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Chapter 68 - Cap. 66 Carga silenciosa

Ese día la grieta resquebrajó el cielo como nunca antes a Ainelen le pareció que lo hacía. La luz del venidero sol se expandió como un abanico en el horizonte, poco antes de que los primeros rayos colorearan de rojo las lejanas montañas Arabak.

En el cielo se hallaba la divinidad de Uolaris, pero no importaba cuan poderoso fuera, porque aquella fisura de luz era portadora de un mal que envestía la atmósfera que rodeaba Alcardia. ¿Sería el día en que por fin acabaría?

Ainelen entrecerró sus ojos, viendo la sombra del mundo huir hacia el oeste. La brisa matutina era fresca, en el aire fluía el olor de la madera y flores, como margaritas y robles. Sobre ellos pasaron tres brocamantas, flotando alegremente con sus colas puntiagudas y cuerpos de alfombra moteados en verde y azul. Qué nostalgia le traía.

Caminaba junto al equipo alfa delante del grueso de la compañía, el equipo beta, quienes, dirigidos por Leanir, marchaban en la retaguardia.

El viaje transcurrió hasta pasado el mediodía. Se adentraron en la ruta que iba hacia la mina suroccidental, entonces ascendieron una pequeña colina y pararon al alcanzar la cima. Los líderes se separaron del ejército libertador para ir a charlar en privado. Por su parte, Ainelen abrió los ojos al contemplar con asombro la muralla circular que protegía el pueblo, a un kilómetro, más o menos.

Inspiró una larga bocanada de aire.

—Estoy de vuelta —murmuró con voz baja. Cerca suyo, Amatori se había quedado pensativo. Contemplaba Alcardia con una mano en su cintura.

Como la compañía estuvo un rato a la espera, no fue raro que los cuchicheos resonaran por cualquier lado. Claro, para todos debía ser emotivo regresar a la ciudad que los vio nacer. Ainelen no sería la única deseando reencontrarse con sus seres queridos.

Holam se acercó, luego, por alguna razón, también Aleygar seguida de otros chicos.

En general, los soldados no llevaban yelmos, solo vestían armaduras de cuero endurecido para cubrir su tronco. Variaba un poco con los arqueros y curanderos; los primeros iban ataviados en prendas cortas y livianas, como Ludier, y los segundos lucían túnicas con capucha. Predominaba el azul y el negro a lo largo de todo el ejército.

—¡Ah, está más grande! —exclamó de pronto Nehuén, sus ojos a punto de salírsele de las cuencas oculares.

—¿Qué está más grande?, ¿hmm? —Aleygar ladeó la cabeza, poniendo una cara lasciva.

—La muralla, por supuesto. ¿A qué pensaste que me refería?

—Pues... quién sabe.

Ajeno al sentimiento de los demás, Lincoyán se echó a la boca un trozo de pan que guardaba cuidadosamente. Supremo Uolaris, nadie se lo iba a quitar, así que no era necesario que les gruñera como perro enojado.

Leanir, Ezazel y Ludier discutían enérgicamente sobre algo. Demoraron un tiempo considerable en concluir el asunto, entonces se acercaron e hicieron un llamado de atención a los soldados.

—Hay un cambio de planes —dijo Leanir, gatillando los murmullos y cejas enarcadas por doquier—. Ezazel liderará al equipo beta. Ludier y yo iremos con el equipo alfa.

«¿Por qué ese cambio?», se preguntó Ainelen. «¿Ha pasado algo? Qué extraño». Si tenías en cuenta que los líderes eran de los mejores efectivos, y que la idea era atacar con todo a la División de Inteligencia, era mucho más lógico que el equipo alfa fuese dirigido por Ezazel, un espadachín, que por Leanir, un bastión.

El hombre larguirucho tampoco se veía muy alegre con la decisión del comandante general, no obstante, se resignó y fue con el grueso de las fuerzas.

La compañía procedió a separarse, sin embargo, antes de que sucediera, Ainelen y Holam se acercaron a decirse las últimas palabras. Comenzaron con miradas tímidas, pues no querían llamar demasiado la atención de sus conocidos. A la joven tampoco le agradaba ponerse melosa delante de otros, prefería mantener esos asuntos en privado.

—Que Uolaris deje caer sobre ti su bendición —murmuró Ainelen, con voz dulce.

—Cuídate, Nelen. Si pasa algo, por favor huye.

La joven soltó una risita, la cual se sintió como una pequeña burla ante los ojos suplicantes del chico.

—Solo hay un camino, Holam. Hoy ganaremos.

—Tienes razón. No soy mucho de rezar, pero lo haré para verte una vez más. No creo que vaya a estar tranquilo hasta ese entonces.

—Yo también. —Ainelen sonrió, luego dio un paso atrás y saludó a Holam. Caminó de vuelta con el equipo alfa, sintiendo una extraña confianza. Intuyó que a sus espaldas su compañero todavía estaba de pie, viéndola con rostro triste. «Ya cálmate, fastidioso corazón», Ainelen se golpeó el pecho.

