Chapter 24 - VIII

La invasión había arribado hasta la Ciudadela de Luz, cercana a los bosques dorados y las planicies del este del reino. La batalla dejaba destrucción a su paso, muerte y caos; los Altos Generales del Infierno enfrentaban a sus enemigos que los habían recibido en el territorio. El clima lluvioso acrecentaba la escena como un estruendo de desesperanza.

Samael enfrentaba al ya conocido arcángel General de nombre Abaddon; ambos seres estaban eclipsados en el calor de una batalla feroz. Samael usaba a Lieruz y otra espada gruesa para contrarrestar los ataques de la técnica avanzada del ángel, también empleaba su magia y aparecía esferas de un poder oscuro que explotaba al contacto con el enemigo. Los dos sobrevolaban el sitio y lanzaban arremetidas para causar la muerte segura de su contrincante.

Con ayuda de los demonios-bestia, las Legiones infernales habían probado ser contrincantes formidables; los ángeles eran incapaces de derrocar a los gigantescos demonios que destruían con rapidez el paisaje y la zona sur de la Ciudadela. Los cañones de plasma de la artillería pesada celestial no podían combatir la fuerza bruta de estas bestias, por lo que se reorganizaban bajo el comando del otro General angelical.

Otra ventaja que los demonios usaban eran sus nuevas armas; cañones de casi dos toneladas y media, con un adorno de calavera-demoniaca de un tono rojizo. Esta insignia se expandía hasta la boca del cañón que disparaba unos proyectiles de un plasma de fuego y ácido. Los demonios élite tipo rinoceronte eran capaces de cargar el peso de las armas y atacar para destruir sin problemas.

A primera vista, las Legiones infernales parecían tener la delantera; sin embargo, los ángeles eran creaturas obstinadas y tenían muy en claro que la guerra no era un juego. Los ángeles también eran guerreros temibles y podían soportar castigos de los demonios soldados, así que estaban preparados para eso y mucho más cosas.

En la parte central de la Ciudadela, donde se encontraba la Torre de Luz, un grupo de ángeles, comandado por Raphael, armaban unos cañones con forma de copas delgadas; las máquinas tenían una boca enorme adornada por un marco dorado. La base donde se colocaban los cuerpos de las máquinas eran como dos discos unidos por un tubo metálico de color plata. A pesar de que los cañones eran de tamaños grotescos, el metal estaba gravado con hermosos relieves que creaban simbología angelical, así como adornos de joyas azules y amarillas. A pesar de que los ángeles usaban todas esas ventajas a su disposición, los demonios eran oportunistas y también sabían crear situaciones a su favor.

Belphegor, por su parte, había ordenado al General Ashmedish y a un grupo de demonios élite, bestia y arpía, seguirlo hasta la cúspide de la torre. El grupo había evitado a los cañoneros que se ocultaban cerca de un edificio semi-destruido, y por fin habían arribado hasta la posición de Raphael.

A pesar de que Belphegor ya conocía a ese arcángel, todavía le impresionaba la figura poco temible que el individuo denotaba, en especial por toda la fama que lo precedía. Prontamente, el Lord de la Piedra Roja se enfrascó en una batalla cuerpo a cuerpo con el Juez. Kin se movía con estética y arremetía contra la espada gruesa de Raphael; aunque Belphegor usaba su ventaja de tamaño y fuerza, pues conseguía desestabilizar a su enemigo.

—¡Ashmedish, los cañones! —Belphegor ordenó con un tono profundo al demonio General.

Los demonios que habían acompañado al Gran General, se adentraron en una batalla intensa contra los ángeles que habían intentado armar las máquinas; no había otra opción que contestar la agresión.

Por un tiempo prolongado, los demonios tomaron toda la parte del sur de la Ciudadela y crearon pequeñas bases de comando. Los resultados complacían a los dos Lores que se encontraban presentes en la pelea, pues aquello significaba que por fin pondrían alto a sus enemigos. Inclusive, Samael se atrevía a creer que tal vez habría la posibilidad de aniquilar a esa raza de una vez por todas.

Sin embargo, los ángeles se reagruparon hacia la parte oeste de la Ciudadela y crearon una barricada de poder para defenderse. Aquél movimiento levantó sospechas en los demonios, pero era, en realidad, una estrategia para dejar al enemigo desprotegido. De forma repentina, de la barrera de poder, un grupo de ocho ángeles se colocó en el cielo. En el centro estaba un ángel todavía muy joven, con sus cabellos dorados oscuros, con su tez pálida y perfecta, cubierto por una armadura ligera de color dorado y plateado. Sus alas eran dobles y variaban de un tono blanco y azul cielo; además de que resplandecía con una belleza única y casi sublime. Alrededor de él se encontraban ocho ángeles, entre ellos los Generales Abaddon y Raphael.

