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Chapter 29 - Epílogo

«Por los benditos y los malditos»

El viscoso fango negro del suelo entorpecía cada uno de sus movimientos. Aram era incapaz de moverse con soltura, lo que afligió aun más su mente ante las sensaciones abrumadoras que le provocaba el estar en ese sitio nuevamente.

Inquieto, Aram volvió a buscar algún borde en la oscuridad, dándose cuenta de que estaba en el mismo sitio que la vez anterior, un puente, vaya a saber quién a dónde lo llevaban esos sueños. Todavía podían verse las columnas por las cuales escurría el fango negro, de hecho, podía decir que las veía con más claridad en comparación a la vez anterior, pues ahora una débil luz iluminaba un poco el terreno a unos dos metros alrededor de él. En un gesto instintivo, se llevó ambas manos a la espalda, pero las empuñaduras que esperó encontrar ahí no estaban; solo había cogido el aire. Enseguida maldijo su estupidez, puesto que había decidido que, ya que iba a llevar dos espadas cortas, sería mejor llevarlas en la parte baja de su espalda, ya que ahí no se balanceaban tanto como en los costados o en su espalda. Aun así, tras repetir el gesto, convencido de que esta vez sí encontraría sus armas, nuevamente agarró el aire. No traía armas, por lo que se las arregló para arrancar un bloque de piedra del puente para usarlo como una, al fin y al cabo, el abuelo Jael también les había enseñado a pelear con cosas tan rudimentarias como una roca ¿Cuántas cosas le debía ya a ese viejo? Ya había perdido la cuenta, pero lo que sí sabía, es que los consejos del abuelo le habían servido para salvar su vida y los de la abuela para no arriesgarla. Él sonrió, pues era casi poético que uno fuese la pieza que le faltaba al otro. Él anhelaba algún día tener la posibilidad de encontrar una persona tan afín con la que compartir su vida.

Sacudió la cabeza. No era momento de detenerse a cavilar sobre algo que no tenía relación con lo que estaba soñando.

Con piedra en mano, Aram caminó silenciosamente a través del fango hasta llegar nuevamente al grotesco arco de piedra que indicaba el final del puente, afilando y agudizando sus sentidos en la ansiedad provocada por el absoluto silencio y la expectativa por la voz que le había hablado la última vez.

Esta vez, Aram siguió avanzando hasta dar con una suave pared, donde hundió una de sus manos e intentó limpiar el fango para buscar algo que ni él sabía qué, simplemente siguió su curiosidad, una que solo creció en cuanto pudo discernir que lo que había detrás de esa capa de mugre eran plumas, unas blancas como la nieve y brillantes como Junio.

«Has vuelto… vieja sangre…»

Aram dio un saltó hacia atrás y levantó su piedra.

«Descuida… ha… estado más tranquilo… aquí…»

— ¡¿Quién habla?! — Exclamó él, mirando en todas direcciones.

«Intentas hablar… más… no puedo… oírte…» la voz parecía de cierta forma… calmada. No, calmada no era la palabra, sino que resignada «Debes irte… la tranquilidad es efímera… y no puedes estar aquí cuando se pierda»

— ¡Por el Gris Eterno! ¡¿Qué es esto?! — Adoptó una postura de combate.

«Vuelve… vieja sangre… todavía no es tu momento… deberías… buscar… la justicia… oriundo de Cei… oriundo de Talgra…»

— Vuelve cuando encuentres… a ese… coincidente…

Aram frunció el ceño. Por alguna razón, parecían voces distintas.

«Vete…»

Como si le hubiesen dado un golpe en la frente, Aram retrocedió y trastabillo hasta caer de espaldas.

Sobre él tenía unas vigas de madera andrajosa, sosteniendo un techo de paja que dejaba entrar un solitario y fino haz de luz que encontró uno de sus ojos. Confundido, él frunció el ceño y levantó su mano.

«¿De dónde son estas vigas?» se preguntó él, porque, por alguna razón, las vigas que tenía sobre su cabeza al despertar eran algo que siempre se quedaba grabado en su cabeza y en ese momento, a pesar de que no logró identificarlas, le parecieron familiares.