Así fue como las dos fuerzas se dividieron y se prepararon para la operación final.

******

Despejado, avisó Furwen, el arquero, con un gesto de su cuchilla reflejando el sol. En la vanguardia, Leanir asintió e hizo un gesto con la cabeza para que lo siguieran. El equipo alfa descendió la cuesta y corrió en paralelo a la ribera del río Lanai.

Ainelen iba junto al otro curandero, Zarvoc, en el centro de los diecisiete. La formación se caracterizaba por tener a dos bastiones en ambos extremos, el rol con la repartición más pareja de todas. Para el resto, tocaba organizarlos en vanguardia y retaguardia:

En la primera, dejando de lado a los bastiones, corrían cinco espadachines y un arquero. En el centro iban los curanderos. Al final, los protegían los otros dos bastiones, además de un espadachín y dos arqueros. Lo anterior no incluía a Leanir y Ludier, quienes siempre avanzaban al frente.

Por cierto, Amatori estaba en el grupo de avanzada, ya que su rol sería nada menos que el de comunicarse con el centinela.

La ribera del río pasó de ser una playa amplia a una cada vez más estrecha, entonces un precipicio de varios metros de altura. Ludier tomó el mando del equipo, corriendo hábilmente y saltando al agua. A pesar del aspecto, el río allí no era profundo. La arquera sabía esto bien, ya que se movió sabiamente con pasos meticulosos, pegándose a la pared rocosa, luego metiéndose entre una cavidad.

Uno por uno, en fila, el equipo alfa ingresó a la oscuridad de un pequeño e inadvertido túnel cubierto de hiedra. El suelo del lugar estaba bajo el nivel del río.

El equipo avanzó en silencio, el que era interrumpido solo por las débiles respiraciones y el recurrente chapoteo del agua.

—Cuidado con los insectos —advirtió Zarvoc, susurrándole a Ainelen cerca suyo.

La joven del flequillo tragó saliva. A pesar de su espíritu de lucha, si percibía que algo escalaba por su mano o cuello, terminaría gritando. Por fortuna no fue así.

El equipo se adentró quien sabe cuánto. Habiendo doblado en tantas esquinas y con el sentido del tiempo perdido, Ainelen solo podía concluir que se trataba de un pasadizo ridículamente largo. Por el tacto de sus dedos en la roca, supo que la hierba desapareció para dar paso a un escenario yermo. El agua debajo de sus pies también quedó atrás.

En la vanguardia, lejos por la fila en la que estaban obligados a moverse, solo la luz de Ludier funcionaba como referencia.

«¿Este lugar no tiene trampas? Digo, si está así de expuesto, imagino que algún tipo de protección contra intrusos debe poseer». Justo cuando Ainelen divagaba sobre eso, sus pupilas escudriñaron a la mujer de rasgos afilados hacer un extraño movimiento. Sus manos palpaban la pared, entonces movió algo que hizo un crujido, tras eso asintió.

«Ya veo. Menos mal que tenemos a Ludier con nosotros».

Parecía que se acercaban al final del túnel, ya que de pronto la luminosidad del lugar se acrecentó. Por alguna razón, fue en ese instante en que Ainelen reflexionó sobre cosas que pasaron en el último tiempo.

Su mancha no dolía. Desde su llegada a Lafko hasta el regreso a Alcardia el día de hoy, su cuerpo no manifestaba señales de empeoramiento. Sí que tuvo molestias, y no menores. Cuando venían los dolores solía ser por oleadas, paralizando sus articulaciones gravemente. Recordaba haber estado gateando para alcanzar su bastón-hoz.

Pero incluso con lo turbio que era el asunto, el entrenamiento de casi cuatro meses por el que había pasado tuvo muy buenos beneficios. Mejorar la eficiencia de magia y la precisión con la que lanzaba hechizos solo fue la base. Había mucho conocimiento que Ainelen esperaba poner en práctica en la misión.

«Tenía miedo que el método de infundir meridianos que me enseñó Yamu no funcionará en Alcardia. Si el centro de la energía se haya aquí, los daños de mi cuerpo estarían matándome. Como magia opuesta, proteger con mi propio poder los accesos a los meridianos de mi mancha parece ser efectivo», pensó con entusiasmo. «Mi límite actual son seis hechizos de alto nivel. Puedo dosificarlos hasta en doce. Si me excedo necesitaré un descanso de medio día, aproximadamente».

Tras doblar en una esquina, a lo lejos asomó la luz de una lámpara colgada en un pedestal. Lejos de ser un buen augurio, cuando notaron una figura a contraluz, el equipo estuvo a punto de entrar en pánico.

La persona en cuestión se movió, pero Ludier desenfundó su arco-diamantina en un suspiro y, tomando una flecha de su carcaj, disparó y le perforó el cuello.

Ainelen soltó al aire detenido en sus pulmones. Qué cerca estuvo.

Adelante, una pared señalaba el término del camino. Allí mismo una escalera ascendía hacia lo que era un cuadro levemente iluminado.

