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Chapter 2 - Ari Gonzalo I

Me incliné sobre la mesa, y el bullicio del concurrido restaurante se difuminó mientras trataba de controlar la furia. Intente contener el deseo de gritar y mantuve la voz baja, si bien cada palabra rezumaba de irá.

—¿Qué has dicho? Estoy seguro de que no te he oído bien.

Andrés (Sparta) se acomodó en su silla, sin preocuparse ni en lo más mínimo de mi cabreo.

—Dije que Miguel (Mikecrack) va a ser ascendido a socio.

Apreté el vaso que tenía en la mano con tanta fuerza que me sorprendió no romperlo.

—Se suponía que ese ascenso era mío.

Él se encogió de hombros.

—Las cosas han cambiado.

—Me he dejado los cuernos trabajando. He traído nueve millones a la empresa. Me dijiste que si superaba lo del año pasado, sería socio.

Andrés agitó una mano.

—Y Miguel ha traído doce millones.

Estampé la palma de la mano contra la mesa, sin importar si llamaba la atención de los demás o no.

—Eso es porque el muy cabrón me la jugó y me quitó al cliente. La idea de la campaña fue mía. ¡El me quitó de en medio!

—Es tu palabra contra la suya, Ari.

—Y una mierda. ¡Esto es una mierda!

—La desición está tomada, y la propuesta ya está hecha. Esfuérzate y tal vez el año que viene sea tu año.

—¿Y ya está?

—Ya está. Te haz ganado una generosa prima.

«Una prima»

No quería otra maldita prima. Quería el ascenso. Debería haber sido mío. Me puse de pie tan rápido que volqué la silla, que golpeó al suelo con fuerza. Me enderece para enfatizar mi metro noventa y dos de altura, y lo miré con el ceño fruncido. Teniendo en cuenta que Andrés no superaba el metro setenta y dos, sentado me parecía muy pequeño.

Andrés encargó una ceja.

—Cuidado Ari. Recuerda que en Anderson Inc. lo importante es el trabajo en equipo. Sigues formando parte del equipo. Una parte importante.

Lo miré fijamente, reprimiendo el deseo de mandarlo a la mierda.

—El equipo. Ya.

Me alejé meneando la cabeza.

Volví al trabajo y entré dando un portazo. Mi asistente me miró, sorprendido. Tenía un sándwich a medio comer en la mano.

—¿Qué narices le tengo dicho de comer en la mesa?—Le solté—.

Él se puso en pie con torpeza.

—Es...estaba usted fuera—Tartamudeó—. Estoy trabajando en sus gastos y he pensado que...

—Pues ha pensado mal, joder—Me incliné sobre la mesa y le quité el dichoso sándwich de la mano, haciendo una nueva por la atrocidad—. ¿Mantequilla de maní y mermelada? ¿El sueldo no le da para más o qué?—Solté un taco cuando la mermelada me manchó el borde de la chaqueta—. ¡Joder!

Su cara, ya blanca de antemano sentado mirándome con la boca abierta.

—¿Está sordo?

—¿Qué prefiere que haga primero?

Le tiré la chaqueta.

—Ese es su maldito trabajo. ¡Averígüelo y hágalo!

Entré a mi despacho y cerré de un portazo.

Un cuarto de hora después tenía mi sándwich y café con leche. El interfono sonó.

—Tengo a Carlos en la línea dos.

—Bien—Cogí el teléfono—. Carlos. Tengo que verte. Hoy.

—Estoy bien. Gracias por preguntar, Ari.

—No estoy de humor. ¿Cuándo estás disponible?

–Tengo toda la tarde ocupada.

–Cancela algo.

–Ni siquiera estoy en la ciudad. Como muy temprano puedo estar ahí a las siete.

–De acuerdo. Nos vemos en Finlay's. La mesa de siempre.–Colgué y pulse el botón del interfono–. Venga ahora mismo.

