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Chapter 255 - Crisis

A medida que el último eco del sonido se desvanecía en el crepúsculo, dos luces, una de un blanco puro y otra de un azul profundo, emergieron del corazón oscuro del bosque, cortando el cielo con la velocidad de un rayo. Su trayectoria las llevó directamente hacia el lejano y majestuoso castillo de piedra, que se alzaba como un centinela silencioso en el horizonte. Al impactar, estos haces de energía liberaron una explosión de tal magnitud que la destrucción se apoderó de las cercanías de forma inmediata.

La sensación opresiva desapareció al momento de la explosión.

Gustavo inhaló el bendito oxígeno que tanta falta le hacía a sus pulmones. Se sintió libre, aquellas gruesas cadenas que lo habían mantenido inmovilizado se disolvieron en la nada, una fortuna que compartió con sus enemigos, quienes al percatarse de ello convergieron sus miradas hacia su persona.

En un súbito instante, el cielo se fracturó, asemejándose a un cristal golpeado con fuerza contra una implacable roca. Un lamento, oscuro y profundo, surgió de la nada, acompañando la transformación del firmamento que comenzó a impregnarse con un intenso color carmesí.

Su sable resurgió en su noble ambición de repartir muerte, no estaba seguro porque, pero estaba ansioso por terminar con todo. Quería correr y esconderse, pero sus enemigos fueron más rápidos. Se quedó de pie sin poder creer lo que estaba sucediendo, sus brazos temblaban de miedo, era puro terror lo que su corazón sentía, y ahora no estaba completamente seguro si la emoción era una influencia externa.

Frente a él se perfiló una silueta ominosa, un ser envuelto en los pliegues de una túnica negra, erosionada por el poder del tiempo. Su cabeza, cubierta por una capucha, ocultaba cualquier indicio de su rostro, pero aun así, la certeza de ser observado pesaba sobre él como una losa. Sin necesidad de ver sus ojos, podía sentir cómo le traspasaban, una mirada impregnada de una frialdad y un deseo de muerte que desbordaban lo natural.

Se escuchó otro lamento, más lúgubre que el anterior.

—No sé quién eres, pero tu destino ya está sellado; debes morir —dijo la figura, su voz era una macabra sinfonía, semejante al sonido de una garganta rasgada esforzándose por articular palabras. Emitía un eco que parecía arrastrarse desde el más profundo de los abismos, impregnado los alrededores de una oscuridad maligna.

Al elevar su extremidad derecha, el oscuro velo que ocultaba su esencia se disipó, revelando su verdadera naturaleza: una mano desprovista de carne, en la que solo los huesos, marcados por intrincadas líneas negras que serpenteaban a través de ellos, se mostraban a la vista. Con una destreza que desafiaba el ojo humano, el encapuchado trazó un sello en el aire, sus movimientos eran tan rápidos que Gustavo apenas tuvo tiempo de procesar lo que sucedía antes de verse impactado por una oscura masa de sustancia antinatural. Esta entidad sombría se adhirió a su cuerpo con una tenacidad sobrenatural, comenzando a expandirse a una velocidad que helaba la sangre.

Con cada fibra de su ser manifestándose ante el avance insidioso de la corrupción, sintió cómo la barrera que encerraba el legado de Carnatk se resquebrajaba sutilmente. Una grieta ínfima, apenas perceptible, pero suficiente para desencadenar el futuro caos al que había decidido abandonar. Desde las profundidades más lúgubres del abismo, los lamentos y súplicas de innumerables almas condenadas ascendían, ensartándose en su consciente con una claridad desgarradora.

Con una inhalación cargada de determinación, su cuerpo se convirtió en un crisol de fuego intenso. Las llamas, danzando con una furia controlada, consumieron la oscuridad que se arrastraba por su piel, devorando la corrupción con una voracidad inusitada. En cuestión de segundos, la masa negra se desintegró, un espectáculo que incluso dejó sorprendido al ente encapuchado.

—Eres peculiar, orejas cortas.