—Desde aquí iremos solamente Amatori y yo —indicó la arquera, cuya única trenza caía sobre uno de sus hombros. Caminó ignorando el cadáver del hombre al que asesinó, tras eso escaló.

El muchacho con boca de gato la siguió con expresión seria. Antes de subir, clavó sus ojos en Ainelen, quien le asintió en señal de buena suerte.

******

Amatori yacía con la espalda contra la pared de una pequeña despensa. Separados por una entrada, en el lado opuesto se hallaba Ludier, observando sigilosamente a las figuras religiosas que no se enteraban de lo terrible que estaba por suceder.

Mujer de las mil desgracias, parecía un verdadero depredador que se preparaba para saltar al cuello de su presa. Cuando vio a Ludier por primera vez, su cuerpo frágil y bajo perfil le inspiraban a una persona que lo único que deseaba era hundirse en la tierra y desaparecer. Era como si vivir le doliera, sin embargo, ahora mismo sus ojos hipnóticos denotaban una actitud sangre fría que no había visto en nadie más. ¿Quién era ella realmente?, ¿cuál había sido su labor durante su estadía en la División de Inteligencia?

Daga Afilada le hizo un gesto con un dedo, sin hacer contacto visual. Demonios, eso era más escalofriante. Amatori desenfundó su diamantina, preparado para rebanar a la primera persona que se le cruzara por delante.

Escaneó cuidadosamente la habitación que se abría ante sus ojos. No era un lugar tan extenso. Parecía ser un pasillo un poco más grande, con una escalera que subía en espiral hacia un lugar mejor iluminado.

«Este debe ser el subsuelo. Una vez suba la escalera, estaré por mi cuenta». El trayecto de ida no pensaba que fuera a ser muy difícil, lo que le ponía los pelos de punta era lo que vendría luego, al regresar. «Dejémonos de joder, que esto será pan comido. Amatori es un nombre que significa "valentía". No nos llamaron así por nada».

Ludier abrió la palma de su mano enguantada. Asintió.

Era el momento.

Amatori salió del escondite y corrió a toda velocidad rumbo a la escalera. Aquí la estrategia era confiar en el criterio de su compañera. Al echar rápidos vistazos, pudo ver que la habitación estaba desolada.

No. Un sacerdote venía desde el acceso derecho. Se preparaba para gritar, pero un brazo rápido se envolvió en su cuello, lugar donde exactamente Ludier clavó una daga.

—Gracias —murmuró Amatori con voz temblorosa. Qué mujer más aterradora.

Subió al nivel principal de la Iglesia de Uolaris, donde una gran capilla adornada con vitrales del dios supremo se elevaba con techo abovedado. En el lugar resaltaban dos escaleras que subían hacia las torres, además del acceso principal. Por supuesto que los sacerdotes iban y venían por montones, y no fue de extrañar que soltaran un grito de sorpresa al notarlo ahí, en medio de un lugar solo autorizado para gente del clérigo.

Amatori ignoró sus llamados a los guardias y se concentró en ir por la escalera derecha. Esa debía ser la que iba a la torre más alta. En su persecución fueron dos hombres de armadura ligera y espadas simples, además de un grupo de religiosos histéricos.

Tenía autorización, o más bien, orden, por parte de Ludier para que asesinase a cualquiera. Pero lo cierto era que Amatori quería evitar dañar a personas desarmadas.

Recordó algo que ella le había dicho antes:

"Parecen inocentes cuando los ves. Te hago una pregunta: ¿qué creerías de una persona que es capaz de quitarle la vida a un recién nacido inocente? Cada uno tiene manchada sus manos con sangre. No hay quien escape de esa realidad en la iglesia".

El joven apretó la mandíbula. Llegó a la cima de la torre, contemplando con asombro Alcardia, luego de casi un año. El pueblo lucía igual que antes, con las poblaciones de casas cilíndricas humeando a través de las chimeneas; la gente se movía como hormigas en sus quehaceres diarios; había ropa secándose al aire en cada patio al que miraba; los mercados lucían animados, era un punto del día muy concurrido. A pesar de lo anterior, la sensación era renovadora.

El viento removió su frondosa cabellera ondulada, entonces Amatori activó su diamantina. Las espinas en el lado sin filo se contrajeron, en cambio, la hoja brilló en azul refulgente y se extendió hacia el cielo. Agitó el arma dibujando una estrella de seis puntas.

En la lejanía del mirador que se encontraba junto al Bosque Circundante, en el norte, hubo otro destello. Perfecto, su labor estaba cumplida. Era momento de volver.

—¡Atrapen al intruso! —gritó un sacerdote, llegando por detrás de los dos guardias que ya casi subían a la pequeña plataforma que era la cima de la torre.

Amatori se quedó en posición de pelea, estudiando al total de enemigos que bloqueaban su descenso. Dos combatientes y cuatro civiles.

Una tarea fácil y difícil al mismo tiempo.

Amatori chasqueó la lengua, tal como Danika hubiera hecho en su lugar, entonces cargó contra ellos.