Viernes 4 de enero de 2019
Lo único que me mantenía despierto era el viento colándose por la ventanilla del colectivo. Aún cansado, somnoliento, con mi brazo izquierdo apoyado en la ventanilla de tal modo que mi mano se apoyara en mi mentón, la verdad era que mis ojos apenas podían seguir abiertos.
Aquella mañana desperté temprano, más que nada para organizar todo lo necesario para llevar a cabo el viaje que, siendo sinceros, hacía que me sintiera nervioso. Volver al sitio en el que crecí, luego de haberlo dejado atrás hace diez años todavía siendo un niño, habiendo olvidado además todo lo que viví en ese entonces, olvidando todo acerca de la gente con la que me relacioné, sobre mis amigos, familiares, vecinos. Nada recordaba de ese lugar, aunque de vez en cuando, extraños sueños me transportaban hacia allá, sucesos que creo haber vivido alguna vez, aunque no los recuerde luego. Y otros más oscuros, que al despertar olvido por completo luego de unos instantes.
El colectivo avanzaba rápidamente. Viendo el camino, estaba ya de lleno en la ciudad de Ypacaraí, por lo tanto, en media hora llegaría a mi destino. Luego, tendría que encontrarme con un tío que me llevaría hasta la casa donde había vivido los primeros once años de mi vida.
Este viaje lo hago por mi cuenta. Mis padres no pudieron acompañarme por encontrarse en un viaje de negocios –mi padre- y por no poder solicitar aun vacaciones por no cumplir antigüedad en su trabajo –mi madre-. De alguna manera, ambos me convencieron de ir solo, a revivir esos tiempos, y de paso tomarme un descanso luego de un largo primer año de universidad.
El colectivo, el cual no era uno particularmente elegante sino más bien económico, de repente se detuvo. Un rayo de luz del Sol se coló a través de la ventanilla, dándome de lleno en los ojos. Miré hacia el otro lado del colectivo, y por casualidad noté a las personas que ingresaron al interior. Eran tres hombres trajeados, serios, dos de ellos con lentes de sol que, sin mediar palabras, se sentaron en la parte posterior. El último de ellos en subir, luego de pagar el pasaje, se sentó junto a los otros dos, acaparando los últimos tres asientos del fondo.
Al empezar a avanzar de nuevo, la luz dejó de molestarme, así que regresé mi vista de nuevo al paisaje circundante. Numerosos montes, pastizales y campos enteros llenos de cocoteros acaparaban la vista de cualquiera que observara. Las nubes blancas en el cielo, parecidas a enormes algodones flotantes, parecían estáticas a medida que avanzábamos. Saqué mi celular de mi bolsillo para revisar la hora: eran casi las tres de la tarde.
Pronto, los pastizales y la vista del campo desaparecieron para dar lugar a una zona más urbanizada. Poco a poco, el tráfico empezaba a hacerse más circulado, varios automóviles cruzaban junto al colectivo, por las aceras se empezaba a ver a gente caminando, algunos lugares comerciales se hacían visibles. Y entonces, llegamos frente a un cartel: "Bienvenidos a la Ciudad de Piribebuy"
Suspiré. Estaba cerca de mi destino, y por alguna razón dejé de estar nervioso. Se podría decir que estaba más calmado, aunque eso no signifique que me emocione demasiado estar aquí.
Saqué mi celular de vuelta, antes de llegar, para avisarle a mi tío que pueda pasar a buscarme como habíamos quedado. Una vez más, me dijo: "Bájate en el pueblo, en la plaza. Te espero ahí"
Guardé mi teléfono de vuelta, cuando empezaba a notar la silueta de la plaza. Entonces, tomé mi mochila y un bolso con unas cuantas pertenencias, y bajé del colectivo.
Una vez en la plaza, noté que no había tanta gente como la que acostumbro ver en Asunción: el ambiente aquí era hasta más agradable, fresco, tranquilo en comparación al conglomerado de gente en Asunción.
Me senté en uno de los banquillos, a la sombra de un gran lapacho de flores amarillas. Una leve brisa veraniega sopló, haciendo que algunas florecillas cayeran hacia mí.
Mientras esperaba a mi tío, a quien francamente no recuerdo al haber pasado tanto tiempo, me puse a escuchar música. Cerrando mis ojos para reposar la vista, y sumado al volumen de la música, quizás no había notado que alguien se me había acercado.
—¿... sos?
Abrí mis ojos, cuando sentí que alguien me tocaba el hombro. Un poco avergonzado por casi haberme quedado dormido, me quité los audífonos.
—¿Me hablabas a mí? —Pregunté, aun sin saber quién se había acercado a dirigirme la palabra.