Levantó ambas manos, y sin encantamiento alguno condensó la energía de muerte en sus palmas, que moldeó en dos lanzas flotantes. El par de ellas fue lanzado al joven Gustavo, quién con la gracia y la rapidez propia de un felino las esquivó, apenas rozando la muerte. Sin perder un ápice de concentración, percibió el temblor bajo sus pies, un presagio de peligro que le otorgó un escalofrío a su espalda. De las entrañas de la tierra, emergió el cadáver de una criatura humanoide de proporciones titánicas. Con una mano que rivalizaba en tamaño con su propio cuerpo, intentó atraparlo.

Se escuchó nuevamente otro lamento, más desgarrador.

Dos lobos de envergadura titánica emergieron de manera repentina, uno ostentaba un pelaje de un blanco puro e inmaculado, mientras que el otro se adornaba con un manto de un azul profundo y misterioso. El lobo azul, con una destreza que desafiaba su tamaño, se lanzó con fiereza inusitada hacia el gigante, convirtiendo el momento en una colisión de fuerzas sobrenaturales. Mientras tanto, el lobo de pelaje blanco, con una serenidad imperturbable, se colocó delante del joven y el esqueleto, erigiéndose como un escudo viviente.

«Debes irte, descendiente del bosque —transmitió mentalmente el lobo blanco con una voz que resonaba como un eco eterno en la mente del joven—, este mundo pronto dejará de existir».

«No».

Se apretó los lagrimales de manera súbita, sintiendo un zumbido en su oído y un penetrante malestar de cabeza, como si una aguja atravesara su cráneo. Su pecho comenzó a doler, escuchó gritos, lamentos, y sintió que el tiempo pasaba más lento. Levantó la mirada, y observó el sitio donde había tenido lugar la explosión, fue breve, pero logró vislumbrar una sombra negra caer.

No supo precisar el momento en que sus pies decidieron avanzar; ni el primero ni el segundo paso fueron conscientes para él. Lo había ejecutado con tal velocidad y decisión que ni la sombría figura encapuchada, ni siquiera el lobo blanco de mirada penetrante, pudieron seguir sus movimientos. El miedo invadía cada fibra de su ser, eso no podía ocultarlo, pero en lo más recóndito de su corazón, una certeza palpitaba con fuerza: aquella entidad, velada en misterio, era sin duda su adversario predeterminado, el enemigo por el que había pasado tantas dificultades. Como hombre que se había comprometido a eliminar el mal y vengar a los caídos, sentía la imperiosa necesidad de enfrentar lo desconocido, de presentarse ante el peligro con sable y determinación, sin importar las sombras de terror que se cernían sobre su corazón.

En menos de cinco minutos, encontró su destino: una inmensa planicie blanca, forjada en piedra pulida hasta el extremo de brillar bajo una luz impía, lo esperaba, extendiéndose hacia el infinito. Era como si hubiera sido arrancado de otro mundo, un lugar donde las leyes de la naturaleza se doblaban y retorcían en formas incomprensibles. El cielo que se cernía sobre él no era menos extraordinario, parecido a un espejo antiguo que hubiera sido roto deliberadamente, sus fragmentos dispersos a lo largo de un lienzo de tonalidades oscuras. Esporas de luces intermitentes —rojas, azules y negras— bailaban en el aire, mezclándose con energías que parecían estar eternamente en conflicto. Si aquello pudiera ser capturado en una pintura, sería el epítome del caos, un retrato vívido y poderoso de un cosmos desordenado, luchando contra sus propias reglas. Sorprendentemente, la devastación del castillo había respetado la integridad de la superficie, así como la de los venerables pilares, cuyos detallados tallados narraban epopeyas y leyendas del pasado; sagas que, en estos momentos, se encontraban más allá del alcance de la exploración y el asombro, dadas las circunstancias apremiantes que no concedían el privilegio de sumergirse en tales misterios antiguos.

Esparcidos por la superficie inmaculada, se encontraban más de cien cadáveres, todos ellos colocados sobre un enorme sello dibujado con sangre. Había un único cuerpo que desentonaba con tan tétrico trazo, igual caído, pero de alguna manera muy extraña, no obstante, su concentración estaba sumida en aquella cosa en el centro del símbolo rojo.

«Por todos los cielos». Se santiguó por inercia, de forma parsimoniosa.

