Risas fantasmales surgían de los pliegues invisibles de lo real, retorciendo el aire con vibraciones que se infiltraban, intrusas, hasta la intimidad de sus palmas, que se agitaban como hojas en la tempestad de un oculto titiritero. Por un instante, la semilla del temor germinó ante la posibilidad de que su cuidadosamente erigido baluarte mágico hubiera sucumbido; más, Bendito Dios, su sello de contención le susurraba que no, que se mantenía intacto, que era robusto y estaba blindado incluso ante la más pérfida de las ofensivas externas, por lo que soltó de sus labios, un largo y silencioso suspiró.
Con la celeridad de un destello en la oscuridad, su sable zumbó al cortar el frío aire de la arboleda. Su vista, entrenada y veloz, se deslizó a través del entramado de ramas desnudas, persiguiendo la silueta elusiva del adversario que se negaba a revelarse, escondido en la encriptada quietud del bosque. Mientras sus manos se afianzaban al arma, una corriente gélida ascendió por su espina dorsal, una sensación a la que parecía no tener defensa.
—Muéstrate, demonio —articuló con un grito que se quebró en las aristas del miedo, un miedo ajeno a su esencia, incomprensible, como si ese temor hubiera emergido de la tierra que pisaba, y no de su pecho.
La hoja del sable centelleó, bañada en su peculiar fulgor carmesí ennegrecido, prometiendo que si el destino exigía un encuentro con lo nefasto, lo haría con la seriedad correspondiente.
El frío se ensañó, mordiendo con dientes de hielo, mientras la neblina tejió su espeso capullo alrededor de los árboles, como si la propia naturaleza conspirase para ocultar el acto venidero.
—Si quieres ver a tus compañeros con vida, deberás encontrarme.
El susurró funesto llegó a su oído procedente de todas partes, y luego, con la súbita ligereza de una cadena rota, la sensación ominosa desapareció.
—Maldito.
Apresuró su andar, sumergiéndose más y más en las entrañas del bosque, en un trayecto desconocido, teniendo únicamente como mapa a sus instintos, que le aconsejaban seguir el sendero, aquel con la carga de energía más densa, a la que cualquier ser vivo rechazaría por naturaleza. Sabía que estaba de camino a una trampa, pero estaba atado de manos, no podía dejar morir a Timber y a Exilor, no era ese tipo de hombre.
—Kill him.
Escuchó la voz del soldado estadounidense tan vivida como aquel fatídico día, y con la apariencia de una decena de relámpagos frente a sus ojos fue deslumbrado, devolviéndolo a un pasado que había creído olvidado.
Se escuchaban los fusiles, el grito de los cañones, el estruendo del campo de batalla. Él caminaba nuevamente por ese campo con fusil en mano, a su lado se encontraba su fiel amigo Héctor, que con una expresión endurecida llenaba su boca de insultos por los invasores de su tierra.
Apresó los párpados un instante y al ceder, el mundo se transfiguró; el bosque resurgía en torno a él, con el aliento danzante entre el orden y el caos. Perlas de sudor adornaban la parte de su rostro exento de la capucha y la tela.
—Vamos, Gustavo, hagamos entender a esos malditos güeros que está tierra nos pertenece.
El fusil estaba de vuelta en sus manos, y su amigo se encontraba a su lado, sonriéndole como no recordaba haberlo hecho. Se mordió los labios, su corazón estaba flaqueando ante la culpa, y ahora teniéndolo enfrente de él, sentía que era el momento para desahogarse de todo lo que había estado cargando desde su muerte.
—Hector...
Había vuelto al bosque, su amigo había desaparecido, y con él la esperanza de disculparse.
Se permitió el lujo de un suspiro, un breve esbozo de calma que desplegó sus dedos sobre la frente húmeda por el esfuerzo de combatir con lo invisible. Sus párpados se cerraron con la solemnidad de quien baja un telón, orquestando el silencio en su mente asediada. Pero, como un reloj que insiste en su tic-tac, el estrépito belicoso le devolvió a la ingrata realidad; ahora, estaba postrado en el suelo, con su uniforme manchado en sangre y la visión afectada por sus graves heridas. Escuchaba pasos acercándose, no sabía si eran reales o de la pesadilla, su amigo se encontraba a unos metros de él, mirándole con una sonrisa que ya había olvidado.
—Te espero... en la otra vida... amigo...
—¡NOOOOO! —Desgarró su garganta al ver cómo el cuchillo del fusil enemigo se clavaba en el pecho de su amigo—. Héctor... Héctor...
