Sonrisas alegres. Sonrisas amargas. Siempre lo que alguien recuerda de una importante, es su sonrisa, el último gesto antes de morir, la última discusión, el último abrazo. De entre los últimos momentos de una persona, siempre es mejor recordar la sonrisa. Ver el rostro de esa persona, nítido, casi tan real como la tristeza que te invade su pérdida, mostrando su afecto a través de un gesto tan nimio como una simple sonrisa. Gesto que los adultos olvidan, pero que los niños practican a diario, que atesoran incluso cuando dejan de ser niños.
Con una copa en su mano, llena de un líquido ligeramente oscuro, el hombre recordaba la sonrisa de su esposa, de su hija. Estaban presentes en su mente, grabadas a fuego sobre otros pensamientos. Le era imposible borrar aquellas dos imágenes que él atesoraba, que él necesitaba para seguir caminando en un mundo que había perdido la luz sin ellas presentes. Las había perdido y no las podría recuperar, manteniendo todos los recuerdos de ellas en su mente, frescos.
Al no tener a nadie a quien aferrarse, lo que hacía cada día era mucho más fácil para él. Mitigaba el remordimiento. Enviaba la culpa a lo más profundo de su mente y no prestaba atención a los gritos de su cordura perdiéndose en el proceso. ¿Cuánto había llevado en aquel trance tan oscuro? Cuando se quiso dar cuenta, su cuerpo ya era el de un hombre, el de un adulto de cerca los cincuenta años, con una barba canosa, moteada con mechones blancos sobre el negro que antes ocupaba todo su mentón.
Su piel se había ido arrugando con los años, volviéndose algo bronceada y quemada por el trabajo al solo. Los pocos cuidados que daba a su propia piel, eran una invitación para el malestar de la epidermis. Tampoco tenía tiempo para lidiar con problemas de piel. O recursos para gastar en cremas de noche. Lo veía algo innecesario. Solo era un gesto para contentar a otros. Y él no contentaba a otros.
Recorrió, con sus labios levemente agrietados por la sequedad, el borde de la copa que descansaba en su mano. Era una copa vieja, con algunas marcas de haber sido usada. Casi parecía que el polvo había sido quitado hacía unos instantes.
Terminó de un trago con aquella bebida, recostándose en el sillón viejo donde su cuerpo descansaba, mirando con sus ojos hacia la ventana, observando como el agua golpeaba el cristal, dejando su marca. El frío hizo que la ventana, con lentitud, se fuera empañando.
Casi le parecía ver a su hija haciendo un corazón en el cristal. Es algo que ella habría hecho y que su esposa hubiera mirado con ternura. Él simplemente lo hubiera observado, sonriendo solo cuando ellas no lo veían. Tal vez la vida militar en su pasado, lo había vuelto duro externamente. Si, aun lo era y fue empeorando con los años y su propia pérdida. No mostró sentimientos y no los sabía manejar. Engañarse solo lo llevaría a crear un mundo en su mente para el que no tenía tiempo. Debía seguir viviendo, respirando un día más.
Respiró con pesadez, acariciando una Desert Eagle algo oxidada, vieja. Llevaba con él la mayor parte del tiempo que había estado solo, como un recuerdo a su propio fracaso. Era un recordatorio de aquel día en el que su mujer murió. En el que su hija...
No, no valía la pena revolcarse en la oscuridad, en la tristeza. Apretó los labios, tragando algo de saliva que movió con la lengua. Estaba cansado de aquella vida. Su cuerpo necesitaba un descanso. Pero aquello era un lujo que alguien como él, no podía darse. Un solo día fuera, y todo por lo que había trabajado se vendría abajo.
Con parsimonia, se puso de pie, dejando la copa vacía sobre una mesa algo vieja, de roble, mostrando algunas astillas. El culo de la misma copa tapó el rostro de un hombre joven en un periódico. Probablemente de un político.
En los último veinte años, los políticos habían tomado una relevancia demasiado alta en el mundo. Todo lo que podías hacer, era controlado y monitoreado por agentes al servicio gubernamental. No había una sola persona que no fuera controlada por algún medio. Y con el avance de la tecnología, así como la decadencia y la alta dependencia humana, el control había aumentado hasta ser asfixiante.
