fin abriría la boca, la cerraba apresuradamente.
La joven suspiró y se cruzó de brazos.
—Habla de una vez, Samith—volvió a decir, pero dejando de lado la cortesía real.
Cogió una bocanada de aire y, finalmente, el chico dijo:
—Hermana—empezó—, ¿será tan amable de ser mi pareja en el baile de nuestro debut? Como cuando éramos niños...
Escurrió la mano hasta el interior de su chaqueta y sacó una rosa. Aunque sus brazos temblaban, la sostuvo en el aire hasta que Olivia la aceptó.
Ese gesto iluminó el rostro de Samith, pero poco le duró la sonrisa.
—No.
El silencio cubrió la habitación de una incomodidad que hizo que Clarín quisiera escurrirse hacia la salida. Por suerte para ella, Olivia le pidió que se retirase.
Ya los dos solos, el semblante nervioso, casi lloroso, del primer príncipe se desvaneció.
—Aish—suspiró—. Siempre tiene que ser todo tan complicado contigo. ¿Por qué no aceptas y punto?
Serían mellizos, pero lo único que compartían era el color castaño de sus ojos. Y aun así, los de Olivia jamás se oscurecían de aquella forma tan siniestra.
—Has tardado en mostrar tu verdadera cara—suspiró su hermana—. No iría contigo ni a por pan.
Samith se desplomó en el sofá.
—Hermana, eres exasperante.
Olivia volvió a su escritorio.
—Será genético.
No se dirigieron ni una palabra más. Cuando el hermano se cansó de mirar al techo se retiró asegurándose que pisaba en la moqueta del cuarto.
Faltaban excasas horas para el baile debut.