Una vez Samael se percató de lo que ocurría, contempló al joven ángel que era protegido por los otros. El poder que emanaba ese adolescente era espectacular, imposible de medir, incluso de concebir. ¿Quién era ese sujeto y por qué estaba dotado de una energía que parecía cercana al mismísimo Creador?

—¡Belphegor! —Samael informó a su homólogo con desesperación—, ¡están preparando un ataque directo!

—General Osthar, General Ashmedish y General Azahrim, retiren a las tropas al bosque de inmediato —advirtió Belphegor.

—Pero, mi Señor, tenemos la ventaja al posicionarnos aquí —expresó Azahrim—, si nos movemos entonces no conseguiremos tomar la Torre de Luz.

—¡Mueve a las tropas ya! —volvió a ordenar Belphegor, pero ahora con enojo.

De un momento a otro, los dos Lores del Infierno volaron hacia los ángeles suspendidos en el cielo; ambos intentaron detener al jovencito que se envolvía en una burbuja de electricidad antinatural. Los dos fueron contrarrestados por los ángeles defensores; y aunque consiguieron matar a seis de ellos, Raphael y Abaddon fueron capaces de detenerlos.

Samael no podía concentrar su poder, ya que su mente estaba en la búsqueda de una explicación racional por la fuerza que ese ángel misterioso desprendía. Nunca antes lo había visto, ni tampoco podía identificar el tipo de magia que utilizaba ese sujeto. Su distracción lo llevó a perder su defensa contra el poder de Abaddon; de pronto su cuerpo se estrelló contra las ruinas de una construcción.

El Arcángel de la Destrucción voló con rapidez hacia la posición de Samael y preparó su espada en un ataque mortífero. Por otro lado, Belphegor consiguió despojar al Arcángel de la Justicia de su arma; empero, notó el peligro en el que su homólogo infernal se encontraba. Sin previo aviso, Belphegor planeó en picada para alcanzar a Abaddon; consiguió desviar el ataque del arcángel, pero falló en su objetivo inicial.

El cielo comenzó a llenarse de una tormenta eléctrica y la lluvia se acrecentó. Los ángeles usaron unos escudos en forma de esferas azules que los rodeaban; incluidos Raphael y Abaddon. Entonces, como una explosión cargada de una blancura, todos los seres vivos fueron afectados por un rayo penetrante que causó una sensación de quemadura en los cuerpos de cada ente; el poder alcanzó casi diez kilómetros a la redonda por lo que las tropas demoniacas fueron afectadas en su camino al bosque dorado.

Samael percibió el dolor recorrer su cuerpo y creyó que había caído en un abismo de oscuridad incesante. Aunque su respiración agitada lo acompañaba, no estaba seguro de dónde se encontraba. Tocó sus alrededores y buscó con desesperación sus armas, mas sólo encontró las paredes rocosas en las que su cuerpo se hallaba incrustado.

—Demonios idiotas —la voz señorial de Abaddon se escuchó cercana—, realmente pensaron que no estaríamos enterados de sus actos maliciosos.

—Samael —Belphegor habló con fuerza e ignoró al General Abaddon—, ¿estás vivo?

—Guarda silencio, demonio repugnante —insistió Abaddon con un tono severo.

Los pasos del ángel se alejaron de Samael y se dirigieron a un sitio cercano. Samael intentó ponerse de pie, pero descubrió que su energía estaba drenada. El pánico se apoderó del Lord de la Piedra Negra, pues no tenía idea de cómo un simple ángel joven había sido capaz de paralizarlo e inhibir sus poderes en tan sólo un ataque.

Nadie es capaz de ello, ni siquiera un demonio-arcano, pensó Samael. Las maldiciones de los demonios-arcanos requieren de un contacto físico y de la elección de un área; pero lo que ese chico hizo es… es… No, no es posible.

Para el entendimiento de Samael ni siquiera los Nefilinos contaban con un poder así. Los seres más antiguos y arcanos de la Creación eran pertenecientes al Consejo A Cargo, pero tenían prohibido intervenir en ese tipo de guerras; y aunque buscaran detener un conflicto de esa índole, no apoyarían a ninguna de las dos razas. La única creatura con el poder de destituir a todo ser vivo de su propia energía era el ser conocido como el Creador, por lo menos de la manera en que ese ángel lo había logrado.

—Esta vez no cometeremos los mismos errores —la voz de Abaddon recordó a Samael la situación en la que se encontraba—, esta vez nos encargaremos de matarlos a todos.