No había reuniones de más de cinco personas. A las nueve de la noche toque de queda. Siempre se debía la credencial a mano. Los agentes podían escanearte cuando y cómo quisieran, lo que implicaba manoseos innecesarios.
Las quejas simplemente serían calladas.
Masajeó su mano, sintiendo el peso de la pistola, como parecía tirar de él hacia abajo. Era más pesaba de lo que recordaba. Antes no lo era tanto. ¿O era su imaginación? Tiró de la corredera de la Eagle, oyendo el click cuando volvió a su posición. Sin temor en sus ojos, como si aquello fuera algo del día a día, caminó por aquella sala sucia, llena de periódicos, vasos y botellas hacia una puerta vieja, algo roya y mantenida sujeta por una oxidada cadena.
Era un hogar para vagabundos, gente sin nada. Los suburbios estaban infectados de viviendas similares, ocupadas por los que habían sido echados del centro, de las zonas ricas donde la seguridad y vida era mejor. Allí las personas no eran pisoteadas, maltratadas. Usando el dinero, todo se podía lograr.
Movió el brazo izquierdo, rozando con sus dedos aquella fría cadena. Removió la misma, generando un sonido continuo de arrastrar, dejando la misma apoyada en el agujero que entes fue ocupado por una cerradura con su pomo correspondiente. Limpió su mentón con la manga derecha, levantando el arma y empujó la puerta.
Con un quejido lastimero, aquella puerta simplemente cedió sin más. No había resistencia. Los años la habían golpeado constantemente. Humedad, termitas, el descuido. Si alguien realmente lo hubiera querido, habría podido desencajar aquella puerta usando solamente el dedo meñique de la mano o, incluso, del pie. Un simple soplido, como el lobo desmantelando el hogar de dos de los cerditos, aquella sencilla y vieja puerta se caería. Estaba sorprendido de que aun se mantuviera en pie.
A tientas, buscó el interruptor de la luz, con la mano izquierda, rozando la pared, sintiendo la rugosidad de la pintura y los ladrillos. Finalmente, solo a unos centímetros, la encontró. Dio para arriba el interruptor y la luz se hizo, dejándole ver unas escaleras que bajaban. Aquella escalera, mostraba un aspecto descuidado, con los escalones ligeramente rotos, astillados.
Pensándoselo, soltó un suspiro mientras ponía el pie izquierdo en el primer escalón. El quejido del mismo no se hizo esperar, avisándole de que más pronto que tarde, terminaría cediendo y necesitando un arreglo definitivo si terminaba cediendo, partiéndose en dos. Era lo más probable, al menos a los ojos del hombre. No puso todo el peso de su cuerpo en aquel primer escalón. Quería bajar, no romperse la crisma.
Lentamente, escalón a escalón, comenzó a bajar hacia el sótano, siempre con el arma en su mano, sintiendo el peso de la misma tirando de su brazo hacia abajo. Con los años, el cansancio y la edad le habían hecho ablandarse y cansarse con más facilidad.
También podía ser el alcohol en su sistema. O el tabaco que fumaba.
De algo hay que morir, Logan.
Permitió que brevemente una sonrisa apareciera en su rostro, recordando la típica frase de su padre cuando lo veía fumando sus habanos traídos por su tío. Todos los días, sin excepción alguna, tras comer su padre se sentaba en el enorme sillón de la sala, con una copa de vino tinto en una mano (cuando no había whisky escoces en casa) y en la otra sosteniendo un habano recién cortado, encendido, con el humo saliendo del extremo contrario al que se llevaba a la boca, tocando el techo y cubriendo el salón de un olor que, en los primeros años de su infancia, a él lo molestaba. Pero se terminó acostumbrando.
Después de los años, siguiendo los pasos de su padre el tomó la afición del tabaco, no tan fuerte como un habano, pero lentamente vio semejanzas con su progenitor.
Sintió el suelo del sótano bajo su boca desgastada, dejando escapar el aliento entre sus labios. Ninguno de los escalones había cedido y podría volver a subir, siempre con calma. Su tiempo en aquella casa era nulo, casi inexistente. Dos o tres veces al año la necesitaba. Aunque en esta ocasión, llevaba una semana en aquel lugar.
No le desagradaba realmente.
Oyendo unos quejidos, se movió hacia una puerta de hierro oxidado, con un candado. Guardó la Eagle en la parte trasera de su cintura, sacando con la mano izquierda una llave atada en una correa de cuero desgastado, colgando de su cuello y oculta por una camisa de cuadros manchada con algo semejante al aceite.
