8:00 pm. Sus ojos pardos atravesaron la habitación, cruzaron uno, dos metros. Su mirada viajaba más rápido que la luz. Tres, cuatro. Su cuerpo transpiraba determinación, cinco, seis metros y ahí estaba yo.
Como dardo, su mirada se clavó y mi atención herida ahora era suya, era un trofeo al cazador furtivo. Inevitable.
Mis labios suaves y carmesí se abrieron lentamente, y sin quitarle la mirada al que jugaba a ser lobo y presa al mismo tiempo; besaron la jarra de cerveza mientras un centenar de burbujas tenían el orgasmo de su vida en mi lengua.
Era dorada, clara, fría. Era el amargo sabor a cerveza lo que sostenía mi voluntad a la barra. Era una vida vacía la que sostenía mi esperanza en la cabeza de un alfiler.
También era su mirada la que disparaba a muerte y la distancia entre su y mis muslos la que me mantenía con vida.
La coquetería se transpira. Con el dedo índice de la mano derecha acaricié mi barbilla que se sentía como el pétalo de un lirio bañado por el rocío de las 5 am y me pasé el cabello tras la oreja, dejándole el cuello desnudo, como abriendo la tienda.
Luego, acaricié el borde de la jarra con el dedo medio. Uno, dos círculos dibujados con precisión, en la dirección del tiempo, como acelerándolo, como trayendo esos minutos a mis vellos que se empezaban a erizar.
Mis dedos eran expertos en hacer círculos húmedos. Son arquitectos de placeres a solas, erigen historias escribiendo en mi cuerpo semidesnudo usando código binario: ceros y unos. Arribas y abajos.
Ese dedo medio ahora mojado por los residuos de la cerveza y mi labial carmesí, subió, escaló simétricamente hacia mi boca, sabiendo que en lugares públicos era el único lugar empapado en el que podría ingresar, aunque no en el único en el que deseaba hacerlo. Era como un niño en un parque de diversiones limitado por la estatura, la medida del pudor.
Entró un poquito a mi boca, siempre debe ser así, palpar con el dedo un poquito, tocarlo con la punta de la lengua, como invitándolo, como conociendo las líneas delgaditas de la piel. Entra y nota que ahí adentro todo está más tibio, se cruza con la contradicción de unos labios tiernos y unos dientes dispuestos a devorar, salvajes, que harán de las olas suaves una marea enfurecida e indomable.
Sale un poquito halando el labio hacia abajo, para recordar que está ahí y vuelve a la jarra.
Bebí de nuevo y escribí su nombre en la jarra. La saliva en mis dedos, en mi cuello, en mi vientre, ya conocían su nombre.
Tal vez horas antes lo había visto en el hotel. Hay rostros que no se olvidan; sobre todo aquéllos que nos mojan la imaginación. Hay rostros que están sudando y entrecerrando los ojos, que se están mordiendo los labios, que arrugan la nariz y ahí están en alguna parte del encéfalo.
Me levanté pretendiendo llevarlo conmigo. Enseñarle cómo es que se palpan los poros. Lo había llevado a la habitación 203 donde una cama pequeña y el equipaje ligero para dos pasaban los días de una tediosa investigación sobre minerales.
La 203 quedaba junto a la suite matrimonial, allá empezaba el sexo y acá terminaba, en una viajera fantaseando con un desconocido mientras su compañero de habitación se baña. Tocando pasito, pasito.
Yo lo llevé con su aroma a vino tinto, él era un tipo de aliento a vino tinto y yo era una mujer delgada, con algunas estrias en los muslos que se asomaban en mi piel canela, yo era una mujer de besos apasionados y arañazos en la espalda, de las que pedían babas en los muslos, en el cuello, en ese par de huequitos que se forman sobre la tanga.
Lo llevé con un nombre que inventé para ponerle título a mis gemidos. El alcohol es como gasolina, que nos prende y nos hace torpes. Manos ansiosas de dibujar caminos de contrabando sobre todo su cuerpo, cruzaron la línea y tropezaron. Pasaron y tropezaron. No hay orden, mi piel como Rayuela comienza en cualquier parte. Por eso los dedos no los cuento. No todas las manos tienen cinco.
Me levanta el vestido mientras su lengua pasea por mis mejillas. Me aprieta las nalgas y yo le pongo las manos alrededor del cuello, le halo el cabello y al parecer le gusta porque me lanza contra la pared, esa que tenemos en común con la suite matrimonial.
Soy una mujer que pone el corazón, él lo sabe; que acá tengo las tetas pero también el corazón, todo en el mismo sitio. Es una guitarra con amplificador y la melodía empieza a rebotar en las paredes. Él se muerde los labios como imaginé en el lobby, empuja con fuerza y me araña las piernas como lo imaginé en el lobby. Mi respiración se entrecorta, pasa de estar agitada y calentar el aire a pausarse, como disfrutando también el frenesí y la ventana empañada, como esperando que la pared se caiga.