Frustrado por perder su estúpido juego de reconocer el techo que tenía sobre la cabeza observando solo las vigas, Aram balanceó las piernas y se sentó en lo que parecía ser una cama, también de paja y con una delgada manta blanca encima. Frente a él tenía una ventana que parecía tener el sol encima, pues no era capaz de ver nada más allá de ella que la luz. Además de eso, la habitación solo tenía un armario, una pequeña mesa redonda y un taburete, todo muy rudimentario, pero increíblemente encantador.

Él se levantó, consciente de que todo seguía siendo parte de sus sueños y que eso solo había sido una de esas transiciones sin sentido tan típicas de los sueños. Pero ciertamente había algo raro, algo que no supo reconocer, aparte de la asquerosa sensación de pérdida que lo instaba a volver a tumbarse en el lecho a sus espaldas. Pero cuando lo hizo, su espalda pasó de largo y, en un extraño cambio de perspectiva, se encontró de pie nuevamente, con una enorme espada en sus manos, o así lo parecía desde su perspectiva, pues, a no ser que el hombre que tenía frente, un anciano de piel oscura y aspecto aguerrido midiese más de tres metros, era él quien de alguna forma era extrañamente pequeño. De hecho, cuando levantó la cabeza para examinar su entorno se encontró con que, mezclados entre los árboles, se levantaban unas plantas que reconoció inmediatamente como tréboles, pero extraordinariamente grandes, tanto como el más alto de los pinos, hacían sombra sobre el pequeño pueblo en el que se encontraba, donde todo parecía más o menos normal. Algunas personas se movían de lado a lado, cargando con unos canastos llenos de carbón y herramientas de minería, en su gran mayoría vestidos con los simples atuendos ligeros típicos de los mineros. Curiosamente, a pesar de que estaban en medio del camino, nadie se detuvo a mirarlos, ni siquiera cuando el anciano se abalanzó sobre él e intentó alcanzarlo con una varilla de madera, la que Aram esquivó flexionando ligeramente sus piernas, sintiéndose incomodo por lo pequeñas de sus extremidades. Por acto de reflejo, él levantó su espada y adoptó la postura de combate del abuelo Jael para encarar al viejo, quien retrocedió y lo miró con el ceño fruncido.

— ¿No que jamás habías practicado esgrima? — Le preguntó, pero antes de que Aram alcanzase a responderle, su vista estaba nuevamente sobre unas vigas de madera oscura completamente desconocidas, sosteniendo un techo de madera en una habitación triangular que solo tenía una cama desordenada en el centro y un tocador en uno de sus costados.

Él estaba junto a la puerta, referencia que le sirvió para hacerse una idea de su estatura que, aunque seguía siendo bastante inferior a la que él estaba acostumbrado, sí era un poco superior a la de hace exactamente cinco segundos. Nuevamente frunció el ceño cuando un bulto se hizo ovillo en la cama, pero antes de lograr ver quien era, las vigas del techo crujieron y él, impulsado únicamente por sus reflejos y sin ser plenamente consciente del porqué, se lanzó sobre el bulto y lo cubrió con su cuerpo para protegerlo, dándose cuenta de que quien estaba debajo tenía el cabello de un tono anaranjado, casi rosado. El agradable aroma de ese sedoso cabello le trajo una amalgama de emociones que le hicieron un nudo en la garganta y un retorcijón en el estómago, pero para cuando él quiso mover las sábanas algo golpeó su cabeza y al momento de retirarla, estaba en sacando la cabeza de una pileta, completamente mojada y bajo un radiante sol coronando un cielo pulcro y azulado, sin una sola nube estorbando ese perfecto lienzo celeste.

«Vaya cambio» pensó, buscando algo con lo que secarse la cabeza para seguir con esa incoherente secuencia de eventos de sus sueños.

— Oye — Le dijo una voz juvenil. Él se dio dos vueltas hasta encontrarse por fin con quien le hablaba: Un chico de cabello negro, rostro afilado y, lo que más llamó su atención, ojos anaranjados, como los del mismísimo Algriram Filumnis. Realmente no había el porqué, pero al haber tenido un encuentro con el zalashano hacia relativamente poco, le encontró una similitud con el chico más allá del color de ojos. En ese momento vestía una armadura de placas grises sin hombreras. Aram tuvo que mirarlo hacia arriba, pues había vuelto a ser pequeño —. ¿Viste a la princesa? — Aram ladeó la cabeza, a lo que el chico respondió sonriendo —. A que era hermosa ¿no?