Sin tientos, introdujo la llave en la ranura del candado, girando y oyendo el click que le indicaba que estaba abierto. Retiró el mismo con la mano izquierda y movió la barra hacia la derecha, generando un fuerte crujido en la puerta.
En esta ocasión, usando más fuerza que con la puerta de arriba, tiró de la puerta hacia sí mismo, oyendo como las bisagras comenzaban a ceder, quejándose por su maltrato y por el poco cuidado a las que habían sido sometidas, incluyendo la misma puerta, que mostraba óxido, polvo. Polco que cayó levemente sobre él, obligándole a apartar el rostro.
No había necesidad de que la luz fuera encendida en aquella habitación. Ya lo estaba, por lo que procedió a entrar, ahora sin su arma en mano, pero con el cuerpo ligeramente tenso.
Las salas de interrogatorios de la policía, solían tener una mesa, dos o cuatro sillas alrededor de aquella mesa fría de hierro o acero. En lugar de la mesa policial de metal, una mesa astillada de roble ocupaba su lugar, junto a dos sellas, una ocupada por un hombre con un traje negro, de Armani probablemente, manchado de sangre. ¿O sería sangre falsa de las películas?
Juntas, las manos del hombre estaban sobre la mesa, sujetas por unas esposas junto que atravesaban una arandela algo grande, que permitía a dicho hombre mover algo las manos, con cierta libertad, pero no demasiada. Parecía un preso sacado de alguna película o seria y listo para un interrogatorio.
Aquello no era una película. Ni la sangre en su traje era falsa. Ni siquiera los dedos faltantes en su mano izquierda eran una edición de imagen. Sangre seca se presentaba en el dorso de sus manos, así como sobre la mesa donde había tenido sus extremidades. De los cinco dedos, al menos tres faltaban en la mano izquierda de aquel pobre desgraciado, dejando solamente el meñique y el pulgar. Los muñones habían sido cauterizados y el soplete situado detrás del desgraciado parecía el causante de aquello.
Miró todo a su alrededor, observando las diferentes cajas y maletas en la habitación, todas cerradas. No era lo que habría en una sala de interrogatorios de la policía. Tampoco él era un policía ni aquello era una sala de interrogatorios clandestina. Podría serlo, dependiendo del punto de vista. Pero para él no lo era.
Era mas viable decir que era su sala de tortura personal, a falta de las herramientas típicas para una tortura. Pero con los años, se dio cuenta de lo frágil que eran algunas personas. Unas palabras bien dadas, y la persona se derrumbaría delante de él, confesando todo lo que necesitaba. Ni siquiera necesitaría una batería, unos cables o un soplete. Aunque en este caso, tal vez si lo era.
El hombre había sido rudo.
Logan miró a los tres dedos frente al hombre, podridos, siendo un nido de moscas y gusanos blancos. La carne podrida soltaba un olor acre, nauseabundo y que a otro le hubiera dado arcadas. Él estaba acostumbrado.
Sacó le Eagle de su cintura y la soltó sobre la mesa, asustando al hombre que soltó más quejidos, palabras ininteligibles. Un paño estaba cubriendo su boca, cubierto con sangre y lo que parecía vómito.
Tenía que escuchar lo que decía. Quitó aquel paño con ambas manos, tirándolo a un lado. No soportaba demasiado el hedor.
―¡Ya basta! ¡¿Qué quieres de mí, bastardo?! ¡Te dije todo lo que sé!
Gritos ahogados en el llanto. Aquellas fueron las primeras palabras de aquel hombre destrozado. Intentó levantar ambos brazos, mostrarle la mano mutilada. La cadena que unía ambos lados de las esposas junto a la arandela, evitaron al hombre moverse bruscamente, haciéndole soltar un improperio.
Con el hombre intentando mover sus brazos, él tomó tiempo para examinarlo. Estaba delgado, más que una persona normal, con la piel pálida y algo flácida, junto a dos oscuras bolsas bajo los ojos por no haber dormido. Su cabello rubio (antes claro), mostraba suciedad, estar enredado y algo grasiento. Una barba de dos semanas, evitaba que cualquiera lo reconociera. Algunos lo harían por el lunar bajo el ojo izquierdo, pero otros no podrían hacerlo con algo tan común como un lunar que, probablemente, miles de personas tendrían en la misma zona, con la misma intensidad que aquel hombre.
