Ansioso y con una expresión de completa reflexión el hombre de porte firme caminaba de un lado a otro en la pequeña oficina, decorada por libreros, mesas de diferentes dimensiones y dos armas envainadas pegadas a la pared.
—Ese idiota. —Mordió la uña de su pulgar, pero no la desprendió del dedo—. Maldito imbécil. —Se detuvo por un segundo, observó el pequeño trozo de papel de su mesa principal y volvió a la tediosa caminata.
La muchacha de ojos delgados observó todo en silencio, sin dejar de seguir con su mirada la silueta delgada del hombre.
—¿Muy malo? —dijo al no poder soportar más.
Irtar se detuvo, miró a Yukio y volvió a revisar el trozo de papel en la mesa. Frunció el ceño, inspiró profundo, dejando salir su frustración en una larga exhalación.
—Demasiado —dijo, tomó el mensaje, llevándolo a las llamas del quinqué al lado de la puerta—. No encuentro escenario donde la estupidez de nuestro monarca no nos destruya.
—Podríamos matarlo —sugirió, sin perturbar sus profundos ojos.
—Lo he pensado —dijo con simpleza, sin tomarle importancia a la crudeza y traicionera idea de su subordinada—. Pero el daño ya está hecho, además de que, hacerlo nos condenaría a lo más profundo del abismo.
—Si usted lo ordena, yo puedo encargarme.
—No, jamás te pediría algo semejante. A nadie. —Quitó un par de pergaminos del sillón, lo golpeó, apartando el polvo, para finalmente tomar asiento—. La vida de un rey tiene un costo muy alto.
Se perdió en la nada, frustrándose por no poder encontrar solución al problema. Yukio guardó silencio, sabía cuanto lo apreciaba su señor.
—¡Por los dioses! ¡De verdad que es un idiota! —Sus piernas parecían tener voluntad propia al golpear el suelo en un ritmo desatinado y sin armonía—. Poner precio a su cabeza en el gremio oscuro... mandar cuadrillas en su búsqueda, y ahora cazarlo con la ayuda de la Orden. Ese infeliz busca nuestra destrucción.
—¿La Orden se ha involucrado?
—Sí —asintió, sin relajar el ceño—, hace poco uno de esos "Sabios" abandonó el palacio con la orden de darle caza al aventurero Gus.
—No creo que uno de ellos sea suficiente para derrotarlo —dijo con confianza, con el recuerdo fresco en su mente de la batalla contra la bestia Antigua.
—Has entendido mal —dijo él—, mi preocupación no es por el bienestar físico del aventurero Gus, porque sé que le haría frente a todo lo que el rey Katran le mandase. Estoy preocupado por su actitud, por la respuesta que podría tomar, porque en el mejor de los casos nos ignoraría para siempre, pero en el peor... Jah, no quiero ni considerar aquello.
—¿Ha pensado en contactarlo?
—No es posible —El graznido de las aves nocturnas entró por el ventanal abierto, haciendo eco en toda la habitación—, destruí el vínculo de su ficha de identificación al enterarme de que lo estaban cazando. No podía mentirle al rey en la cara, así que hice que fuera verdad que no tenía forma de comunicarme con él.
Yukio regresó al silencio, quería ayudar, pero fue consciente que cualquier idea que tuviese, su señor ya la había pensado y analizado, resultando en este horrible sentimiento de impotencia.
Irtar se levantó, pateando sin querer una vaina de tamaño pequeño, inmediatamente observó a su subordinada al sentirse inspirado por el dios de las ideas.
—Existe una opción —dijo, retomando su lugar en el sillón—, y necesitaré de tu ayuda para llevarla a cabo.
—Tenga completa confianza en mí.
—La tengo. —Relajó su ceño—. Ve por tu daga negra, saldrás del reino en una misión.
—¿La negra, señor? ¿Está seguro?
—Sí, mi hermosa Yukio, es tiempo de matar algunos magos.
∆∆∆
Con el tarro de alcohol en el banquillo de su derecha, y un pergamino enrollado con el sello real partido en dos a su izquierda, el hombre sentado observaba las llamas de la chimenea, escuchando el crepitar de la leña. A dos pasos de él se encontraba un gran cofre de madera negra, cerrado, con dos cerrojos de hierro en sus vértices.
—¿Cuánto tiempo más mirarás la nada? —preguntó Luceris, la mujer de pie debajo del umbral arqueado, vestida de túnica blanca abierta, camisón suelto, y un par de joyas doradas decorando su cuello y muñecas. Masajeó su vientre inflamado, pero su expresión molesta no disminuyó.
El hombre ignoró los comentarios, no tenía ni las ganas, ni la intención de responder.
—El estúpido fuego de esa chimenea no te devolverá el honor que dices haber perdido.
Atrajo sus brutales ojos hacia ella por un segundo, antes de verles volver a las llamas.
—Eso si escuchaste —sonrió con furia—, y cuando te hablé que tu hija se había herido la ceja ni una sola mirada me brindaste. Tú, gran señor —dijo con sorna—, protector del reino y general de cientos ¿Dónde quedó ese hombre?, ¡eh, Geryon! ¡¿Dónde está?! —Apretó los puños al percatarse que el único ruido era el de la leña. Sus ojos se medio cerraron, suprimiendo el enojo en sus labios—. ¡Hazme caso, maldito bastardo! —Sujeto la vara de hierro al lado de la chimenea, amenazando con atacarle, pero no consiguió ni una sola mirada—. Eres una broma, un miserable. —Su vientre comenzó a dolerle, pero la cólera le impidió detenerse. Dirigió con rapidez la vara al cofre negro.