Nuevamente, en cuanto intentó responder, la figura del chico mutó sutilmente hasta convertirse en la de un tipo elegantemente vestido, de cabello castaño, peinado hacia atrás, y bigote respingado. No parecía muy contento. Respiraba compulsivamente y lo miraba fijamente con los ojos muy abiertos y actitud desafiante. Antes de que Aram pudiese evaluar la situación, el tipo le lanzó un cuchillo que bloqueó por costumbre, esquivó la espada del sujeto y le hizo una zancadilla para mandarlo al piso de cabeza. Una vez estuvo en el piso, Aram le pisó la muñeca y le quitó la espada, recién dándose cuenta de lo pequeña de su mano.

«¿Cuál es el chiste de volverse pequeño?» pensó, divertido, dándose cuenta de lo grande que le quedaba el atuendo azul que llevaba puesto.

De pronto, estaba de pie en medio de un altar, observando la imagen de una cruz en medio de tres vitrales que proyectaban su luz para teñirla con los colores del arcoíris. Las paredes y los pilares que sostenían la edificación en la que estaba eran radiantemente blancos, tan limpios que la luz que entraba por los enormes ventanales de los costados proveían de una iluminación uniforme a la instancia. Ocupando algunos de los reclinatorios que había allí, algunas personas permanecían con la cabeza baja mientras él sostenía una radiante espada de brillo azulado entre sus manos con la punta hacia el suelo. Subitamente se abrieron las puertas al final de la habitación y a paso firme ingresaron cinco soldados ataviados de negro y rojo, entonces él se hayó oculto en un callejón, lo suficientemente lejos del farolero que estaba encendiendo la luminaria de una calle en la que había unas enormes casas improvisadas a base de palos y materiales de construcción que para él pasarían como desperdicios. El sonido de las botas del hombre al chapotear el lodo bajo sus pies era todo cuanto se podía oír. Bajo una angustiante sensación de encierro, Aram levantó la cabeza y buscó el cielo, más no fue capaz de encontrarlo en medio de tablas, planchas y telas que iban de lado a lado sin ningún patrón u orden aparente.

— ¡¿Qué mierda me dio el abuelo?! — Murmuró, cayendo en cuenta de que vestía una armadura de cuero negra y una larga capucha desgastada en las puntas. Sus brazos estaban forrados con vendas y por sus dedos se marcaban unas líneas rojas que brillaban en la oscuridad de su escondite.

Alguien llamó a su hombro y al momento de darse vuelta, se encontró en medio de un bosque de pinos, con la niebla limitando su visión a tan solo un par de metros, la tierra de hojas como un colchón bajo sus pies, algunas rocas musgosas estorbando su camino y un arco como su única arma para defenderse de ese entorno que debía ser el ideal para un cazador; eso, y un enorme lobo gris que caminaba tranquilamente a su lado. El lobo lo miró, ladeó la cabeza y se frotó contra su pierna.

— Parece que mi maestra nuevamente ha dejado a otro en su lugar — Dijo una voz ronca, cordial y de buena labia. Aram buscó en todas las direcciones a quien le estaba hablando —. Soy yo, ser de la posesión — Le dijo el lobo, apoyando la pata en su pie.

— ¡¿QUÉ?! — Exclamó él con la voz de una mujer, retrocediendo dos pasos antes de resbalar e irse de espaldas.

Ciertamente él siempre quiso saber cómo se veía y cómo se sentía la magia. Al haber nacido privado del acceso a esta fuente de poder, lo único que podía hacer era limitarse a escuchar a quienes sí eran capaces de percibirla y de ahí sacar sus conjeturas. Pero en ese momento, ante él tenía una enorme esfera azulada hacía la cual se dirigían una serie de puntitos azulados que aparecían de entre unas estanterías repletas de libros. El maná era una sensación reconfortante, pero no distaba mucho de la sensación de una buena exhalación tras un momento de tensión, aunque sí era verdad que en ese momento sentía el impulso de tomar todo ese flujo y atraerlo hacia sí. Había varias personas con unas túnicas de capucha puntiaguda con libros flotando a su alrededor y plumas escribiendo sobre ellos. En medio de todo, nuevamente estaba la espada azul que había visto antes.

— ¿Qué debemos hacer ahora, Oh Tellon? — Le preguntó uno de los sujetos, acercándose a él, solemne.