―¡¿Qué mierda quieres de mí?! ¡Habla!
Forcejeó, moviendo los brazos. No era un hombre derrotado. No lo sería con facilidad, y eso quedó claro durante los primeros días que estuvo encerrado.
Dejó que el hombre gritara. Por su boca salieron insultos de todo tipo, algunos que incluso harían sonrojar a un marinero, haciéndole preguntarse como un hombre como él conocía tantos insultos que él, en su tiempo en las fuerzas armadas, no había aprendido.
Movió la silla frente al hombre, sentándose, tomando la empuñadura de la Eagle con su mano derecha. Era ambidiestro, pero su madre lo obligó siempre a usar la derecha. A veces, todo era costumbres.
―¡Dime!
―Diputado Johann Meyer. ¿Sabía que Meyer significa más alto o superior? Tal vez a usted su apellido le quede como anillo al dedo―declaró, sin mover la Eagle.
Johann Meyer, uno de los diputados por el lado de la derecha, un hombre recto y religioso, henchido de orgullo y sobrestimando a los demás. Nunca se vio envuelto en escándalos. En la actualidad, tampoco era demasiado necesario. Los políticos controlaban el mundo entero. Con solo una guerra o situación pos-apocalíptica, todo cambió demasiado y las personas como Johann subieron como la espuma cuando el nuevo orden mundial se estableció.
Casi parecía de libro, de película de ciencia ficción. Lastimosamente, era su vida. Una vida que a él, Logan Slade, le arrebató todo lo que una vez fue su luz.
―¿Qué quiere decir con eso? ¿Me tiene aquí...por mi apellido?
―Tiene unos treinta y siete años. Casado. Tres hijos. Dueño de acciones en Techno Corp, contando con un siete por ciento de la compañía.
Casi parecía que se lo había aprendido de memoria. Lo hizo de algún modo. Estudió al diputado por meses, casi un año completo, antes de tomarlo y llevarlo a aquel lugar y ocultarlo del mundo. No lo hizo para salvarlo o seguir ordenes de algún grupo terrorista. Lo hizo porque era su trabajo. El que él mismo se impuso desde la muerte de su esposa. Y no lo dejaría. Aun no estaba demasiado metido en el fango.
―¿Sabe con quien se está metiendo, asqueroso idiota? ¡Soy un diputado!
―Bueno, incluso con su poder, es un simple humano que puede morir por un disparo, ¿verdad?―preguntó, moviendo ligeramente la Eagle. Notó como la mano derecha de Johann se movía involuntariamente, producto de los nervios―. Tal vez al ser cristiano, crea en dios. Yo también creo, pero dios no lo salvará. No después de lo que hizo.
Aunque el mundo mismo llegara a si fin, Logan vio que algo nunca cambiaba en las personas, en los seres humanos. Necesitaban algo a lo que aferrarse, a una creencia de un ser superior que, en algún momento en el futuro, los salvaría de aquella desesperación, de aquel dolor que lo estaba aquejando.
Él perdió toda esperanza de ser salvado.
―¡Falacias! ¡Bulos! ¡Todo inventado por mis contrarios, mis enemigos y rivales!
Casi soltó una carcajada. Tantas escusas posibles, y cada político que había conocido, terminaba por echarle la culpa a otros. Aunque admitía que Johann en este caso, llevaba razón. Toda la información que poseía sobre el hombre, provenía de uno de sus rivales por el control de Chicago y sus zonas colindantes. Si antes peleaban con fervor por controlar un estado, ahora lo hacían por las ciudades importantes antes que por el estado.
Y aunque él no debió fiarse de aquel otro hombre, con la investigación que hizo por su cuenta sobre ambos, tanto de Johann como del otro, llegó a la verdad: Johann Meyer era realmente como decían los informes que su enemigo y rival jurado le pasó.
―Entonces usted no violó a la joven estudiante de periodismo Sarah Smith, ¿cierto?―volvió a preguntar, ahora moviendo una tableta con fotos hacia Johann. Desesperado, el hombre la miró, moviendo sus ojos cerúleos por las imágenes, observando a Sarah, una joven de diecinueve años, completamente magullada, casi irreconocible.
