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Chapter 249 - Disfraces que cuesta retirar

Sus párpados se cerraron por un instante ante la intensidad lumínica, como si el universo mismo se reconfigurase en un parpadeo. Cuando Gustavo los abrió de nuevo, la espesura del bosque se había desvanecido, dejando en su estela una vastedad de blanco, un horizonte que se diluía en un cielo de inmaculada calma. La figura de Héctor había desaparecido, siendo remplazada por un desconocido ber'har, uno sin rastros de corrupción en su piel, y que por su sonrisa tranquila, podía sentir que no había hostilidad en su corazón. La armadura que alguna vez se tiñó con la oscuridad, ahora tenía el matiz de la naturaleza.

—Gracias, orejas cortas... disculpa, Ber'tor.

—¿Quién eres? —preguntó por inercia.

—Me llamo Carlo It-Zil, antiguo Qutqu de la villa de Bosque Alto. —Aunque sonría, se podía notar la vergüenza y tristeza en su mirada—. Eres un diestro guerrero, mucho mejor de lo que alguna vez fui, y mejor servidor de Nuestra Señora —Su voz se quebró—, pues no cediste a la influencia del villano. —Suspiró, observando a sus espaldas. La luz blanca se tornaba cegadora—. Mi raza está agradecida, gran Ber'tor.

Cerró y abrió los ojos, y cuando lo hizo se encontró de vuelta en el claro del bosque, a sus pies estaba el tallo de un nuevo árbol, y sin saber porque, comprendía que se trataba del habitante del bosque.

Se extrajo el puñal y lo arrojó al suelo.

—Sanar.

Repitió el hechizo un par veces hasta sentir que la herida en su abdomen había dejado de brotar sangre.

Levantó el sable, y con la resurrección de la sed de batalla dirigió su atención a las damas ciegas, a las que al parecer su hechizo de rayo no había tenido el efecto deseado de mandarlas al otro mundo.

Sin Carlo, la resistencia fue inútil, su sable se hizo con las cabezas de las cinco, y sin su protección mágica, la destrucción de los no-vivos que cercaban el lugar fue relativamente rápido. Pero no hubo satisfacción en su victoria luego de saber que todos ellos eran nada más que esclavos, antiguos guerreros que se habían resistido a la mano del villano, y podría haberlos purificado, pero el tiempo no era su aliado, y tampoco tenía la energía pura para hacerlo.

Inspiró profundo, estaba agotado, tanto mental como físicamente, pero todavía tenía algo más por hacer. Sus pies lo llevaron ante el árbol del que estaba colgado Timber. Le bajó con sumo cuidado, podía apreciar que no estaba bien.

—Lo lamento...

—No hables —ordenó Gustavo al arrodillarse y tocar con sus palmas su pecho—. Sanar.

—Déjame. —Tosió un líquido negro y viscoso—... no lo merezco...

—Cállate. Sanar.

—Caminabas... a una trampa... No tuve elección... Soy un cobarde... un traidor... de mi propia raza...

Gustavo calló, tratando de entender de lo que estaba hablando.

—Hay esperanza... si eres tú... No te dejes engañar... no es un esqueleto...

Cerró ambos ojos, y la poca fuerza de la que gozaba lo abandonó al instante que se escuchó un ruido de fractura. Líquido negro y viscoso comenzó a salir de cada orificio de su cuerpo.

—Maldita sea.

Se dejó caer hacia atrás sobre sus nalgas, abatido, y se perdió en la escena que había dejado. Se tocó el estómago, con la falta de adrenalina el dolor se tornó molesto.

La sangre seca manchaba su torso y espalda, obligándolo a deshacerse de la camisa dañada. Cambió su indumentaria por una prenda limpia, no sin antes limpiar su piel con cuidado usando un paño húmedo. Se quitó la máscara de tela que ocultaba la mitad inferior de su rostro y la capucha adherida a su túnica, sintiendo el cambio de temperatura en su piel expuesta, una frescura que apenas notaba entre las diversas molestias que lo aquejaban.

Al recuperar un poco de fuerza se dirigió al lado de Timber, y con sus manos comenzó a excavar. Al cabo de un tiempo sus dedos se entumecieron, debiendo apoyarse con su sable. Al culminar el hoyo depósito el cadáver de su fugaz compañero de viaje, tocándole el pecho con su palma, para de forma inmediata conjurar su hechizo: Purificar, no sabía cómo el oscuro levantaba a los muertos, pero esperaba que de esta manera le resultara imposible, o al menos se le dificultara hacerlo.

