—No trataba de ofenderte —dijo después del silencio incómodo—, pero si lo hice, me disculpo.
—Je —hizo un movimiento despreocupado de mano, al tiempo que negaba con la cabeza—, no pasa, en realidad, creo que tienes razón... pero ahora, yo seré quien se disculpe —Se colocó de pie—, porque yo sí deseo disfrutar del buen bálsamo que los hombres han creado.
Gustavo asintió con calma, y como un gato al ver a un perro dirigió su atención a un ventanal a su derecha, que fue abierto por la intensidad del viento. La brisa repartió parejo en el interior, causando que los borrachos cercanos soltaran maldiciones al muchacho que se apresuraba a cerrarla.
—En la mesa del fondo —dijo Primius al colocar la jarra en la superficie de madera, derramando un poco del sagrado elixir del olvido— hay un par que no deja de mirarte.
—Lo sé —dijo, despreocupado—, puedo sentir sus ojos clavados en mi nuca, pero no detecto malas intenciones... Alto, Primius, piensa antes de actuar.
El expríncipe tronó la boca, observó a la pareja del fondo con frialdad, para al final resistirse de sus emociones. Volvió a tomar asiento al lado de su señor. Bebió hasta saciarse, pero parecía que su mal humor no aminoraba.
—¡Eh, chico! —Jaló a uno de los dos sirvientes que atendían el lugar—. Tres jarras más. Rápido... Dicen que —Se volvió al joven hombre de mirada tranquila, que observaba la gotera a su lado— hay bestias inteligentes que aprecian el buen alcohol. Ya me gustaría ver a una bestia de tres estrellas doradas borracha, ja, ja, ja.
Gustavo frunció el ceño, ligeramente disgustado por el comentario de su compañero.
—Te dije que vencí a una bestia alada —Gustavo negó con la cabeza—, lo hice, sí. La maldita casi me mata, pero la maga Amaris me ayudó, ja, ja, ja. Vi la muerte ese día... —Su sonrisa se petrificó, quedándose en momentáneamente en otro mundo.
—Señor. —Se presentó el mozo, dejando lo solicitado en la mesa.
—Bien hecho. —Le lanzó una pequeña pieza de plata al despertar de su sueño. Gustavo observó la pieza, no podía asegurarlo, pero intuía que se trataba de un retazo de un brazalete lujoso.
—Gracias, mi señor —dijo el mozo con una sonrisa, haciendo una torpe reverencia al despedirse.
El aguacero se intensificó, al igual que las ráfagas de viento, que de vez en vez volvían a abrir el ventanal con la puertecita de madera, que golpeaba el interior con un estruendoso sonido, imitando a los truenos cada vez más salvajes.
—Hicimos bien al no continuar con el viaje. —Se terminó la segunda jarra—. Creo que no lo he preguntado, pero, tu mascota ¿Qué es en realidad?
—No es una mascota, es mi compañero. Tanto como lo eres tú.
—Pensé que era tu seguidor... Es broma, es broma —sonrió, levantando las manos en sinónimo de sumisión al ver su sombría mirada—, pero eso no contesta mi pregunta.
—Cuando despierte se lo preguntarás.
—Espera, ¿habla?
—Sí —afirmó con la cabeza, recordando ese momento en el bosque de las Mil Razas.
—Una bestia que habla —se cuestionó, dubitativo e interesado.
—He hablado con muchas de ellas —dijo al ver la conflictiva mirada del expríncipe—, aunque, ahora que lo recuerdo, tal vez no puedas entenderles.
—Tal vez no sea un luchador tan bien versado como tú, pero —Detuvo su refutación—... ¿Hablan en otro idioma? ¿Lengua antigua? —preguntó al verle asentir.
—Algunos...
—¿Cómo que algunos? La lengua antigua es la única que las bestias de alto nivel ocupan para comunicarse. —Bebió un sorbo—. Al menos eso decía un libro que leí... —susurró.
—Su carne, mi señor —dijo el tabernero al colocar la gran charola de madera sobre la mesa, que contenía un buen retazo de pan duro de acompañamiento—. Espero sea del agrado del señor. —Se retiró al ver la mirada gustosa del joven, no deseando intervenir más de la cuenta en su comida.
—Gracias —sonrió con cortesía, deseando ya comenzar a comer—. Señor, bendice nuestros alimentos —Rezó en un tono bajo.
—¿Señor? —Volteó a los lados, en busca de la eminencia al que su joven amo concedía semejante título, pero no sabía si era por el alcohol que ya comenzaba a afectarle, pero no vio a nadie— ¿Lo conoces? —Señaló al hombre de gran barriga que ocupaba la mesa de al lado, quién apenas si podía mantenerse despierto.
—No seas irrespetuoso, Primius —No quiso profundizar más en el tema, pues ni el mismo sabía si podría explicarse. Exhaló con placer, y al chocar sus palmas se decidió a consumir un trozo de esa carne jugosa.
—¿Irrespetuoso? ¿Con quién?... Por fin —sonrió, olvidándose de la cuestión al ver una muchacha de vestido delgado, cabellos cafés y tez blancuzca aparecer en un umbral cercano al estante del encargado—, creí que ese bastardo tardaría toda la noche. Mi señor, que goce de su comida, que yo haré lo mismo con otro tipo de carne, je, je. —Sus comisuras se alzaron aún más al ponerse de pie.