Sarah Smith, estudiante de periodismo. Había sido una hermosa chica de tez blanca, casi albina, salvo por el ligero toque bronceado que presentaba en verano, con pómulos altos y cabello negro como la misma noche sin luna, de enormes ojos grises y un rostro en forma de corazón. Según sus padres, la chica siempre sonreía.
―No, no fui yo.
―¿De verdad?
Escéptico, Logan atrapó la tableta, moviéndose entre distintas fotografías, quedándose en una que presentaba el enorme moratón en el rostro de Sarah, morado e hinchado. Una marca se apreciaba en aquel lado del rostro de la estudiante, y fue la que señaló a Johann.
―¿No es usted J.M? Siempre lleva un anillo con sus iniciales―expresó, mostrando otra fotografía en la que tanto el rostro de la chica (el lado marcado por el pesado anillo) y la sortija estaban en la misma, colocándola frente al diputado―. Podría haber sido un tal John Malcolm, Jon Miller, Jones Merlín...hay infinidad de nombres. Pero, y solamente pero, ese anillo que muestro coincide con las dimensiones y los restos dejados en la piel de Sarah Smith, además de ser único.
―��Cómo va a haber un anillo único, grandísimo idiota?
Nervios. Podía notar el temblor en la voz de Johann Meyer y verlo reflejado en su mano derecha, como temblaba ligeramente. Cualquier inexperto lo habría pasado por alto. Él había ya visto miles de interrogatorios y había participado en la mayoría.
Sonrió, algo frío.
―Puede pasar, señor Meyer. Sobre todo, cuando el anillo es de la familia, una antigüedad―aclaró, mostrándole al diputado el archivo sobre aquella joya, colocando frente al desgastado y derrotado Johann Meyer la imagen del anillo de oro que había estado en su familia por más de cien años, según su padre.
Las iniciales sobre la joya, no deberían representar demasiado al propio Johann. Era extraño que un descendiente obtuviera una joya con sus iniciales, habiendo pertenecido a su abuelo o bisabuelo. Pero, sabiendo eso de ante mano, buscó todo lo relacionado cobre Johann Meyer y el anillo en cuestión. Según los archivos que rescató en el registro, a lo largo del árbol genealógico de la familia del diputado, al menos siete integrantes habían contenido un nombre con la inicial J y siendo representación de las siglas del propio anillo que ahora estaba o había estado en manos de Johann Meyer. Fue entregado al departamento de policía de Chicago y nunca más fue visto, ni se tomaron muestras de tejidos y sangre del mismo.
Optando por completar las pruebas, había usado de sus años en las fuerzas especiales, de contactos y recursos para obtener el anillo, siendo localizado en un depósito de decomiso policial de Olympia, Washington. Demasiado alejado para un error de papeleo. Con ojo experto e intuición, se dio cuenta de que los hilos se movieron para librar las pruebas relacionadas a Johann sobre la violación de Sarah Smith.
―Buena jugada, señor Meyer―fijo, dejando la carpeta con los datos del anillo frente a su derrotado preso. Solo una mirada a sus ojos azules, le dio a entender que Johann estaba a punto de derrumbarse―. Pero siendo sincero, cuando quiero saber algo de alguien, lo logro sin problema alguno. Me ha llevado un año entero, pero cada dato de su vida está dentro de este disco duro―explicó, tomando una bolsa que había sobre una de las cajas, abriendo la cremallera y mostrando el aparato al diputado―. Una vida entera de engaños a su mujer, sus amigos y conocidos. No es algo que importe, pero la señorita Elisabeth dio a luz una preciosa niña de cabello rubio y ojos azules. Su hija bastarda.
―¿Cómo?―lo vio tragar saliva. Brillando con temor, los ojos de Johann se centraron en él. No se intimidó. No se regodeó. Podría haberse burlado de Johann Meyer, como lo había hecho de cientos más. Pero no lo hizo. No sabía exactamente el motivo, pero no vio necesario burlarse de aquel hombre. Vio su mano mutilada, su rostro pálido, su cuerpo ahora escuálido. Si lo soltara, caería por falta de buena nutrición y agua―. ¿Cómo logró todo eso, señor...?
―Logan. Logan Slade―habló con calma, como si aquel hombre no estuviera sufriendo. Masajeó sus ojos un poco. Estaba cansado. Debía terminar con aquello y recuperar las horas de sueño perdido―. Con dinero y contactos, en este mundo se consigue todo, señor Meyer.
