Comenzaremos por el día en que casi muero. Solo porque había sido una decisión.
27 de enero 2021.
Estaba adolorida y dos pisos más abajo, sobre mi mesita de noche, junto a la lámpara de cristal, había dos urnas con los restos de dos personas que había amado con mi vida.
Estaba sintiendo un millón de cosas que me hacían querer estallar como un fuego artificial, así de bello y doloroso, no obstante, entre aquellas horribles cosas predominaba esa extraña sensación de confusión, de culpa y también de rabia.
Solo tenía una cuestión:
«¿Por qué habían tenido que marcharse?».
—¿Qué haces? —la seria voz de Oli Witter a mis espaldas no me sorprendió, él había estado vigilándome muy de cerca los últimos meses porque temía que fuese a volarme la cabeza —lo que hubiera sido probable de haber tenido un arma cargada a mano—. 3 meses en específico; tiempo que llevaban ellos muertos. No le respondí—. Jamie, baja de ahí, por favor.
Tampoco dije nada.
Incluso de haber querido, no habría podido hacerlo.
Había caído en el más profundo de los huecos espaciales.
El cielo nocturno se alzaba sobre los dos, cargado de infinitas estrellas que se burlaban de mi dolor y de mi oscuridad sin fin. El viento soplaba, pero de una forma tan suave que apenas hacía perceptibles contra mi piel las ondeantes telas de aquella camiseta roja de Ott que aún no me atrevía a quitarme. Si me la quitaba él iba a desaparecer y yo necesitaba que volviera.
—Jamie —repite con voz cautelosa, dando cortos pasos hacia mí—. Estoy aquí, mi amor.
Miré abajo.
Cinco pisos.
El miedo por las alturas de pronto había desaparecido. ¿Qué más daba morir?
—No cometas una locura.
Lo miré.
—No voy a matarme —mentí.
—Entonces, ven conmigo.
—Necesito respirar, Oli —exhalo sintiendo el viento contra mi cara mientras observo todas las luces de la gran ciudad. Él no podía entender lo que yo estaba sintiendo, sus esplendidas ganas de estar conmigo se lo estaban evitando—. Solo cinco minutos. Es que necesito olvidar.
«Solo cinco minutos».
Ese tiempo no sería suficiente.
Ni cinco minutos. Ni una vida.
Yo lo había perdido todo.
—Entonces, déjame olvidar contigo.
Él quería sumergirse en mi tormento.
Sin embargo, por más que me acompañase mientras estuviese despierta no podría borrar aquellas pesadillas que me atacaban por la noche.
Tampoco alejarme de los oscuros secretos de los Witter. Su familia y la de Ott.
—Debo irme, Oli —le explico girándome, solo para encontrarme con sus profundos ojos azules y su sedoso cabello negro.
Oliver Witter a sus veintiún años era lo más bello que podrías ver en la tierra. Como un ángel caído escapado del mismo infierno.
Su nariz es fina y sus labios son rosas y ardientes, tiene un lunar en la esquina izquierda de su boca y otro en su cuello. El negro lo hace lucir encantador por la noche y el azul como un dios del mar en el día. Su cuerpo es delgado y no muy musculoso, pero sí lo ideal para ser mi fantasía.
Él era perfecto, en cualquier aspecto de la vida y por eso tal vez yo lo amaba tanto, pero mis heridas jamás se curarían a su lado.
—¿A dónde?
—Lejos de aquí. No puedo seguir aquí.
—Voy contigo a donde tú quieras que vaya. Solo dímelo y nos vamos.
Lo miro entristecida. Él no estaba comprendiendo. Es que sonaba casi ilógico separarnos.
—No. —endurezco el tono, mirándolo con frialdad para que pueda sentir la crueldad de mis palabras—. Es sin ti. Cada vez que te veo lo recuerdo. Necesito un respiro de ti y si no me dejas libre voy a terminar muriendo.
—¿Vas a dejarme?
Su voz no se quiebra, se mantiene firme y su ceño se arruga, al tiempo que ladea su cabeza con sus manos en los bolsillos de su pantalón negro.
—Sí, Oli. Esto se acabó —expreso con sinceridad, pero con un nudo en la garganta—. El dolor no se cura con amor. Ni con un inútil sentimiento.
Por cinco minutos volé, sin embargo; la ilusión se detuvo cuando el crujido de mis huesos —como si de la cáscara de un huevo se tratase—, al quebrarse, se expandió por mi espíritu.
Mis palabras le dolieron.
Él se dio la vuelta, sin siquiera imaginarse que una hora después estaríamos en la sala de emergencia de un hospital porque me había caído desde la altura de la azotea hasta el balcón de los vecinos del tercer piso.
Luego todo fue oscuridad, tan profunda e infinita como la de un agujero negro.