— No tengo ni la más puta idea — Replicó él, completamente confundido, marcando una semejanza con lo que le había relatado Cair se sus sueños. Entonces frunció el ceño y rodeó la esfera hasta llegar al otro extremo, donde, efectivamente y tal como él le había relatado, había una mujer de cabello blanco, incluso más hermosa que Naeve, la druida que viajaba con Cair.

Él se quedó de piedra, pero antes de darle tiempo a decir algo o enmarcar esas facciones en su memoria, Aram sintió el viento sobre su frente. Ahora estaba en una planicie, sobre un hermoso caballo blanco de crin negra trenzada, portando una resplandeciente armadura plateada y un tabardo azul que en el frenetismo de la situación fue completamente incapaz de observar con detalle.

Algunas rocas cubiertas de musgo rompían con la simetría perfecta de una planicie en la que prácticamente lo único visible era el cielo con los colores del atardecer, uno en el que había una serie de círculos apenas visibles a los que Aram tardó en atribuir el sustantivo de «Luna». Era asombroso e increíblemente hermoso, tanto que fue todo a cuanto se detuvo a contemplar antes de saltar a la siguiente escena.

«Quiero volver…» pensó, sintiéndose algo mareado y con un dolor de cabeza que empezaba a manifestarse en uno de sus ojos.

Ahora estaba sentado en lo que parecía ser un carruaje, moviéndose al compás de este junto a una serie de personajes de aspecto aguerrido, ataviados con armaduras que no parecían pertenecer a un grupo formal dada la carencia de emblemas en ellas. Él estaba sentado en el centro, con la espada azul haciendo acto de presencia nuevamente entre sus manos, y con todos con sus miradas puestas en él, como si estuvieran esperando alguna respuesta de su parte. Naturalmente, él empezó a sentirse nervioso y presionado ante el silencio de todos los que iban con él.

— Parece que ocurrió nuevamente — Dijo uno de los sujetos.

— ¿Quién eres ahora? — Le preguntó una mujer, inclinándose hacia él.

— ¿Eh? — Le dolía tanto la cabeza que no supo entender la pregunta.

— ¿Cuál es tú nombre? — Volvió a preguntarle la mujer.

— Aram…

— Uno nuevo — Dijo otro de los sujetos, sacando un libro y anotando algo.

— ¿Uno… nuevo? — Preguntó él, empezando a temblar.

— «Aedan de Talgra», «Deliavel de Carnia», «Darenor Filumnis»… — «¿Filumnis…? ¿Qué… qué mierda es esto?» Aram empezó a inquietarse —. «Seim», «Tellon Verennon», «Cair Rendaral» y ahora «Aram»… ¿Tienes algún apellido? — Preguntó el tipo que había sacado el libro.

Aram se quedó en silencio durante varios segundos mientras su respiración empezaba a agitarse.

— …Ri… — No alcanzó a completar su respuesta cuando se encontró en lo que parecía ser un consejo, en cuyo centro estaba él, de pie en medio de un círculo con un incontable número de ojos fijos en él. Cayó de rodillas, sudando sendas gotas mientras su corazón buscaba un sitio en su pecho para escaparse.

— ¿Se encuentra bien, magistrada? — Le preguntó un chico de más o menos su edad, vistiendo una túnica blanca, cuyas facciones no permanecieron en su mente, acercándose con una especie de cáliz de plata.

— … No… — Balbuceó él, sin querer despegar la cabeza del suelo para no seguir contemplando lo que esa cosa a la que ya no podía llamar sueño tenía para él.

— ¡Receso para la sesión! — Dijo en voz alta el sujeto que estaba a su lado —. ¿Qué ocurre, mi señora? — Le apoyó una mano en el hombro.

Aram negó con la cabeza varias veces antes de ser capaz de decir algo. Quienes estaban a su alrededor comenzaron a murmurar, incentivando su tensión.

— No… no lo sé… — Balbuceó ¿Qué se suponía que debía preguntar? ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Eso seguía siendo un sueño? Todo era tan tangible y detallado… materializaciones impropias de alguien que se consideraba artísticamente burdo —. ¿Dónde… estoy…?

— ¿Majestad? — Preguntó una voz desconocida.