―¿Sabe acaso, señor Slade, dónde está metiendo su asquerosa nariz? ¡Lo matarán! ¡No son personas con las que jugar! Ellos matarán a sus seres queridos, lo enterrarán y harán verlo al resto del mundo como un terrorista. ¡Controlan todo! Un simple don nadie como usted, solo será una piedrecilla en su camino.
Respiró hondo, tomando una bocanada de aire. Lo sentía viciado, llegando a notar un sabor acre en su saliva cuando llenó por completo sus pulmones. Espiró, mirando fijamente a Johann, sin pestañear. Vio como temblaba ligeramente, intensificando su temblor en la mano derecha. Estaba quebrado.
Más que las armas, las palabras hieren más.
―¿Sabe algo, señor Meyer? En este mundo, el cual he visto cambiar en solo veinte años, no tengo nada que me aferre a la vida, que me mantenga entre los vivos. No pueden dañarme más de lo que ya hicieron―escupió, inundando su tono con rabia. Apretó los labios, cerrando fuertemente la boca, casi oyendo el crujir de su mandíbula. Deslizando la Tablet frente a Johann, le señaló las fotografías de seis presos―. Ahora, ¿con quien de estos debo hablar?
―¿Va a seguir con esto, Slade?―Johann frunció el ceño, mirando las fotografías de aquellas seis personas.
―Llevo veinte años con ello, Johann Meyer. No pienso dejarlo todo por miedo a la muerte―respondió, moviendo la mano y golpeando con el dedo índice la pantalla del aparato, exasperando al diputado―. ¿Quién de estos es su contacto?
Vio como el temblor en Meyer crecía levemente. Por los movimientos del diputad, podía deducir que quería aferrarse la mano, sujetarla con la otra para que no le temblara. No quería demostrar miedo o nervios.
―Morirás en cuanto lo sepas...yo moriré en cuanto te lo diga.
―Eso es algo que muchos me han dicho―mostró la Eagle en su mano, aferrándola, descansando sobre la mesa. Tanto él como Meyer sabían que no saldría de aquel lugar vivo. No había dejado cabos sueltos. No era de los hombres que dejaban pistas sobre sí mismo. Y no lo haría con Johann Meyer―. Quiero toda la información sobre la venta de personas que tus amigos llevan aquí, en Chicago. Sé perfectamente que todo lo que hacéis, se gestiona desde aquí.
―¿Y qué te hace pensar que pertenezco a ese círculo?―Johann declaró, mirándole con rencor.
Suspiró, separando la mano de la tableta. Sin dedos. Cansado y derrotado. Johann Meyer no era de los que se rompían, ni cuando estaba a punto de hacerlo. Solo una mirada bastaría para ver el lamentable estado físico del diputado, su pronta ruptura emocional. Nervios ya lo estaban consumiendo. Su mano derecha era indicativa de ello.
―No me vengas con gilipolleces ni rodeos, Meyer―escupió, golpeando la mesa. Era paciente, tal vez demasiado. Pero Meyer no saldría vivo y él necesitaba la información que el diputado gestionaba. Torturarlo más no era un impedimento, y Meyer lo sabía―. Tengo todo el tiempo del mundo. Pero, ¿tú tienes dedos disponibles para ello? ¿Dientes? ¿Piel? Puedo pasarme semanas despellejándote desde arriba abajo, dejando tu cuerpo lleno de un lacerante dolor antes de morir.
Mantuvo sus ojos fijos en los de Johann Meyer. Por unos segundos. Vio como el brillo de rebeldía, lentamente se apagaba en aquellos ojos azulados antes llenos de arrogancia. Meyer y sus amigos, eran hombres y mujeres henchidos de ego y orgullo, nadando en la abundancia mientras otros necesitaban dinero para comer. Cuando las altas corporaciones daban su apoyo a un político, no lo hacían de una manera ligera. Podían ofrecerle millones y recursos suficientes para toda una vida calmada, firmando con ello un contrato tácito entre corporación y diputado.
Nunca llegó a conocer a ningún político limpio y con el tiempo todos se fueron ennegreciendo más y más, cayendo en las tentaciones que el dinero les estaba proporcionando.
