-¿La quieres?
-Sí, hijo. ¡Mucho!- Don Miguel buscó su mirada. –Samuel, es buen momento para aclarar situaciones. Requiero de tu sinceridad. ¿Qué opinas de mi próximo matrimonio? Desde que te lo dije casi no me has dirigido la palabra. Quiero saber cual es tu impresión.
Samuel adquirió una expresión seria en el rostro, confiriendo a su padre una sensación de incertidumbre.
-Papá, me entusiasma que seas feliz y que te vayas a casar con ella. Te lo digo de verdad. Sin embargo pienso en…
-¿En qué, hijo? Te suplico que me digas que te está pasando. ¿Dime en qué piensas?
-En mi mamá.
-¿Tu mamá?
-Si. Se que ella se fue y…
-Ella se murió y estoy seguro que desde donde ella esté…
-¿Por qué nunca hablas de ella?- Lo interrumpió de forma abrupta.
-¿Cómo dices?
-¿Acaso no la querías?
-¿De qué estás hablando, Samuel? Yo amaba a tu madre. Solo que la muerte me la arrebató. Y de eso ya han pasado muchos años.
-Si. Años en los que he intentado consolidar en mi mente un recuerdo que me una a ella. Pero toda imagen en mi cabeza se concreta a una vieja y fría pintura que alguna vez tú colocaste en la sala... no me acuerdo de ella… Era tan pequeño… Y no puede ser que toda imagen de mi madre sea limitada a un dibujo espantoso en un cuadro frío y sin vida que alguien pintó y que tú colocaste en la sala. Por favor, cuéntame de ella.
-Pues… Samanta… fue una gran mujer.- Don Miguel desahogó el nudo de su corbata, nervioso. Se detuvo un momento mientras pensaba en lo que iba a decirle.
A Samuel le brillaron los ojos como luciérnagas. Habló antes de que su padre continuará:
-Yo nunca entendí su muerte, papá. Recuerdo la ocasión en que me decías que ella se había marchado y que jamás la volveríamos a ver. Después me llevaste hasta su tumba. ¿Por qué no permitiste que yo estuviera presente en su funeral, ni en su sepelio?
-Consideré que si la veías dentro de un ataúd hubiese sido impactante a tu edad.
-Pero papá, debiste pensar que…
-Acompáñame, Samuel.
-¿Adonde?
-Al sótano-. Le dijo.
-¿Al sótano?
-Sí, sígueme. Ahí te mostraré algo.
-Pensé que querías que siguieramos charlando acerca de Verónica.
Don Miguel no le respondió, se dirigió a la puerta. Samuel fue tras él.
A pasos largos caminaron por el pasillo que había entre las habitaciones. Bajaron rápidamente por las escaleras hasta llegar a la sala. Pasaron por enfrente del viejo mayordomo, de quien ignoraron su presencia como si no existiera. Él, al verlos pasar de largo, dejó de frotar un adorno de porcelana en forma de elefante para mirarlos de reojo. Los conocía bien, y a juzgar por sus caras largas, y sabiendo la manera en cómo el hijo de su patrón se las ingeniaba para manipularlo, no pudo evitar sentir la corazonada de que nada bueno podría estar pasando entre esos dos. ¿Qué se traerá entre manos el engreído Samuel? ¡Con esa cara de inocente que ahora trae, a mi no me engaña! ¡Es un demonio!, vociferó en sus adentros el vetusto sirviente.
El señor Altamirano y su hijo llegaron hasta la puerta del sótano.
Don Miguel fue el primero en entrar y enseguida, se dio paso entre varios objetos viejos que se hallaban regados alrededor. Samuel ni se inmutó en apoyarlo. Observó la cantidad de cosas viejas que había y no quiso seguir adentrándose. Había una estela de soledad y depresión en ese lugar. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que estuvo ahí?
Por su parte, don Miguel se dobló las mangas de la camisa y comenzó la tarea de remover algunas cajas que estaban apiladas en la pared hasta dejar al descubierto una caja fuerte.
Fue en ese momento en el que samuel se acercó con interés y vio con detenimiento como su padre giraba la perilla del candado, recorriendo primero hacía el número uno, luego hacía el nueve, después la desplazó al número siete y por último al ocho, donde se produjo un chasquido y la puerta de la caja se abrió.
Agudizó la vista y vio una gran cantidad de billetes en fajos, joyas y un par de folders de gran volumen.
Pero su padre no puso atención a eso; no era ese pequeño tesoro su objetivo. Él alargó la mano al interior de la caja para sustraer un pequeño cofre, el cual tomó con ambas manos, y sin abrirlo, lo puso frente a sus ojos.
-Toma, ahora esto te pertenece a ti.
-¿Qué hay en ese cofre?
-¿Por qué no lo abres? Son algunos recuerdos y objetos que dejó tu madre.
El chico lo abrió y descubrió que en su interior había joyas femeninas y frascos de lociones de marcas prestigiosas. Observó también algunas fotos y sustrajo una que llamó fuertemente su atención.
-¡Por el amor de Dios, papá! ¡Es increíble!- Exclamó y un aspaviento se le dibujó en el rostro. -¡Papá, vi a una mujer exactamente igual a ella!
-¿De qué hablas?- A don Miguel, el corazón se le pasó a la garganta.
-¡Y la pintura de la sala es idéntica!
-¡Eso es imposible, Samuel! ¡Por Dios! ¡No puedes estar bromeando con eso!
-¡No es una broma! ¡Lo que te digo es muy serio!
-Tal vez te confundiste.
-¡No, papá! ¡La pintura de la sala, ésta foto y la mujer que vi en Madrid son idénticas!
-¡Te suplico Samuel, que pares! ¡No te voy a permitir que juegues con algo tan delicado!
-¡Pero papá…!
-¡No pudiste ver a tu madre en ningún lugar del mundo porque ella está muerta!
-¡Te juro que lo que digo es cierto! ¡No jugaría con algo así!
-¡Lo que dices es imposible!
El joven frenó sus impulsos. Se quedó viendo fijamente la fotografía. Después levantó la vista.
–Tienes razón.- Se dio cuenta de la reacción que provocaba en su padre. -Tal vez confundí a aquella mujer con mamá. Realmente no puedo asegurar su parecido… Perdóname. Además, dicen que todos tenemos un alguien parecido. ¿No es así?
-Samuel, es probable que tu afán por recordar su rostro provoque que se te figure verla en cualquier mujer semejante.
-De acuerdo. Es así como tú dices-. Samuel bajó el rostro. –Gracias por este regalo. De verdad lo aprecio-. Se acercó y le dio un abrazo. Al apartarse le dijo: - Respecto a tu prometida, te suplico que hablemos en otro momento. Por ahora subiré a mi habitación y dormiré un poco. ¿Estás de acuerdo?
El señor Altamirano asintió con un movimiento de cabeza sin dejar de verlo a los ojos.
Enseguida, Samuel caminó hacia la puerta y desapareció.