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Chapter 242 - Enigma

Tras la pausa que siguió a su presentación, el muchacho retornó a su asiento junto al resguardo del fuego, murmurando en lo que parecía ser una conversación consigo mismo. Le lanzaba miradas cada tanto, mientras él se las regresaba con una expresión calma. Estaba desconcertado con lo sucedido, y con la noticia de que casi perdió la vida. Le parecía increíble que en un páramo inerte apareciera alguien y lo salvara.

Sus ojos se quedaron fijos en el muchacho, las incógnitas solo incrementaban, y su mente sufría por el resultado de lo incomprensible.

—¿Eres real? —preguntó mientras un esbozo de sonrisa trepaba por sus labios, una sonrisa que intentaba apaciguar el nerviosismo que comenzaba a florecer en su interior, a causa de un mal del que pensaba ya estar curado. Sus cabellos brillaban al contacto de la luz cálida del fuego, y sus dos orbes que miraban el mundo analizaban cada detalle del muchacho.

—Lo soy —asintió, con la certeza en su rostro—. ¿Y tú?

—Igual —dijo, pero la respuesta del muchacho no le convenció—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Lo estás haciendo, ¿no?

La mueca en el rostro de Gustavo se pronunció, podría calmar sus nervios, pero no sus pensamientos que comenzaban a divagar en las líneas de lo inexplicable, para buscar razón de la locura que parecía no querer abandonarlo.

—Lo sé, me refería, a si estabas dispuesto a qué te hiciera unas preguntas.

—Eran una, ahora son muchas. Hablas extraño.

—Me lo han dicho ¿Estás dispuesto?

—¿A qué?

—A responderme. —Agradecía a su madre por enseñarle la paciencia, porque en esta extraña situación era su más valiosa arma para tratar con el muchacho, del que todavía tenía la incógnita sobre su verdadera naturaleza.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me rescataste?

—La mitad de un día —dijo con convicción.

—¿Sabes sobre el ejército que azota estas tierras?

El muchacho agachó la mirada, las palabras que antes habían fluido de su boca con facilidad, ahora se encontraban extintas. Gustavo pudo apreciar el conflicto en su mirada, y no sabía porque, pero no le inspiraba confianza su expresión. Asintió luego de unos segundos.

—No quiero hablar sobre eso.

—Por supuesto. —No iba a presionarlo, aún no—. ¿Tienes comida? —Intentó cambiar el tema, aunque no sin buscar beneficio.

Sus tripas rugieron, tal vez por el simple hecho de escuchar la palabra: comida. El nuevo mundo le había hecho un mal, pues poco a poco se había acostumbrado a comer al menos dos veces al día.

—Sí —respondió, y la sonrisa volvió a su rostro—, aunque no demasiada, pero puedo compartir. Los Ber'tor ayudan al viajero hambriento.

—Gracias —asintió con una sonrisa por la buena noticia, que pronto descubrió de posible falsedad, no a razón de la afirmación, sino de sus palabras, que se asemejaban demasiado a las dichas en más de una ocasión por su abuelita materna, y sufrió ante el escenario de estar atrapado con un álter ego mutilado.

—No te levantes, tu piel todavía no ha absorbido por completo el ungüento que te aplique. —Gustavo se detuvo en el acto, estaba atado de manos, si bien desconfiaba, todavía existía la probabilidad de que todo fuera verdad—. Si los chupaesencias dejaron veneno, eso lo eliminará... No te muevas, deja que prepare algo especial.

Se colocó en pie, retrocediendo ante una barra de un material similar a la arcilla. Tomó la olla del mismo material que había sobre ella y un cucharón de madera, y la acercó al fuego luego de poner cinco barras pegadas de acero que hacían de parrilla. De uno de los barriles sacó el agua necesaria para semillenar la olla. Escarbó en la tierra cercana con un instrumento parecido a una pala que se encontraba en la cercanía, sacando un baúl mal hecho de madera de pino, no muy grande. Quitó la tapa, extrayendo dos pequeños conejos ya pelados, y un par de frutas o verduras, no sabía cómo definirlas. Todo lo vertió en la olla.