―Meyer―susurró, dejando que su voz saliera gruesa, algo más ronca de lo normal―. No vas a salir vivo de esta habitación. Es algo que sabes o al menos has intuido. Permitirme el lujo de dejarte vivir―apretó la empuñadura de la Desert Eagle―; no es algo que vaya a hacer.
Oyó como, finalmente, Johann Meyer soltó un suspiro pesado, cansado. Sus hombros cayeron y el hombre derecho, orgulloso, finalmente había aceptado su derrota por completo.
―Bien―su voz incluso salió rota, casi sin fuerza. Levantó ambos brazos, golpeando la mesa con ellos y tomando la table―. Es está mujer, Elina Kitaeva, una agente rusa al servicio del gobierno...aparentemente Trabaja realmente para un grupo con base en Moscú y que está ligado al de Chicago. No sé exactamente los nombres de esos dos grupos, pero sé que tienen comprados a miles de políticos y altos cargos. Incluso tienen a un miembro del consejo mundial en el bolsillo―explicó en voz baja, como si temiera que alguien le oyera―. No son aficionados ni grupos pequeños. Probablemente trabajen o sean de alguna corporación importante. No estoy seguro. Pero si intentas jugar con ellos...te hacen desaparecer―Johann levantó la mano, apuntándole con dos dedos e hizo como si disparara―. No temerán borrarte del mapa.
―¿Dónde encontraste a Elina Kitaeva?
―Soy un diputado. Es fácil saberlo―Johann respondió, obteniendo un bufido―. Bien. Elina me contactó por correo seguro, cifrado. Imposible de rastrear para hackers amateurs. Luego, simplemente quedamos en un pub del centro de Chicago, con alta seguridad. Sin testigos. Sin cámaras. Ni siquiera sé como tienes una imagen de ella. Es como un fantasma, Slade.
―Yo también.
―Después de las primeras citas, me llevaron al lugar donde se haría la subasta. No de objetos, si no de personas. Allí tome posesión de Sarah Smith, pagando cerca de cincuenta millones por ella―el diputado aseguró, devolviendo la tableta. La tomó, viendo que solamente la foto de Elina estaba en la pantalla―. No te será fácil localizarla. Mueven la sede por la ciudad subterránea de Chicago. Cada reunión tiene un sitio distinto.
―Esto es todo lo que necesito, Meyer.
Llevó la Tablet a la bolsa. Tiró de la corredera de la pistola por segunda vez y colocó el cañón sobre la frente del diputado. No necesitaba más datos del hombre. Y era un cabo suelto que podría afectarla a su objetivo. Pasó años recolectando información y ahora no dejaría nada a la suerte.
―Dígale a mi familia...que me perdonen.
No obtuvo respuesta. El sonido del disparó, rebotó por la habitación ensordecedoramente.
Sin temblor, bajó lentamente el brazo, admirando su obra sin un pestañeo. La cabeza de Johann Mayer colgaba del respaldo de la silla, hacia atrás. Su boca abierta, tal vez de la impresión. No le había dado tiempo a cerrar los ojos y había recibido el disparo, entre ceja y ceja.
A lo largo de veinte años, había ejecutado a personas. Las había torturado, las había roto en aquel asqueroso mundo para sacarles algo de suciedad. Y nunca se había arrepentido. No era algo que haría ahora, observando como el calor se marchaba del desnutrido e inerte cuerpo de Johann Meyer, diputado de Chicago.
Todos deben cargar con el peso de nuestras acciones.
Todas y cada una de las acciones de una persona, desembocaban en una consecuencia. Su padre se lo había enseñado de niños. Él lo guardó en su mente, teniendo la frase como guía. Tomó las responsabilidades de los cadáveres que ahora cargaba sobre sus hombros. Se hundió un poco, pero no los suficiente como para desistir. El pensamiento nítido de las familias de los asesinados, eran el único síntoma de un arrepentimiento real sobre lo que hacía. La vida que tomaron aquellos que había asesinado, nunca fueron buenas: drogas, alcohol, mujeres...
Guardó la Desert Eagle en la parte trasera de su cintura, admirando su obra. Olía el óxido de la sangre, pero no le afectaba realmente. El número de muertes que había presenciado a lo largo de su servicio en las fuerzas especiales empañaba todo aquello que había hecho en aquellos veinte años de transición a una sociedad mucho más hipócrita y corrupta. Eso era su empuje, la hipocresía y la maldad de aquellos que asesinaba.