Miré frente a mí, donde una persona se hallaba de pie, mirándome con expresión de duda y confusión. Era una chica, bonita, cuya tez ligeramente morena hacía resaltar sus pómulos enrojecidos. Además, su cabello recortado sobre la nuca, de un color negro azabache, brillaba bajo los pocos rayos del sol que se colaban entre las hojas del lapacho. Su flequillo era sujetado por una hebilla blanca hacia la derecha de su frente, aunque unos cuantos mechones caían sobre sus grandes ojos color miel.
—S-sí, disculpe, pero... ¿Sos vos, Santiago? —Tartamudeó. Recién entonces, pude caer en la cuenta de que, de alguna manera, conocía a esa mujer.
Vestía una camisa mangas cortas blancas con una corbata azul, además de una falda negra y championes blancos. Viéndola de ese modo, parecía una colegiala.
—Sí, yo soy —respondí. Me acomodé mejor en la banca—. Disculpa, ¿nos conocemos?
Inmediatamente luego de decir tales palabras, esa chica se irguió por completo. Cruzó los brazos y su mirada, orientada hacia mí, se volvió un poco intimidatoria.
—¿Eso es lo que me dices luego de diez años, tonto? —Dijo, y su voz sonaba más profunda que antes. Intenté buscar en mis recuerdos, hurgar en ellos, pero no podía recordarla. Quizás, al pasar los días en ese pueblo vuelvan ciertos recuerdos, pero en ese momento simplemente no tenía idea de quién se pudiera tratar.
—Lo siento, no sé quién sos —dije, algo avergonzado. La chica suspiró e iba a decir algo, pero entonces un hombre se nos acerc��.
—Ya, ya, no lo molestes, Gaby —dijo el hombre. Vestido más bien elegantemente, de traje, como si fuera un exitoso hombre de negocios. Ese debía de ser mi tío, al cual reconocía solo de fotos—. Mucho tiempo sin vernos, Santiago —me pasó la mano para estrechar la mía. Inmediatamente me puse de pie y, con una sonrisa bastante cutre, estreché mis manos con las de él.
—Tío Marcial —lo saludé—. Mucho gusto, aunque nos conocemos ya.
—No seas tan formal, chico —dijo, sonriente. El tío Marcial ya debe de rondar los cincuenta años, pero para su edad, no estaba nada mal físicamente. Su cabello recortado de tipo militar tenía solo algunas canas, sus ojos mostraban pocas arrugas a los lados, y su sonriente rostro estaba surcado por una barba bien cuidada en forma de candado. Además, era más alto que yo y bastante atlético. Eso lo notaba y era de esperarse, ya que él mencionó las veces que hablábamos recientemente, que acostumbraba hacer ejercicios cada fin de semana.
��Hummm —dijo la mujer, frunciendo el ceño y con un puchero en su rostro, como si fuera una chiquilla malcriada—. Te acuerdas de él pero de mí no, traidor.
—Lo siento... —Volví a disculparme, pero la risa del tío me distrajo.
—Ella es Gabriela, mi sobrina, así como vos —la presentó, dándole unos suaves golpecitos con la palma de su mano derecha sobre su cabeza—. Ustedes son primos lejanos, y recuerdo que de niños eran muy unidos.
—Sí, hasta hicimos una promesa juntos antes de que te fueras a Asunción —dijo Gabriela, haciendo que fragmentos de mi infancia se recrearan en mi mente:
Podía ver una especie de cascada, más bien una pequeña caída de agua de algún arroyo, probablemente el mismo de la estancia donde crecí. Me encontraba sentado, mirando al agua caer, y a los pies de aquella pequeña cascada, algunos niños jugaban a la pelota. Entonces, una mano pequeña se posaba sobre la mía. Volteé a ver, y oí una voz que me decía algo... Pero, no recordaba el rostro de la persona, ni podía entender lo que me decía.
—Vamos ya, hablaremos mejor en la casa —Dijo el tío. Me saqué forzosamente de mis pensamientos y lo seguí—. La familia está ansiosa por volverte a ver, aunque un poco tristes porque viniste solo... Pero se les pasará al verte —Sonrió.
Cuando empezaba a caminar, Gabriela me sujetó de la camiseta, acercándose a mi lado, casi pegándose a mí.
—No tienes idea de lo mucho que te he extrañado, todos estos años —dijo. No me miraba a la cara, más bien parecía avergonzarse y hablaba más bajo cada vez—. Parece que, finalmente, todo podrá arreglarse.
—¿Arreglarse? —Pregunté, ya que esas palabras me habían dejado un poco intrigado. Sin embargo, ella se separó de mí y corrió al auto del tío Marcial, subiendo al asiento del copiloto.