Se erigía imponente, un coloso ante los ojos de Gustavo, alzándose aproximadamente a una altitud triple de su estatura. Vestía una armadura de un material desconocido, teñida de la más profunda oscuridad, embellecida por un intrincado laberinto de sellos mágicos que burlaban el entendimiento del joven. Su figura se envolvía en una túnica deteriorada, cuyas zonas aún completas parecían haber sido pintadas con la esencia misma del firmamento nocturno, y una capa de similar tonalidad caía con desgano sobre su hombro izquierdo. Botas de acero antiguo protegían sus pies. Sobre su cuello colgaban como joyas cinco cráneos humanos. Y, como seguidores fieles de sus guanteletes, gemas de diversos colores le acompañaban. La mirada que se asomaba tras aquel velo de indiferencia era un abismo de frialdad. Su semblante se ocultaba parcialmente bajo una máscara de carne, y su cráneo blanquecino, coronado por hebras de cabello tan negras como la noche, se burlaban de la gravedad al revolotear se forma inversa.

La confusión de él aumentó en proporción directa al terror que invadía a Gustavo. Sus ojos se encontraron en un duelo silente, uno cargado de un interés casi morboso, mientras que el otro estaba paralizado por un miedo profundo. Se erigió entonces, su figura alzándose de manera imponente, creciendo no solo en estatura sino en presencia, como si se alimentara de la tensión palpable en el aire. A su alrededor, la atmósfera cambió drásticamente; lo que antes era una calma tensa se convirtió en un caos vibrante, una energía tan poderosa como indomable comenzó a fluir, alterando la realidad misma, vibrando con una intensidad que parecía anunciar el preludio de una tormenta sobrenatural.

—Mi primer sacrificio —dijo con una voz que desmentía su apariencia. Era educada, insólitamente cálida, pero se tornaba macabramente grotesca cuando se le prestaba demasiada atención.

Su mente repelió con premura la seducción que como una hábil cortesana se había deslizado muy en su interior.

Un ensordecedor grito proveniente del caótico cielo inundó los alrededores, pero el enorme ente pareció ignorarlo. Aunque Gustavo no.

—¿Qué eres? —preguntó con un dejo de miedo, al que poco a poco iba venciendo.

—El Señor de los Condenados —dijo con obviedad—, Dominius es mi nombre.

Gustavo tragó saliva, sintiendo cómo el mero susurro de aquel nombre tan ominoso congelaba su sangre en las venas y hacía que su corazón tamborileara contra su pecho con una ferocidad desbocada. La energía que se derramaba de la presencia de aquel ser comenzó a envolverlo, densa y opresiva, como una marea de oscuridad que todo lo consume. Sentía cómo esta aura maligna se cernía sobre él, infiltrándose en su ser y exacerbando la fisura en su sello de contención.

—Ven.

Gustavo dio un paso adelante, su cuerpo moviéndose casi por voluntad propia en cumplimiento de la demanda. Sin embargo, apenas un latido después, como atrapado en el remolino de un sueño del que de repente se despierta, retrocedió instintivamente el paso dado.

—No oses desafiarme, criatura.

Gustavo volvió a tragar saliva ante la repentina muestra de enfado de Dominius, representando cierta dificultad por mantener la compostura ante su imponente presencia.

—Peculiar sable tienes en tus manos, orejas cortas —dijo al dejar caer su mirada sobre la hoja oscura, no había expresión en su rostro, pero por su tono se notaba cierta sorpresa e interés—. Entrégamelo. —Extendió su mano huesuda, esperando que se acatara la orden.

Gustavo sintió la necesidad de doblegarse a la voluntad de Dominius, pero, con su característica determinación repitió el acto, rompiendo la influencia a la que había sido seducido. Sus dedos buscaron refugio en la firmeza de su empuñadura. Con un susurro tan suave que podría haber sido confundido con el roce de la hoja contra la vaina, Gustavo elevó una plegaria a Dios Padre. No por victoria, pues el mismo dudaba que pudiera conseguirla, sino por fuerza. Fuerza para mantenerse erguido frente a la imponente presencia de un ser que desafiaba todo lo natural.

Nunca antes había enfrentado un desafío donde su mente y su corazón, esos inquebrantables bastiones de valentía y honor, le instaran a rendirse. Y aun así, en el más hondo y solitario rincón de su ser, una voz indomable susurraba el deber de resistir, de erigirse como el último bastión ante Dominius «El Señor de los Condenados».