—Es una receta antiquísima de mi gente —dijo, tapando la cazuela—. Lo vas a disfrutar. Ahora solo toca esperar.

Guardó nuevamente el baúl en la tierra, limpiándose las manos sucias en un trapo. No era un muchacho sucio, aunque tampoco impecable.

—¿Dónde encontraste los conejos? Yo estuve buscando comida durante días y no encontré nada vivo.

—Hay madrigueras bajo el suelo —respondió como si fuera obvio conocer tal información—. Solo hay que saber dónde poner trampas y esperar. Hay muchas por esta zona.

Gustavo asintió, no sabía si creerle, le parecía demasiado extraño no haber encontrado ni rastro de vida antes, y ahora conocer que siempre estuvieron bajo sus narices.

En un tiempo adecuado, el muchacho quitó la tapa de la olla con la ayuda de un trapo, liberando el vapor del agua en ebullición, y espolvoreó algo que había sacado de su bolsa de hojas largas, un polvo blancuzco. Volvió a tapar la cazuela, mientras alimentaba la lumbre con las ramas secas conseguidas hace tiempo.

Gustavo había estado olfateando desde que la olla comenzó a desprender ese buen olor, su estómago no paraba de gritar, y su boca no dejaba de soltar saliva. Contuvo el hambre al sumergirse en sus propios pensamientos, y en sus objetivos futuros, pero se distraía cada tanto, el olor era una tentación demasiado grande como para no prestarle atención. Y como una cometa en el cielo, un pensamiento apareció en su mente.

—¿Había un lobo contigo?

El muchacho quitó su atención de la olla, volviéndose hacia Gustavo.

—No...

«Que extraño, estaba seguro de que había visto a un lobo».

—... Es un perro —añadió—. Ahora está durmiendo, pero cuando despierte puedo enseñártelo.

—Eso me gustaría.

Volvió a destapar la cazuela, la comida parecía ya estar lista, y como un buen cocinero tuvo que cerciorarse de ello con mucho cuidado para no quemarse la lengua. Al verle taparla, Gustavo entendió que aún no estaba listo.

Al poco tiempo, el muchacho se levantó por dos cuencos del mismo material que la olla, y dos cucharas de madera. Sirvió en uno de ellos un poco de caldo, así como las verduras o frutas, y dos piernas del conejo, para inmediatamente acercarse a Gustavo y ofrecerle el plato.

—Muchas gracias —agradeció con el corazón, no le importaba si era real o no, solo deseaba comer y eliminar la desagradable sensación de hambre que tenía.

El muchacho asintió.

—¿Eres un cazador? —preguntó al verle comenzar a comer.

Gustavo negó con la cabeza.

—Soy algo más parecido a un soldado.

—Oh, ¿y qué es eso?

—Un guerrero.

—Igual yo —sonrió, pero pronto su expresión se apagó—. Bueno, no. No soy un guerrero verdadero.

Y el silencio volvió a cernirse.

—Actúas con mucha familiaridad. ¿Ya habías conocido a un ser humano?

—No. Nunca.

—¿Has conocido a la maldad que recorre estos lares?

—No quiero hablar de eso —dijo con contundencia.

Gustavo asintió con mala cara, pero no tenía más remedio que seguir esperando. Terminó de comer, agradeciendo por el plato de comida.

—Estoy en deuda contigo —dijo con honestidad—. Y no te insultaré ofreciéndote lo que poseo, pero, si necesitas algo, haré lo posible para conseguirlo.

El muchacho le miró, había cierto anhelo en sus ojos muertos, pero las palabras se detenían en su boca antes de ser pronunciadas.

—Debo salir —dijo, protegiéndose con una capa de piel, guanteletes de cuero, y una tela gruesa que le protegía desde la nariz al cuello. Se armó con el arco a su espalda, y cinco dagas en la funda del pecho.

—Déjame acompañarte.

—Serás una carga —dijo el muchacho con honestidad. Se bajó aún más la capucha, alejándose de Gustavo y perdiéndose en la oscuridad.

—Una carga, je, ¿quién lo creería? —sonrió.

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