Masajeó el puente de la nariz con el pulgar y el índice. Los síntomas del cansancio lo estaban ya alcanzando. Un dolor sordo se estaba acrecentando en su cabeza y la visión se estaba volviendo algo borrosa. ¿Cuánto llevaba sin dormir? La pequeña siesta que se tomó cuando dejó a Meyer en la habitación no había mitigado su cansancio. Relamió su labio inferior, intentando menguar la sequedad de su boca. Los labios estaban agrietados y sentía el escozor de no haber cuidado la piel.
Un día, simplemente dejaré de vivir.
Arrastrando los pies, comenzó a salir de la habitación con pasos lentos, cansados, más propios de un hombre de ochenta años. Con la mano derecha apagó las luces de la sala, dejando a oscuras el cadáver de Mayer, rodeado de los maletines y maletas llenos de armamento y municiones. No necesitaba sacarlo de allí. Una siesta y quemaría aquella casa, enterrando el cuerpo y las armas. Borraría cada prueba de que él había estado en aquel sitio.
Involuntariamente, un suspiro de satisfacción escapó de su garganta cuando su cuerpo por fin halló un lugar donde no estaba sometido a estrés. Sus músculos estaban contentos y sus ojos comenzaron simplemente a cerrarse, mientras su cabeza se hundía en el cojín que usaba como almohada.
Dejó el arma sobre la mesa a su izquierda antes de acomodarse completamente, descansando en el sofá raído que estaba en el salón. No podía pedir mucho más. Siendo más joven, había dormido en suelos llenos de piedras molestas, de insectos que lo picaban a los segundos de haber casi alcanzado un estado semi inconsciente y con compañeros molestos. Compañeros que ahora extrañaba, veinte años después.
¿Cómo el mundo había cambiado tanto en veinte años? Muchas veces se lo había preguntado, mientras observaba a su próxima víctima. De estar en una sociedad libre y con derechos, habían pasado a una sociedad controlada, sometida a controles periódicos y a una vigilancia las veinticuatro horas del día, obligando a la población a seguir las normas completamente.
Él en un principio, los primeros años en que el Consejo Mundial fue formado, también las siguió. Permitió que le implantaran el chip que les indicaría sus datos y que lo mantendría controlado. Cogió la cartilla médica que le habían obligado a llevar. Evitó hacer manifestaciones o quedar con demasiadas personas. Dejó que los drones que sobrevolaban el centro lo grabaran...
Y todo ello no les fue suficiente para dejarlo en paz.
Recordaba como el ejército irrumpió en su casa, destrozando la puerta que su padre puso unos años antes de fallecer, junto a él siendo aun más joven. Como uno de los soldados lo golpeaba en el rostro. Tenía en su mente, el momento en el que su mujer era arrastrada de los cabellos al piso superior, mientras chillaba.
No pudo hacer nada. Lo mantuvieron esposas, contra la mesa, sujeto con fuerza y evitando que pudiera moverse.
Abrió los ojos, parpadeando. Masajeó los mismos con el pulgar, eliminando los restos de somnolencia. Estaba pensando demasiado y no era algo demasiado bueno para él.
Giró la cabeza, viendo la oscuridad. Ya era noche cerrada, probablemente las doce de la noche. No quedaría nadie en la calle. Con el toque de queda y la presencia militar en las zonas exteriores, la gente prefería alejarse de los problemas.
Sería un buen momento para borrar esto.
Su cuerpo agradecía el descanso. Probablemente había dormido bastantes horas y solo el sonido de la lluvia lo había despertado. Podía ver como los truenos rugían a la lejanía.
Estiró el brazo, tomando el móvil sobre la mesa. Veinte años de avances tecnológicos y sociales y el aún usaba un móvil viejo, de prepago y sin conexión a la red. Pero era preferible para sus movimientos y mensajes. Nadie mantenía vigiladas las antiguas líneas de teléfonos y toda la seguridad estaba en la red, incluidos los hackers. Así mantenía su rostro alejado de cualquier persona no deseada.
Sus ojos enseguida volaron hacia el parpadeante sobre en la pantalla de aquella reliquia del pasado, frunciendo el entrecejo. Guio sus dedos por las teclas y leyó el mensaje: "Necesitamos hablar".