Ollin quedó atónito ante la gélida y desolada realidad que se presentaba ante él, desconcertado por el número desconocido de días que había permanecido dormido sin tener conocimiento de ello. No había tenido oportunidad de indagar al respecto, pero el crudo clima que lo rodeaba indicaba que había pasado un largo periodo de tiempo. Su mente, somnolienta y exhausta, luchaba por mantenerse lúcida, pero las inclementes ráfagas de viento que azotaban su rostro lograron sacarlo del letargo. Percatándose de que del lugar de donde venían se encontraban los legendarios habitantes del bosque, aparte que de una variación de las hadas.
—¿Por qué tuvimos que retirarnos, Gustavo? —inquirió Amaris al acercarse, no le gustaba que pasara de ella.
—Tengo una pista para encontrar a Wityer —mintió, pero su expresión fue suficientemente convincente.
—Que alegría —sonrió, pero entonces sintió que algo iba mal—. ¿Cuál es esa pista?
—Derrotar a la oscuridad que invade los bosques —dijo con seriedad.
Amaris y los demás guardaron silencio con un dejo de desconcierto. No podían negar que no se esperaban aquel anuncio. El joven, cuyo pasatiempo residía en enfrentarse a criaturas peligrosas sin importarle su propia existencia, era alguien cuyo valor todos admiraban, y el honor al estar en su compañía era algo invaluable. No obstante, aborrecían el implacable clima que los rodeaba, y por lo tanto, luchar en tales condiciones no era la forma a la que aspiraban hacerlo.
El aire frío se filtraba entre los árboles casi desnudos, envolviendo a los viajeros en un manto helado. Los susurros del viento parecían extraviarse entre las hojas, creando una sinfonía melancólica que resonaba en sus corazones.
Amaris, reflexionando sobre las palabras de su insensato amado y mirando a su alrededor, sabía todo lo que el frío era capaz de arrebatarles. Las gotas de sudor congeladas en la frente, las manos entumecidas buscando algún rastro de calor, y el aliento que se dispersaba en el aire como impulsos de vida efímera. Lo había hecho en el pasado y lo volvería a hacer, pero no le importaba realmente mientras el joven moreno siguiera a su lado.
—Encontremos un lugar para asentarnos primero —dijo Gustavo con una tenue sonrisa al percibir el silencio de réplica.
Sus pasos ya no sufrían de la impaciencia, y sus ojos eran tan claros como los de un humano normal, su cuerpo ya no estaba siendo consumido por la oscura corrupción; ahora, esa maldita energía se encontraba sellada en algún lugar muy profundo de su ser. Sin embargo, aún era capaz de comunicarse con la energía de Muerte. Aunque solo podía controlar una ínfima parte de ese poder, era como comparar un modesto riachuelo con el vasto océano. Aun así, este no era de su agrado, y prefería abstenerse de utilizarlo.
Continuaron su camino durante un par días, guiados por los pasos decididos de Gustavo, su líder. Las noches eran insólitamente oscuras y lúgubres, envueltas en una atmósfera cargada de misterio. Parecía que la misma maldad acechaba en las sombras, escondida entre los árboles retorcidos que bordeaban el camino. Sin embargo, a pesar de los ominosos presagios, ningún ser malévolo se atrevió a interponerse en su camino. A cada caída del sol, cuando la oscuridad se apoderaba del paisaje, Gustavo, con su característica voluntad, salía en busca de esas criaturas, decidido a terminar con sus existencias, pero ni con todo el empeño lograba dar con ellas.
Encontraron refugio en una cueva de poca profundidad, una rendija en la tierra que parecía invitarlos a adentrarse en su misterio. Era un lugar fácil de defender, lo bastante amplio como para procurarles abrigo. La fogata que habían encendido crepitaba alegremente. No era mucho, pero era mejor que nada.
Amaris había retomado las enseñanzas sobre el control mágico por las mañanas, sorprendiéndose por la rápida mejoría de su amado. Gustavo estaba igualmente sorprendido, y sin saber porque, comenzó a comprender mucho más los fundamentos de la magia. Se sentía liberado, como si las pesadas cargas se hubieran ido, pero con ellas, llegó el entendimiento de muchas cosas.
Amaris, en las primeras luces del día, volvió a sumergirse en las enseñanzas sobre el control mágico a su querido amante, empecinada a darle claridad a su mente distraída. El viento helado acariciaba con gracia su rostro mientras recitaba las palabras mágicas, llenando el aire con su melodía encantadora. Vio cómo su amado, absorbía cada gesto y cada sílaba, su mirada brillando con una nueva lucidez. Gustavo, por su parte, se encontraba igualmente sorprendido y confundido por la brusca erupción de iluminación. Sus manos, antes toscas y torpes, parecían danzar ahora ante su voluntad como marionetas obedientes.
Los pesos que una vez cargaron sus hombros habían desaparecido, dejando espacio para nuevos pensamientos y perspectivas. Comenzó a ver a través de los velos que antes opacaban su visión, desentrañando los misterios ocultos antes incomprensibles. Pudo ver la fragilidad del equilibrio. La magia, como un arma de doble filo, podía crear o arrasar con todo a su paso, un peligro que en su poder se potenciaba por la gran cantidad de energía pura que residía en su cuerpo. Sonrió para sus adentros, descubriendo que era cierto lo que muchas veces escuchó por parte de su abuelita: "Dios no entrega la sabiduría a los necios".