Con un esfuerzo superior, Samael abrió los ojos y logró divisar al General Abaddon. El arcángel se encontraba parado frente al cuerpo desprotegido de Belphegor; usaba su espada para señalar el pecho del Lord de la Piedra Roja. Samael tragó saliva e intentó levantarse, pero su cuerpo no era capaz de responder.

No, Belphegor, Samael se recriminó en silencio, yo no puedo moverme. Lo siento tanto.

Y, como un simple espectador, Samael presenció a Abaddon penetrar el pecho del demonio de tez oscura. La voz de Belphegor resonó con dolor. Sin importar que Belphegor descalificaba al ángel, Abaddon no se detuvo.

¿Moriría? Samael se preguntaba una y otra vez. Se sentía tan abandonado y vacío, como un objeto sin valor que estaba envuelto de un terror inusual. Estaba allí, estático, sin poder hacer más que ver cómo asesinaban a uno de sus camaradas más cercanos e importantes. De pronto, su mente se llenó de imágenes del pasado; del momento donde había conocido a Belphegor y había creído que serían grandes amigos. Era verdad que ahora tenían cierta rivalidad por sus posiciones como políticos, pero nunca había deseado la muerte de un demonio tan honorable como Belphegor.

Belphegor, el Lord de la Piedra Negra pronunció en silencio con un tono melancólico, Belphegor… no mueras, por favor.

La atención de Abaddon, Samael, Belphegor, Raphael y el ángel joven y misterioso fue robada por una esfera transparente que se elevó de entre la armadura de Belphegor. La esfera era un comunicador que empleaba la magia de Astaroth para funcionar; era de un tamaño práctico y de un material casi como el cristal.

—Lord Belphegor —la voz de Astaroth inundó la escena como un rayo de esperanza—, mi grupo ha conseguido infiltrarse al palacio imperial. Ordena a Lord Leviathan entrar al Cielo cuanto antes. Es muy probable que seamos capturados por una parte de la Guardia Infernal.

De forma repentina, el ángel joven y hermoso aterrizó junto a Belphegor y con sus ojos verdosos cristalinos contempló el comunicador. Su rostro, dotado de hermosos rasgos finos, era tan bello y resplandeciente que podía distinguirse de cualquier otro ángel.

—Mi Lord —la voz jovial del ángel sonó como un susurro cargado de dolor.

—¡Luzbel! —Abaddon y Raphael gritaron en coro al ver al joven ángel volar hacia el exterior de la Ciudadela.

¿Luzbel?, inquirió en silencio Samael. Nunca había escuchado ese nombre; pero ahora sabía que ese niño era, sin duda, el ángel más poderoso que había conocido.

—Raphael —Abaddon habló con presura—, inicia con el paso dos. Infíltrate al Infierno y destruye el territorio. Yo me encargaré de las Legiones que han quedado atrapadas aquí.

—Sí, mi Lord —replicó Raphael con elegancia y respeto.

Samael hizo un esfuerzo mayor y consiguió mover sus piernas y ponerse de pie. Su cuerpo temblaba por la falta de energía y sus músculos se contraían en espasmos de dolor. Luego, respiró con profundidad e invocó a Lieruz.

—Aléjate de él —la voz del Lord de la Piedra Negra sonó pesada y débil.

—¿Vas a pelear en esa condición?

No había otra opción. Samael no estaba en posición de recriminarse nada; no podía comunicarse con Leviathan, aunque confiaba en que entre él y Mammon protegerían al reino. Sin titubeos, pero con una imagen desgastada, Samael alzó su brazo para mostrar su arma al enemigo.

—Si estás tan seguro de ganar, entonces enfréntame a mí, Abaddon.

—Lo haré una vez mate a tu querido amigo, demonio —replicó con una sonrisa insana el General Abaddon.

La atención de Abaddon regresó a Belphegor, quien ya se encontraba inconsciente. Sin embargo, no pudo proseguir con su ataque debido a que Samael creó una esfera pequeña negra frente a él. Abaddon reconoció la magia explosiva, así que se alejó y voló unos centímetros para encarar a Samael.

—¿Cómo te atreves a usar tu magia en ese estado?

Guarda silencio, ángel maldito, resolvió en su mente el Lord de la Piedra Negra. Después, Samael creó una capa oscura que protegió a su homólogo infernal y detuvo el sangrado de la herida. Su cuerpo estaba al borde del dolor, empero no podía abandonar a Belphegor.

—Si crees que matarnos será fácil, Abaddon, entonces me has decepcionado. Yo soy el Lord de la Piedra Negra, Samael, un demonio más poderosos de lo que piensas. Así que —tragó saliva Samael. Prosiguió—: demuéstrame de lo que eres capaz, ¡pelea!, ¡Ángel de la Destrucción!