La puerta se abrió y él entró para acabar postrado a mis pies. Literalmente. Ni siquiera me molesté en ocultar el hecho de que había puesto los ojos en blanco por el disgusto. En la vida había conocido a una persona tan torpe como él. ¡Tropezaba con el aire! Juraría que pasaba más tiempo de rodillas que las mujeres con las que yo salía. Esperé hasta que se puso en pie, recogió su cuaderno de notas y encontró el bolígrafo. Estaba Colorado y le temblaba la mano.

–¿Sí, señor VanAri?

–Mi mesa en Finlay's. Para las siete en punto. Resérvela. Será mejor que la chaqueta esté lista para entonces.

–He pedido el servicio urgente.

Ah, sale más caro.

Enarqué las cejas.

–Estoy seguro de que le agradará pagar la cantidad extra, teniendo en cuenta que la culpa ha suya.

Su rubor aumentó, pero no discutió conmigo.

–La recogeré dentro de una hora.

Agité una mano. Me daba igual la hora a la que la recogiera, siempre y cuando estuviera en mi poder antes de marcharme de la oficina.

–¿Señor VanAri?

–¿Qué?

–Hoy tengo que marcharme a las cuatro. Tengo una cita. le envié un correo electrónico al respecto de la semana pasada.

Tamborileé sobre la mesa con los dedos mientras lo observaba. Mi asistente, Javier López,la cruz de mi existencia. Había hecho todo lo que estaba en mi mano para librarme de él, pero todo había sido en vano. Daba igual lo que le ordenase que hacer, él lo conseguía. Por humillante que fuera la tarea impuesta. ¿Recoger mi ropa de la tintorería? Sí. ¿Asegurarse de que mi cuarto de baño privado estuviera bien surtido de mis artículos de aseo personal y de mis condones preferidos? Por supuesto. ¿Ordenar por orden alfabético mi enorme colección de CD después de que decidiera llevármela a la oficina? Sin fallo alguno. Incluso los guardó todos en cajas después de que «me lo pensara mejor» y decidiera enviarlos de nuevo a mi casa, impecables y en orden. No dijo ni pío. ¿Enviarle flores y una carta de despedida a la mujer de turno que quisiera quitarme de encima ese mes o esa semana? Ajá.

Iba todos los días a la oficina sin falta y jamás llegaba tarde. Rara vez salía a menos que fuera para hacer algún encargo que le asigne o para escabullirse a la sala del personal, donde almorzaba uno de esos ridículos sándwiches caseros que le había prohibido comerse en la mesa de trabajo. Mantenía mi agenda y mis contactos al día; archivaba los informes siguiendo el código de color que a mí me gustaba; y filtraba mis llamadas, asegurándose de que ninguno de mis numerosos ex me molestara. Según me habían dicho, todo el mundo lo apreciaba, no olvidaba ningún cumpleaños y horneaba unas galletas riquísimas que compartía en ocasiones especiales. Era la puta perfección.

No la tragaba.

Era todo lo que aborrecía en un hombre. Pequeño y delicado, con el pelo oscuro y ojos azules. Se vestía con unos jeans azules, polera blanca y con una chaqueta color café claro. No llevaba joyas. No poseía el menor atractivo y no tenía el amor propio necesario para hacer algo al respecto. Apocado y tímido, era fácil pisotearlo. Jamás se defendía, aceptaba todo lo que yo le tiraba y jamás me ofrecía un no por respuesta. A mí me gustaban los hombres fuertes y con personalidad. No los felpudos como el señor López.

Sin embargo, tenía que cargar con el.

–De acuerdo, pero que no se convierta en una costumbre, señor López.

Por un instante, creí ver un brillo furioso en sus ojos, pero acabo asintiendo con la cabeza.

–Recogeré su chaqueta y la dejaré en el armario. Tiene una conferencia telefónica a las dos y hay otra preparada en la sala de juntas. –Señaló los archivos que descansaban en una esquina  de mi mesa–. Ahí están sus notas.

–¿Mis gastos?

–Termino en breve el informe y se lo dejo para que firme.

–De acuerdo. Puede irse.

Se detuvo en el vano de la puerta.

–Que pase una buena noche, señor VanAri.

No me molesté en responder.