Al caer la noche, y luego de una cena que apenas si logró satisfacer sus estómagos. Gustavo le pidió a la maga acompañarlo, separándose del grupo, aunque no lo suficiente para quedar completamente a oscuras.
—Me gustaría pedirte perdón —dijo de repente. Amaris se volvió a él, confundida por su disculpa—. No me he comportado como un verdadero caballero contigo, y por ello me disculpo... —Inspiró profundo, ni cuando estuvo a punto de morir se sintió tan nervioso como ahora—. Conozco tus sentimientos por mí, me estuve engañando durante tanto tiempo, porque creí que solo así mi corazón no sería influenciado, y, por lo tanto, podría mantenerme alejarme de tu amor. Estuve confundido, Amaris —La dama sonrió al escuchar su nombre, pero se apagó al observar la severa expresión de su amado—, pero ya no lo estoy. —Se quitó el relicario de su cuello, lo abrió, entregándoselo a la maga—. Ella es Monserrat, la mujer a la que le prometí mi vida y mi corazón —Amaris sintió un dolor muy profundo en su pecho, no era la primera vez que observaba la pintura de la mujer en el relicario de su amado, pero nunca se había sincerado sobre ella. Y realmente no quería saberlo, por ello no había preguntado—. Ella es la razón de mi existir —Apretó los puños, cada palabra le era más difícil de pronunciar—, y no creo ser capaz de poder olvidarla, y tampoco lo quiero.
—¿Qué tratas de decir? —Era fuerte, pero no pudo impedir que algunas lágrimas resbalaran por sus sonrojadas mejillas.
—Amaris... Te amo —Abrió los ojos, incapaz de contener siquiera la respiración por lo que acababa de escuchar—, amo contemplarte en la placidez de la mañana, amo cómo, en completa concentración, frunces el ceño cuando no logras comprender algún asunto, amo la delicadeza con la que acaricias y acomodas tu hermoso cabello, amo la manera en que tus ojos me miran, amo el dulce timbre de tu voz y el tono acogedor cuando pronuncias mi nombre, amo caminar a tu lado, amo tu autenticidad, amo tu constante amabilidad y amo especialmente tu infinita paciencia. Amo cada faceta de tu ser. —Bajó el rostro con timidez, pero luego de respirar y dejar un momento para que los sentimientos aminoraran su intensidad, cambió su expresión—. Te amo, y prometo hacerlo por siempre, pero debo confesarte que mi corazón le pertenece a Monserrat, y así será por siempre. No me atrevería a solicitar que lo toleres, pues sería una falta de respeto imperdonable, y jamás desearía someterte a tal tormento. Lo más aconsejable para ambos, en aras de preservar nuestro bienestar emocional, será guardar celosamente nuestros sentimientos. —Con suavidad, retiró el relicario de sus temblorosas manos. Ella ni siquiera se percató que le habían quitado la pieza de plata—. Ruego a Dios que en algún futuro cercano, encuentres a alguien digno de tu amor, alguien capaz de amarte en la medida en que yo te amo ahora...
Lo vio venir, y pudo haberla esquivado, pero entendió que lo merecía. Su mejilla se enrojeció por la bofetada.
—¿Y mis decisiones qué? —replicó, casi gritando—. Quiero estar contigo y no me importa quién sea ella. Podemos estar juntos... —Las lágrimas habían vuelto a sus ojos.
—No es posible, no quiero convertirme en ese tipo de hombre. —Fingió la fortaleza que su voz mantenía, aunque podía escuchar gritar a su corazón—. Te debía honestidad por todo lo que has hecho por mí, nunca podré pagarlo, pero, gracias...
—¿Qué quieres de mí?
—Nada, Amaris, no debí permitir que me acompañarás, y prometo que cuando volvamos, nuestros caminos se separarán. No puedo seguir haciéndote daño.
—Más daño me harás si te vas de mi lado. —Su voz estaba completamente rota, ya no podía suprimir sus emociones.
—Será lo mejor.
—No lo permitiré.
—Eres encantadora. —Le abrazó. Ella intentó resistirse, no quería que la discusión terminará, porque todavía tenía mucho que decir, pero Gustavo era fuerte, y la calidez de su cuerpo fue lo que su corazón necesitaba, por lo que se dejó vencer, llorando en su pecho y maldiciendo su encanto.
Todos habían caído dormidos, a excepción de dos individuos, uno alto y de piel negra, y uno más bajo y de tez morena. Dialogaron durante un rato, antes que por fin el alto asintiera con renuencia.
—Espero lo logres.
Gustavo asintió con una sonrisa.
La mañana llegó con su característica ráfaga gélida. Amaris fue la primera en despertar, con sus pensamientos más claros deseaba ponerle un alto a Gustavo sobre su estúpida idea de dejarla, no lo iba a permitir, así se debiera coser a él. Se levantó y lo buscó, pero no encontró indicio de él.
—Se fue —dijo Ollin al intuir lo que estaba buscando.
—¿Qué? —gritó, perpleja.