─Creí que esos Punk nos matarían! ─exclamó Ted al tiempo que era el primero en cruzar la puerta. Alice advirtió algo extraño en el habiente, una sombra que se deslizó a sus espaldas, pero no había nadie más que ellos. Kell Harbrick tenía la mueca perpetua en el rostro, una máscara fría de carne y huesos, Alice se preguntaba si aquel hombre podría sentir amor, y otra emociones parecidas. Ted ya se había acomodado en el mostrador, junto a la licorería del motel, se había quitado la ropa dejando a la vista su cuerpo metálico que resplandecía bajo las luces de aquel lugar.
─Kell, quizás no siguieron ─señaló Alice, con la voz que cada día perdía dulzura. Desde los eventos en la casa de placer algo en ella había cambiando. Quizás se debía al hecho de asesinar a un hombre a sangre fría. Habían noches en las que se decía así misma que el hombre se lo merecía y lo repitió tantas veces que llegó firmemente a creerlo.
─No le interesamos a esos Punk ─dijo Kell, sombrío─, de otro modo ya estaríamos muertos.
─¿Por qué lo dices? ─se intrigó Alice. Kell desenfundó la espada magnífica de hoja traslúcida, que bajo aquella luz refulgía en destellos lilas.
─Porque eran profesionales ─replicó con tono neutro─, son...
─Los siameses ─continuó Ted, como si le hubiera leído la mente.
A Alice le hubiese gustado pelear con ellos, de hecho, crecía en ella una sed de sangre, quizás su sistema había encontrado una nueva droga; la violencia.
─¡He aquí a los más buscados! ─rugió una voz que parecía hacer vibrar las vigas. Alice lo vio acercarse, era un hombre mayor, de unos cincuenta años, llevaba trage negro y una corbata roja. La cabeza rapada era de fácil vista por los tatuajes en el cráneo, los ojos eran vacío, uno gris y otro negro. Alice notó la forma tan formal en la que su cuerpo se movía, con las manos por detrás de los glúteos, el mentón altivo y la expresión solemne. Pero la voz parecía un rugido, grave y firme.
A continuación levantaron las armas. Ted sostenía una escopeta negra de triple boca. Kell empuñaba la espada en la mano izquierda al tiempo que mantenía la pistola láser apuntando al entrecejo de aquel extraño.
Alice no se había movido, su arma estaba muy lejos de sus manos, quizás si corría lo suficientemente rápido podría descolgar el sable sobre la pared. Pero no se movió.
─¿Quién eres? ─amenazó Ted con las manos metálicas firmes sobre su arma.
─Ser o no ser ─dijo con tono sombrío─, por qué la mente humana intenta rápidamente justificar la existencia con cosas tan ineptas como los nombres. Yo simplemente soy, y eso debería bastar.
─¿Quién te envió? ─formuló Kell, implacable.
Había algo en aquel hombre que le inspiraba temor, pero ¿por qué? Se preguntó Alice. A continuación una docena de vigías llegaron y se situaron a espaldas del hombre. Alice los divisó, eran rígidos, con armaduras negras acorazadas de metales y telas propias de la antigua Orden a la que Kell pertenecía.
─Él es el Hombre ─dijo Kell.
─¿El Hombre? ─replicó Ted confundido.
─El Hombre es a quien envían cuando un vigía deserta ─aclaró Kell.
─Naturalmente ─dijo aquel hombre─, sin embargo, no estoy aquí para matarte, Kell Harbrick, ni para matarlos a ellos ─se paseó observando el lugar─. Te quiero de vuelta, hiciste un juramento.
─Pensé que te habían enviado a matarme por lo de placer en las nubes ─dijo Kell con la voz cerena.
─Lo del comunicado eran falacias para para contentar a la gobernación de Atlas City ─crugió los dedos al tiempo que se giraba para ver a Kell─. La verdad es que esos políticos necesitaban a quién culpar. No me malinterpretes, sabemos que lo hiciste porque lo creíste correcto, sin embargo, el anciano al que la chica le cortó la cabeza ─insinuó una sonrisa─, era un hombre importante, y la ciudad demanda un castigo. Les daremos a la chica y tú volverás a casa.
─¿Y si me niego? ─dijo Kell desafiante. Alice había guardado silencio, pero ya no podía hacerlo más.
─Si se lo llevan ─intervino Alice─, los mataré a todos.