El sol del mediodía se cernía implacable sobre la carretera, una arteria de asfalto que se perdía en la lejanía.
Marco yacía en el suelo, su cuerpo una mancha oscura sobre el gris del pavimento.
Al abrir los ojos, el cielo azul, casi sin nubes, fue lo primero que vio, un vasto océano que lo hacía sentir aún más perdido.
Se incorporó con esfuerzo, sintiendo un mareo pasajero. Su memoria era un vacío absoluto, salvo por su nombre que resonaba en su mente como un eco distante.
*Marco*
Se palpó los bolsillos de su chaqueta desgastada, buscando alguna identificación, pero solo encontró un par de monedas y un llavero sin llaves.
Sacudiendo el polvo de su ropa mientras observaba el camino que se extendía ante él.
La carretera parecía una cinta gris que dividía el paisaje en dos mundos contrastantes: uno lleno de promesas y el otro, de incertidumbres.
Está se extendía en dos direcciones, hacia una metrópolis que se alzaba arrogante con sus torres de cristal y acero, y hacia un ciudad que parecía una maqueta a la distancia.
No había señales de vida, ni coches, ni el sonido de pasos.
Solo el zumbido del viento que levantaba remolinos de polvo.
Una oleada de confusión y ansiedad se apoderó de Marco.
¿Dónde estaba su familia, sus amigos?
¿Cómo había llegado a este lugar tan desolado?
La incertidumbre lo abrumaba, pero una fuerza interior lo impulsaba a moverse, a buscar respuestas.
Optó por dirigirse hacia la pequeña ciudad, esperando encontrar alguna señal de vida o al menos, un refugio temporal.
El asfalto estaba caliente, casi quemaba al tacto, y cada paso que daba levantaba una pequeña nube de polvo.
A lo lejos, el espejismo del calor ondulaba en el aire, distorsionando la imagen de la gasolinera que se erguía como un faro para los viajeros perdidos.
Marco se preguntó cuántas personas habrían pasado por esa misma ruta, cuántas historias se habrían entrelazado con ese pedazo de tierra que ahora parecía olvidado por el mundo.
A medida que avanzaba, el sonido de sus propios pasos se convertía en un eco solitario que rompía el silencio del mediodía.
El viento soplaba desde la dirección de la ciudad, llevando consigo un olor a tierra seca y algo más, algo que Marco no podía identificar pero que le provocaba una sensación de alerta.
Instintivamente, redujo su ritmo y avanzó con más precaución.
La vegetación a los lados de la carretera estaba marchita, los arbustos y las hierbas luchaban por sobrevivir en el clima árido.
Cada tanto, Marco notaba pequeños movimientos: lagartijas que se deslizaban entre las rocas y los insectos que zumbaban en busca de sombra.
La vida, aunque escasa, se aferraba a la existencia en ese lugar desolado.
Después de lo que parecieron horas bajo el sol abrasador, la figura de la gasolinera comenzó a tomar forma en la realidad, no solo como un espejismo lejano.
Marco observó el solitario edificio, sus ventanas cubiertas de polvo, los carteles descoloridos por el sol y las bombas de combustible que, aunque inmóviles, parecían esperar ser utilizadas una vez más.
La civilización, o lo que quedaba de ella, se manifestaba en esos objetos inanimados que ahora parecían reliquias de un pasado más esperanzador.
Al acercarse, Marco sintió una mezcla de alivio y aprensión.
La gasolinera estaba allí, real y tangible, pero la quietud del lugar era inquietante.
No había coches aparcados, ni el sonido de conversaciones o risas.
Solo el crujido de un letrero que colgaba de una sola bisagra, balanceándose con cada ráfaga de viento.
La pequeña ciudad, con sus edificios bajos y calles vacías, se extendía más allá de la gasolinera, prometiendo respuestas y, con suerte, un refugio.
Marco sabía que debía continuar, que cada paso lo acercaba a la verdad detrás de su despertar en aquel mundo desconocido.
Empujó la puerta, que chirrió en protesta como si no se le hubiera dado mantenimiento durante mucho tiempo, y entró.
El interior de la gasolinera estaba sumido en penumbras, con haces de luz que se colaban por las ventanas sucias, creando un patrón de claroscuros sobre el suelo de baldosas desgastadas.
Marco avanzó con cautela, sus pasos resonando en el silencio sepulcral del lugar.
Las estanterías, alguna vez llenas de productos para viajeros apresurados, ahora estaban despojadas de casi todo valor.
Solo quedaban algunos paquetes de chicles endurecidos y revistas cuyas páginas, amarillentas y rizadas por el sol, mostraban titulares de un mundo que no reconocía.
Una nevera emitía un zumbido constante, su luz parpadeante luchando contra la oscuridad.
Marco se acercó y vio que dentro había algunas botellas de agua y refrescos, aún milagrosamente fríos.
Tomó una botella, su garganta seca agradeciendo el líquido fresco que bajaba como un bálsamo revitalizando todo su cuerpo.
Mientras bebía, notó una puerta entreabierta al final del pasillo que llevaba al almacén.
Una sensación de inquietud se apoderó de él, una advertencia instintiva de que no estaba solo.
Marco se detuvo un momento antes de dirigirse al almacén, su respiración se había calmado y su mente estaba alerta.
A pesar de no comprender completamente su situación, una parte de él sabía que debía proceder con la mayor cautela posible.
Era como si un instinto primitivo, una habilidad de sigilo que no sabía que poseía, se hubiera activado dentro de él.
Avanzó lentamente, cada paso medido y silencioso.
El polvo del suelo parecía asentarse en perfecta armonía con su andar, y aunque no había viento, cada movimiento suyo parecía tan natural como la brisa que movía las hojas secas en el exterior.
Marco se movía con una gracia que no reconocía en sí mismo, esquivando los escombros y los charcos de aceite que podrían delatar su presencia.
Al llegar a la puerta del almacén, se detuvo, escuchando.
No había sonidos del otro lado, solo el latido de su propio corazón y el zumbido lejano de la nevera defectuosa.
Con un suspiro apenas audible, empujó la puerta, que se abrió sin emitir un solo chirrido, como si también se confabulara con su necesidad de silencio.
El interior del almacén era oscuro y fresco, un contraste marcado con el calor del exterior.
Los estantes estaban desordenados, con cajas de suministros esparcidas y herramientas tiradas al azar.
Marco se adentró, sus ojos ajustándose a la penumbra, su cuerpo moviéndose con una precisión que no entendía.
Fue entonces cuando los vio: figuras inmóviles que parecían esperar en la oscuridad.
El cajero, una mujer, dos hombres, uno vestido con un traje de mecánico desgastado y un niño pequeño, todos parados con una quietud antinatural.
Marco contuvo la respiración, manteniendo su cuerpo inmóvil, pero era demasiado tarde.
Un leve crujido bajo su pie, casi imperceptible, fue suficiente.
Los ojos de las figuras se encendieron con una luz enfermiza, y se giraron hacia él.
Sus rostros estaban desfigurados, no por la violencia, sino por la ausencia de vida.
Eran zombies, y Marco estaba ahora en su territorio.
La habilidad de sigilo de Marco, aunque instintiva, no fue suficiente.
Los zombies comenzaron a moverse, lentos al principio, pero con una determinación escalofriante.
Marco retrocedió, buscando la salida, su mente acelerada tratando de encontrar una solución.
La lucha por sobrevivir no era una elección, era una necesidad, y Marco estaba a punto de descubrir de qué estaba hecho.