Aram levantó la cabeza subitamente, encontrándose con un extenso salón con varias columnas de intrincados diseños y unos enormes ventanales que descubrían a las motas de polvo que pululaban en la instancia y proyectaban la luz en perpendicular a la extensa alfombra del centro. En los costados había un montón de personas que parecían ser soldados, formados en fila en paralelo a la alfombra, sosteniendo unos estandartes azules con un emblema muy parecido al de Desleris y vestidos con unas armaduras que dejaban al descubierto sus abdómenes. Él estaba en lo alto de una escalera, sentado en el que podría ser un trono, vestido con una gruesa capa azulada y una absurda cantidad de joyas en sus muñecas. Pero lo que lo hizo negar con la cabeza otro par de veces fue encontrarse nuevamente con la espada de filo azulado apoyada en un pedestal junto a su asiento.

— ¿Ocurre algo? — Le preguntó una mujer rubia de ropajes ligeros y lentes, acercándose a él con un bastón entre sus manos.

Aram la miró directo a los ojos con estupor, incapaz de decir cualquier cosa, solo entonces reparó en el hombre de negro, arrodillado justo frente a él. Su corazón se aceleró aun más cuando reconoció su silueta y la asimiló junto a la espada que tenía a su lado. Era el mismo bastardo que le había lavado la cabeza a sus padres y le había cagado la infancia.

Él se levantó súbitamente y empezó a caminar hacia el hombre rechinando los dientes, quien se puso de pie y lo miró directo a los ojos. Los suyos eran anaranjados y, ahora sí, estaba seguro de que quien tenía frente a él era el mismísimo Algriram Filumnis.

— Lee la carta — Dijo y de un momento a otro abrió los ojos como platos y su mandíbula se tensó.

Aram levantó el puño y se preparaba para darle un puñetazo cuando se dio cuenta de que el tipo repetía sus movimientos, burla que lo hizo enfurecerse aun más hasta que finalmente le descargó un puñetazo con toda su rabia; pero no fue su rostro lo que encontró, sino que un espejo, uno que se trizó y le hizo sangrar los nudillos. En una de las esquinas había un mensaje que decía «Lee la carta» y una flecha apuntando hacia abajo.

Sintió unas repentinas ganas de llorar producto del miedo en cuanto percibió la misma espada azul de reojo, pero no quiso ni mirarla, sino que bajó la cabeza y se encontró con una carta sellada sobre el tocador.

Rompió el sello, sacó la carta y la sostuvo frente a su cabeza con la mano temblorosa.

«Aram Risfitt o Novam Primun, quizá el primer pensamiento que venga a tu cabeza sea el que me tacha a mi como culpable de la situación en la que te encuentras. Pero nada más lejos de la realidad.

Lamento no poder explicarte mucho, pero el tiempo de mis palabras está medido con el tiempo que pasarás encarnando mi cuerpo como referencia y mi intención calculada para tener el efecto justo en tus decisiones. De verdad lo lamento…»

Aram alejó la carta y, tembloroso, se miró al espejo, a los brillantes ojos anaranjados que no eran los suyos.

«Esto que ves no es parte de un sueño, como ya lo mencioné, es una encarnación de uno de los once similares que de alguna forma vivieron, viven y vivirán lo mismo que tú. Un indicio de que Orden si guardó un espacio especial para un número de personas que, irónicamente, no se pueden contar con los dedos de ambas manos; a los que vinculó mediante esa espada que viste repetidas veces: Talgradin.

En la dirección a la que sueles mirar sin ninguna razón aparente, específicamente en las ruinas de Nio'Orbite; allí debes ir e intentar llegar a sus entrañas, allá donde tus ojos serán incapaces de llegar. Simplemente has lo que instintivamente harías, sigue los caminos que elegirías, sin titubear ni retractarte, porque esa sería tu perdición.

Eres alguien determinado, probablemente el que más entre todos los que comparten tu destino, así que solo sé fiel a lo que crees que tu mente te muestra.

Tendrás el tiempo justo para leer las siguientes palabras.

Perdón.»

