Fue en otoño cuando las hojas más bellas se ponían de colores variados enbellezando la naturaleza y llenándola con una canción de vida. Una joven muy bella vivía en el ático de un edificio alto. Ella era muy alegre y no sabía nada de lo que se llamaba tristeza. Ella siempre jugaba con sus hermanos y ellos la llamaban el espíritu de la casa.
Los niños se crecieron y volviéndose ya maduros, se fueron de casa a encontrar sus suertes. Los viejos se murieron y sólo se quedó la joven en su pequeña casa. Sus hermanos la visitaban y ella pasaba por ellos trayendo regalos de ratas gorditas para sus sobrinos. Toda la vida iba bien.
Una noche seca y calma, cuando apenas se oía el susurro de las hojas en las afueras, en el ático se oyeron gritos de niñitos tan lindos como era la joven misma. Los niñitos se crecieron a ser fuertes y alegres y la joven, ya la madre, se sentia la persona más feliz que existiera en todo planeta. Ella les acariciaba y les daba de comer los trozos más sabrosos que adquiera con dificultad.
Así los niñitos se crecían en el ático con su madre. Y un día, al regresarse de caza, la madre encontró dormidos a sus niñitos. Empezó a despertarlos, pero en vano. ¿Que pasa? ¿Por qué no se despiertan? Cosa rara, pero… Algo rojo les coronaba los cuellos y la madre se echó a limpiarles con su lengua suave mientras cantaba, pero… Toda la noche la madre acariciaba a ellos con su cuerpo calentando los cuerpos de sus niñitos de fría plata, pero…
Pasaron años y todo ese tiempo el ático fue abandonado. Nadie venía a este pequeño hogar que ya interesaba a nadie. Pero una tarde, cuando la naturaleza se estaba vestida en colores variados y se preparaba para dormir, al ático llegó la madre, ya la vieja, y se rodeó en su dulce hogar. Ella empezó a cantar una canción muy dulce y en la noche lleno de estrellas se resonaba la canción como si fuera un conjunto celeste que la cantaba.
Por la mañana el sol menguante penetró sus rayos dentro del ático y cayeron las rayas sobre el cuerpo de la vieja de fría plata, tratando de calentar por lo menos las lágrimas resfriadas en los ojos cerrados de ella.
En el aire se oía el susurro de las hojas que caían en las alas invisibles del viento, como si cantaran una canción de vida de una joven, una madre y una vieja. Mientras tanto el alma de la vieja, ya la joven, jugaba un inocente juego, tal como antes, con sus pequeños hermanitos cuando ellos mismos fueron niñitos y ella era el espíritu de la casa, la más alegre y bella gatita.