Despertó, encontrándose arrodillado, con lágrimas creando frías sendas sobre sus mejillas. Sus piernas se rehusaron a obedecerle, y en su corazón no quedaba voluntad para solicitarles un segundo esfuerzo. Sus brazos temblaban de dolor e impotencia, y entre más hacía por tranquilizarse, su estado empeoraba, el sentimiento de culpa gobernaba su corazón. Soltó el sable como si se hubiera deshecho de algo sin importancia, por lo que, a causa del descontrol mágico la hoja había vuelto a su color natural.
Bajo la penumbra temblorosa de su propio aliento, comenzó a tejer susurros tan delicados como el batir de las alas de una mariposa, palabras que, aunque no alcanzaban a teñir el silencio, ascendían suplicantes en dirección a lo divino. Era una plegaria sutil, pero cargada de un crudo deseo de amparo, el reconocimiento íntimo de su propia fragilidad, sabiendo que el problema no radicaba en sus piernas, ni en la falta de fuerza.
Se limpió la humedad de sus mejillas, y con una inhalación profunda y los ojos cerrados hizo por levantarse. Recogió su sable y avanzó.
La neblina no había disminuido su intensidad, escuchaba risas infantiles y gritos horrorizados, por segundos se perdía en los recuerdos de la guerra y regresaba a la claridad. Sombras acechaban su camino, las percibía por la periferia del ojo, pero tan pronto volteaba estás se desvanecían.
El paisaje cambió, y al hacerlo, tragó saliva, sus manos temblaban, mientras los hombres a su lado le felicitaban con palmadas en el dorso y muecas de júbilo. Todavía podía sentir el nervio en su corazón, y la ausencia de su alma, había perdido para siempre su inocencia, ya no era un niño. Caminó como si sus piernas pesaran lo de una montaña, mientras su mirada perdida observaba al joven que yacía en el suelo, con un agujero de bala en el cuello, un disparo limpio, su disparo.
—Buen disparo, Gustavo, tienes talento.
Volteó hacia la voz, con una expresión muerta, el hombre le sonreía mientras le sujetaba el hombro y agregaba otro compendio de felicitaciones que no quería escuchar. Pero su actitud actual no concordaba con la de su recuerdo, pues, de todos, él era el más orgulloso. Cuando su mirada cayó de vuelta en el lugar donde debía estar postrado el joven, se percató que habían doce cuerpos más, todos asesinados por un disparo limpio.
—Maldito demonio —bramó, la saliva resbalaba de sus labios—. ¿Qué quieres mostrarme? ¿Qué quieres decirme con esto? Era una guerra, nos habían invadido.
Forzó el silencio, continuar hablando solo demostraría que estaba siendo influenciado por el enemigo, y no iba a darle ese gusto. Aunque ya lo había hecho.
—Purificar.
Lanzó el hechizo sobre sí mismo, sintiendo su efectividad casi instantáneamente. La oscuridad que había estado gobernando su mente como una plaga maligna se desvaneció, recuperando el control, sin embargo, el miedo prevalecía, incluso después de repetir el hechizo en una segunda y tercera ocasión, parecía que no era un maleficio mágico, o arte oscuro, en verdad le temía a su acechador.
Con la mente clara prosiguió en el camino, andando a un paso rápido, dirigiéndose a dónde su instinto apuntaba. La hoja del sable volvió a teñirse de aquella coloración rojiza, pero, para su sorpresa, ya no se notaba oscura, era más brillante y clara, aunque igual de poderosa.
Se detuvo, su mirada elevándose hacia la presencia de dos enormes árboles, cuyas copas se entretejían como dedos entrelazados, formando un arco, una entrada a lo desconocido, pero ya estaba fastidiado, en el límite, por lo que avanzó.
La neblina se había esfumado lo suficiente para permitir que la claridad filtrada esbozase un paisaje antes oculto; sin embargo, la repentina revelación le petrificó en su sitio. Timber se encontraba colgando de un árbol, desnudo y maniatado, su cuerpo se encontraba teñido de rojo, a causa de innumerables cortes, profundos y ligeros, estaba claro que habían jugado con él. Exilor estaba a su lado, atado de sus patas y sufriendo el mismo destino.
Apretó el puño, pero se detuvo antes de dar el segundo paso, pues, ante sus ojos, en un extremo del claro, apareció el que él creía se trataba del artífice de todo lo ocurrido en el bosque. Un individuo masculino protegido por una armadura negra, tenía el rostro desfigurado por la falta de piel, sin una oreja y los brazos cubiertos por venas negras que, por el antiguo blanco aperlado de su tez, destacaban aún más.
Detrás de él, le acompañaban cinco féminas con sus mismas características provocadas por la corrupción, con la diferencia que las cinco estaban cegadas, sus ojos habían sido retirados de sus cuencas.
Escuchó un sonido de fractura, y un repentino ladrido que pronto se apagó. Se volvió a Exilor, el propio perro le observaba, pero ya no había vida en sus ojos.