Inmediatamente tras leer esas palabras, un sinfín de imágenes que, a falta de contexto, le resultaron tremendamente ambiguas y estresantes; simplemente una tras otra fueron afluyendo a su mente, cambiando de trasfondo con cada milimétrico movimiento de su mano, con la que empuñaba firmemente la espada de filo azul mientras inconscientemente intentaba, con esfuerzo, llevar su guarda frente a su rostro con la punta hacia el cielo. Finalmente, en cuanto el brillante cristal resonante que marcaba el inicio del filo estuvo perfectamente alineado con sus ojos, todas las imágenes se disiparon y frente a él tenía nueve personas en fila que sostenían exactamente la misma espada con la punta del filo en el piso. Cada una de ellas parecía estar de pie sobre los dedos de una mano, sobrando solo el pulgar de la mano izquierda.

«Cei» las palabras resonaron en su cabeza como un eco.

— Yom — Dijo una mujer vestida con un hábito.

— Sabi — Siguió un sujeto de cabello alborotado y una barba que delimitaba el contorno de su rostro en el extremo opuesto.

— Dera — Continuó otra mujer de cabello cobrizo y largo, vestida con pieles.

— Ama — Siguió un sujeto de cabello largo con una túnica andrajosa.

— ¿Qué…?

— Hahe — Siguió un tipo grande con una armadura de placas, sin alterar el ritmo.

— Leom — Otra mujer de armadura acolchada.

— Bae — Una chica con una túnica de corte fino.

— Era — Una mujer alta con una extraña corona.

El último en la fila era un hombre de cabello negro y largo, vestido con un grueso abrigo y una cota de mayas debajo. Ese rostro ya se había presentado ante él recién, pero había una distinción… una fácilmente reconocible por cualquier espadachín en Ortande, pues el hombre que tenía frente a él era considerado un ídolo para los caballeros, pese a no ser uno.

— Eon — Dijo.

— ¡¿Qué es esto, maldito?! — Le gritó.

— En concordancia y discordancia, has de reencontrar tu camino hasta aquí — Dijeron todos al unísono —. Pues la voluntad es nuestra fuerza y nuestro vínculo nuestra determinación.

Aram levantó la cabeza súbitamente, gritando con todo su ser, se tanteó todo el cuerpo y luego levantó las sábanas para revisar sus partes «¿Por qué las habría perdido en principio?» pensó, recién dándose cuenta de lo calmado que estaba a pesar de lo nervioso que estaba hace lo que parecía no más de un segundo. Saltó de la cama y se acercó a su tocador para observarse en el espejo y así comprobar que realmente era él y no otro, ya que sentía un lado del rostro adormecido y, a pesar de encontrarse en su habitación, tenía que confirmar que no seguía soñando.

Su mandíbula casi cayó hasta el suelo en cuanto reparó en el intenso fulgor dorado que despedían sus ojos mientras su cabello se mecía sutilmente al compás de la brisa, entonces se volteó lentamente para comprobar que la ventara no estuviera abierta. No lo estaba, así que se fue de espaldas.

— ¡ABUELO! — Gritó, corriendo hacia el comedor, donde la abuela Ela debía estar preparando el desayuno.

Con el tiempo y ante las prisas, Aram había olvidado que justo frente a la puerta de su habitación había un pasamanos, por lo que, debido al impulso, pasó sobre él y cayó hasta el comedor.

— ¿Qué ocurre, hijo? ¿Por qué tanto…? — También se le desencajó la mandíbula —. Por los celadores… — Y se desmayó.

— ¡Abuela!

Adaia salió de su habitación y se asomó por el rabillo de la puerta de su habitación, somnolienta.

— ¿Por qué tanto alboroto? — Aram se volteó hacia ella e inmediatamente la muchacha se desmayó al igual que su abuela.

— ¡Adaia!

— ¡¿Por qué tanto alboroto?! — Exclamó el abuelo, dando un portazo, apuntando con su rifle nuevo al interior de la casa, histriónico —. ¡Por el Gris Eterno! — Continuó con su exagerada actuación llevándose las manos a la cara —. ¡¿Qué has hecho, Aram Risfitt?! — Aram se volteó hacia él, provocando un inusual segundo de duda en el viejo, quien caminó lentamente hasta el baño, ignorándolo, se mojó la cara y salió de la casa para volver a entrar dando un portazo —. ¡¿Por qué tanto alboroto?! — Lo miró directo a los ojos, bajó el rifle y dijo —: Puta madre.

— ¡DI ALGO! — Exclamó Aram, más alterado que antes.

— El primero.

«Porque a base de dos únicos tonos se moldeará su mundo»

FIN DE «LAS VERDES COLINAS SE TIÑEN DE PÁLIDO»