—No te atrevas —dijo por fin.
—Así que tu preciado cofre si te interesa. Veamos si podemos abrirlo.
Geryon se levantó de un salto, y de inmediato la tomó de las muñecas. La capa de piel que por mucho lo había protegido cayó al suelo, dejando apreciar su cuerpo repleto de vendajes y pequeñas heridas costrificadas.
—Suelta la vara. —Inhaló, el brusco movimiento le había provocado un inmenso dolor—. ¡Qué sueltes la puta vara! —rugió frente a su rostro.
Luceris obedeció, con lágrimas resbalando por sus mejillas. El pedazo de hierro cayó al suelo, que sonoró el lugar con fuerza.
—Suéltame —dijo, con el tono interrumpido por el comienzo del llanto.
—Será la última vez que desobedeces mis órdenes.
—Suéltame. Me estás lastimando.
Le soltó, retomando su lugar en el asiento de cuero.
—¿De verdad volverás a ver las llamas? —preguntó, extremadamente herida, su mente no procesaba que el hombre que se había arriesgado a comprar su libertad de un poderoso noble ahora la tratara con crueldad e indiferencia.
Sostuvo la jarra entre sus dos manos, bebiendo para satisfacer algo más que la sed que lo invadía, pero la baja cantidad le provocó una fuerte rabia.
—¡Por los dioses! —gritó, lanzando la jarra a una de las paredes cercanas.
El recipiente de madera se rompió en pedazos, esparciendo sus restos en una pequeña área de la sala.
Luceris tembló, nunca lo había visto como ahora, siempre se había comportado con educación, jamás le había faltado al respeto, pero, ahora, sentía que ya no era el mismo, y le temía.
—Tenía solo dieciocho cuando me volví su guardián —dijo después de tranquilizarse, ganándose la atención de la única mujer en la habitación—, era muy joven para la tarea, pero su madre vio algo en mí, confiaba en que podría, y le prometí por mi vida y el honor que acababa de recuperar que lo protegería. Le fallé, maldición, le fallé tanto a ella como a él. Ahora los dos están muertos ¡Y yo! —Tomó el pergamino de la mesa—. Mierda, yo soy recompensado con tierras por mi puto sacrificio ¡¿Cuál sacrificio?! —rugió, destrozando su garganta y el documento oficial.
Luceris enmudeció, sin poder encontrar las palabras adecuadas para un corazón tan dañado.
Geryon masajeó su afeitada cabeza, sintiendo como la rabia lo consumía y el dolor se volvía insoportable.
—Está muerto. —Su voz se quebró, sin poder asimilarlo todavía—. Ese maldito niño malcriado está muerto.
—Hiciste lo que pudiste. —Hizo un intento por consolarlo, recibiendo una despiadada y gélida mirada.
—Tú no sabes una mierda.
Luceris quiso acercarse, quería tomarle del brazo y decirle que estaba con él en su dolor, pero no podía, algo le decía que si daba un paso más su vida podría correr peligro.
—Lo perdí todo. —Tomó el cuchillo que por mucho tiempo había estado escondido en su asiento, colocándose de pie.
—¡¿Qué haces?!
Luceris retrocedió al instante, temerosa de que la locura de su hombre tomara su vida y la de su no nato.
—Soy un hombre sin honor. Un mísero cobarde es lo que soy. —Descansó el lado del filo en su garganta, sin temor en sus ojos, solo resolución—. Quemen mis restos. —Cerró los ojos, dispuesto a terminar con todo.
—¡Espera! —gritó con toda su alma—, no puedes hacerlo, ¿qué será de nosotros sin ti? Nos dejarás solos, sin nadie que nos proteja.
Una línea roja resbaló por su garganta hasta ser absorbida por la tela del pecho.
—No lo entiendes, Lu, hago esto porque los amo, solo así podrán vivir.
—Explícate —rogó.
—No. No es algo que debas saber. —Observó el cofre, su brazo tembló, no por indecisión, sino por ira.
—Si lo haces, tus hijos no vivirán mucho y lo sabes. Mi pasado tiene un alto peso, y no podremos soportarlo sin tu presencia.
—Yo también fui un esclavo, Lu —reconoció, tomando por sorpresa a su mujer, comprendiendo hasta ahora de su repentina afeitada de cabeza y rostro—. Fue la concubina real y madre de Herz quién compró mi liberación de la arena, fue ella quien me dio un estatus y un futuro, ella fue la que me obsequió una nueva vida, vida en la que me gane muchos aliados. Y yo le pagué con traición y cobardía.
—Nunca lo traicionaste —dijo, convencida, pues si de algo estaba segura, era de la devoción y lealtad que tenía por el Segundo Príncipe.
—Lo hice. Y fue por amor... los amo tanto. —Inspiró, cortando con profundidad su yugular. Cayó de rodillas, ahogado por su sangre. Sus ojos se fueron apagando, sin quitar de su mirada a su hermosa mujer embarazada.
—¡¡¡Geryon!!!