Con un soplo de energías renovadas, se aproximó al lugar donde yacía Timber. Sus manos, movidas por lo que necesario, excavaron la tierra. El tiempo pasaba, y el frío se apoderaba de sus dedos, entorpeciendo cada extracción. Resistiendo el entumecimiento, recurrió a su fiel sable para continuar la tarea, la hoja desplazaba la tierra con mayor facilidad que sus propias manos fatigadas.

Finalmente, ante un lecho de tierra que había formado con perseverancia, depositó con delicadeza el cuerpo sin vida de quien fuera su compañero en esta efímera travesía. Acercó su palma oscurecida por la tierra al pecho del Ber'tor, para de forma inmediata conjurar su hechizo: Purificar. No sabía cómo el oscuro levantaba a los muertos, pero esperaba que de esta manera le resultara imposible, o al menos se le dificultara hacerlo.

Levantó el rostro hacia una dirección que en su momento había creado una furia incontenible, pero ahora, junto con el cansancio y el fin de la batalla, solo había desilusión. Se acercó al cuerpo de Exilor, sus ojos se mantenían abiertos, con el terror plasmado en sus retinas, la sangre coagulada y el líquido negro teñía su pelaje. Le cerró los párpados, y se alejó un par de pasos para comenzar un nuevo hoyo en el cual depositaria su cuerpo, justo al lado del de su amo. Y para evitar sucesos desafortunados, conjuró el mismo hechizo de elemento Luz sobre el cuerpo del can.

Al concluir el amargo deber de sellar las últimas moradas de sus camaradas caídos, se tomó un instante para persignarse. Sus labios temblaron suavemente al susurrar una oración, cada palabra empapada de una súplica intensamente sentida. Imploró con humildad, pidiendo al cielo que abriese sus puertas y recibiese en su seno las almas nobles que la contienda había arrancado del mundo de los vivos.

Llevó su cantimplora a los labios resecos y bebió un trago de agua que sabía a calma. Inhaló profundo, atrapando en su pecho el tumulto de emociones que lo asediaban —frustración, impotencia, soledad—. Exhaló lentamente, intentando liberar las sombras situadas en su corazón. Sus ojos se posaron el horizonte, sabía lo que traía el porvenir, y estaba preparado para ello, por lo que avanzó, dirigiéndose al trayecto que sus enemigos habían recorrido para llegar al claro.

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Sus manos pasaban por la sagrada madera del arco con calma, mientras sostenían un paño que le ayudaba a quitar las invisibles impurezas de la superficie. Sus ojos, verdes esmeralda, observaban la penumbra con un desinterés anormal. Por momentos su respiración se tornaba irregular, exactamente cuando las emociones y la frustración se apoderaban de su pecho, pero las combatía con un suspiro, que también impedía que las lágrimas resbalaran por sus mejillas cuando los recuerdos azotaban su mente como olas furiosas.

Desvió su atención a la brillante luz azulada que caía directamente sobre el cuerpo del pequeño lobo postrado en el lecho de piedra. Cada que su mirada se posaba en su cuerpo la impotencia surgía como un mal que no podía remediar. Tantas promesas ahora vacías, y esa única esperanza se desvanecía con el calmo de su respirar.

—Primera —dijo un ber'har al acercarse—, venga conmigo.

Ariz endureció el semblante, odiaba la estúpida expresión de alegría que tenía su paisano, para ella, en los tiempos que corrían, nadie debía estar feliz.

—Estoy ocupada —dijo como pretexto, ya había limpiado su arco unas diez veces.

—Debe verlo, Primera, Nuestra Señora no nos ha abandonado...

Se levantó de golpe, acercándose al macho con una rapidez amenazante, sus ojos brillaban con hostilidad, y su expresión clamaba por una explicación satisfactoria.

El ber'har tragó saliva, pero su estúpida expresión no desapareció.

—Debe verlo —repitió.

Ariz asintió, la valentía de su paisano se había ganado la oportunidad de decepcionarla, para luego concederle un merecido castigo. Le siguió, cruzando el oscuro sendero que le guiaba al exterior de la caverna donde los hospitalarios osos dormilones les habían dejado refugiarse.

No podía creerlo en cuánto lo vio, debiendo aumentar su velocidad, deteniéndose justo al cruzar el umbral. Sonrió como una tonta mientras observaba el cielo claro, mientras un par de lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Ese día, al caer el crepúsculo, los pocos sobrevivientes que todavía se mantenían en la superficie pudieron apreciar por primera vez, luego de estos últimos tres años, el sol en todo su esplendor, ocultándose en el horizonte, con la promesa de volver al otro día.