Gustavo alzó la mirada, notando la repentina desaparición de su compañero, solo para verlo dirigirse hacia una muchacha de aspecto gracil.
—¿Tu turno? —Se plantó ante un joven de cabellos rubios, alto y fornido, con el emblema de los Ronsi cosido al pecho de su túnica— ¿Hay turnos? —Se volvió ante la muchacha, intrigado, solo para verla negar con la cabeza—. Lo has visto, no hay turnos. Me levanté primero, así que yo tendré el privilegio de compartir cama con la señorita. Joven dama, por favor, dirija el camino.
La muchacha sonrió con dulzura, claramente tocada por la personalidad gentil del expríncipe, con el interés creciente por ver el rostro que la capucha ocultaba.
—¿Quién te has creído? —Le tomó del hombro, apretándole para forzarlo a que volviera su atención a él.
—No me vuelvas a tocar. —Le manoteó la mano al detenerse, pero sin voltear.
—Hijo de perra.
—Cuida tus palabras —dijo con frialdad—, porque no dudaré en cortarte esa bonita lengua.
A unos pasos del conflicto, en una mesa de tres asientos, pero solamente con dos ocupados se escuchó un fuerte manotazo, acompañado de insultos por parte de los dos hombres que acababan de levantarse con brusquedad y enojo.
—¡Ustedes hijos de perra! —bramó el dueño, encolerizado— Será mejor que no causen disturbios, o yo mismo los sacaré de aquí.
—Aconsejo que escuches —dijo Primius, aún sin voltear, temiendo que si lo hacía, no podría contenerse.
Los muchachos en la mesa se observaron, concordando que era mejor evitar problemas por el momento, al menos hasta que pasase la tormenta.
—Déjalo, Cemil, todavía hay más putas.
—Será mejor que no te tardes —dijo el joven de cabellos rubios. Escupió al suelo al dar media vuelta.
—Tardaré lo que deba tardar —dijo Primius, en el límite de su autocontrol. El joven se detuvo, tocando la empuñadura de su arma, pero al ver la negativa de sus compañeros, solo endureció el entrecejo antes de volverse a la mesa—. Dama, por favor.
Gustavo volvió a sentarse al ver que la discusión había terminado, tomó un pedazo de carne y lo degusto, pero sin quitar la mirada del umbral solamente protegido por una cortina roja. No quería intuir lo que pasaba tras ella, aunque el sonido de la lluvia y los truenos eran ensordecedores, su oído era increíblemente agudo, logrando captar los extraños ruidos parecidos a lamentos que provenían de tal lugar. Suspiró, y con una mirada al techo pidió perdón, perdón a su Dios, a su madre, y a Monserrat, pues sin saberlo había entrado a uno de esos establecimientos que con tanto hincapié le había prohibido su progenitora.
—Tú, el de la carne —Gustavo guio su mirada a uno de los compañeros del joven rubio—, ¿entiendes lo que ha hecho tu amigo?
—No es mi amigo —dijo, tajante.
—Es bueno que lo comprendas.
—Pero —continuó— si se atreven a tocarle un pelo de su cabello, los dejaré tan irreconocibles que sus madres ni se enteraran de que son sus hijos.
—¿Qué dijiste?
—Lo que escuchaste. —dijo con calma, al tiempo que sus ojos se tornaban tan oscuros como el propio abismo, y llenos de intención de muerte como los de un Alto Señor.
Los hombres tragaron saliva, había sido fugaz la sensación de muerte, pero la mano fría en sus hombros todavía persistía. Con el temor en sus cuerpos optaron por mantener la mirada al frente, apretando los labios, y algo más.
Tomó otro retazo de pan duro, y con el conjunto de la carne se lo metió a la boca, ignorando a la tríada, que seguían con las caras pálidas. Eructó a lo bajo, extrajo un pequeño paño de su bolsa de cuero, limpiándose con el mismo los labios.
Un hombre de túnica negra, de rostro recio, mirada severa y porte militar entró en la taberna, dando un portazo por la brusquedad de su empujón. Enseguida otros tres con la misma vestimenta hicieron su aparición.
—¡Agua y comida para mí y mis hombres! —Se acercó al mostrador, dejando una pieza de plata del tamaño de un puño de niño sobre el mismo—. Y limpie y dé de beber a mis caballos que están afuera.
—Sí, señor —dijo, forzando la sonrisa, y con nerviosismo tomó la pieza de plata.
—¡Atención a todos! —gritó con fuerza y autoridad, consiguiendo que la atención de los presentes— ¡Por mandato de Su Majestad, el rey Katran Lavis, soberano de Atguila y héroe de la humanidad, se les encomienda a todos los presentes que si tienen información del aventurero Gus, se nos informe inmediatamente!
—Parece que después de todo, yo soy el de los problemas. —suspiró con una sonrisa tranquila.
—¿Gus? —Un borracho se levantó, resultándole difícil mantener la mirada en un solo punto— ¿No es el hombre que salvó al reino? —Eructó.
—¿Salvarlo? —Se bufó uno de los soldados de negro— Ese maldito servidor de los nunca nombrados no solo no ayudó en la batalla, sino que también traicionó al reino.
El de la mirada severa asintió, sacando un pergamino de piel de cabra con el símbolo de la casa real de Atguila.
—¡El aventurero Gus está acusado de traición por el asesinato del segundo príncipe, Herz Lavis Urmic!...