—Pido ir al frente —Dijo, abrochándose el cinturón de seguridad. Suspiré y subí a la parte de atrás, esperando finalmente volver a aquel lugar, ese sitio que alguna vez llamé hogar.
Tras haber realizado una especie de tour para saludar a la numerosa familia Vera, a la cual pertenezco por parte de mi madre, finalmente pude ir a la casa que antes era mi hogar, y que, desde que mi madre que era la propietaria legal como única heredera tras el fallecimiento de mi abuelo cuando yo era aún muy pequeño, ahora estaba bajo el cuidado de la madre del tío Marcial, la tía Soledad –quien a la vez es hermana de mi difunto abuelo-, ahora puedo decir finalmente que estoy de vuelta.
Según lo que me habían dicho en la casa de la tía Soledad, quien en estos días será mi vecina al igual que prácticamente toda mi familia de parte de mi madre, en esa casa no ha vivido nadie más aparte de nosotros, es decir, ha estado deshabitada desde hace diez años. Sin embargo, de tanto en tanto mandan podar el césped y pintar las paredes, así como limpiar los cuatro cuartos que posee –dos dormitorios, una sala, una cocina- y el baño. La tía Soledad y su esposo, el carismático tío Hugo, me dijeron que puedo quedarme allí el tiempo que deseara, y que si necesito alguna cosa, ellos están a completa disposición.
Poniéndolo así, empezaba a sentir como si hubieran recuperado a un hijo exiliado o algo así.
Sin embargo, en cierta medida me sentía incomodado. No era el trato de parte de ellos, quienes en todo momento se mostraron amables y cálidos conmigo. Pero me sentía extraño oyendo anécdotas mías que no puedo recordar.
Hablando de la familia, aparte de la tía Soledad y su marido, vivían con ella dos de sus hijos: el tío Marcial, quien es el más joven, y su hermana, la tía Jimena. Cada uno tiene un hijo, pero ellos no se encontraban en casa en ese momento. Además de la tía Soledad, mi abuelo tenía otro hermano, el tío Jorge, quien se encontraba trabajando en otra ciudad con sus dos hijos, quienes se desempeñaban, según escuché, de capataces de una estancia en Pedro Juan Caballero. Uno de los hijos del tío Jorge, llamado igualmente Jorge, el cual era el tercer hijo, no fue mencionado por ninguno de ellos. Lo único que hizo que notara su existencia, fue el hecho de que la tía Soledad me mostrase el álbum familiar y, en un par de fotografías, aparece el tío Jorge con sus tres hijos. Sentí cierta curiosidad de saber más de él, quizás por el secretismo utilizado para no mencionar nada acerca de él y hacerlo notar como algo nada fuera de lo ordinario. Pero no pregunté nada, ya que quizás pasó algo con él que simplemente yo no recuerde, y entonces todo el secretismo sería producto de mi imaginación.
Bajé mi mochila y mi bolsón en la cama de la segunda habitación, la única amoblada, según la tía Soledad, ya que había avisado que solo vendría yo. Además de la cama, había una mesita de luz a un costado con una lámpara de lectura por encima, y unas cuantas sábanas dobladas y guardadas en el interior. Un ropero completaba la decoración del cuarto, vacío por supuesto, aunque al llegar lo único que hice fue tirar el bolso ahí adentro. En mi mochila tenía elementos de aseo, una notebook y algunos libros, además de mis audífonos, un cargador para mi celular y otro para la notebook, y algunos cables USB dejando toda la ropa que podía traer en el bolso. Al final, traje lo suficiente para una estancia de dos semanas, el cual era el tiempo que tenía planeado quedarme allí.
Saqué la notebook y los libros para acomodarlos sobre la mesita de luz. Fui al baño a comprobar que las instalaciones eléctricas funcionaban todavía, con éxito. Abrí el bolso y tomé un cambio de ropa, eligiendo una remera blanca de algodón y unos jeans bermuda de color negro. Me quité los championes y los reemplacé por unas zapatillas blancas.
Me senté en la cama, disponiéndome a pensar qué haría a partir de entonces, y en ese momento sentí que tocaban el timbre de la casa.
«No recuerdo que hubiera timbre» pensé. Suspiré y me levanté, con cierto desgano me acerqué a abrir la puerta.
—Hola —saludó Gabriela. Ella también se había cambiado: ahora vestía una camisilla gris con unos shorts negros y sandalias negras. Tenía el pelo atado, lo cual despejaba su rostro y lo hacía más bonito todavía.
—Hola... ¿Qué tal? —Saludé, no sabiendo exactamente qué debía decir en ese momento.
—Este... —dijo ella, llevando los brazos hacia atrás de su cuerpo— ¿Tienes algo de tiempo?
—¿Eh? —Me tomó por sorpresa. Pero, la verdad, no tenía nada que hacer en ese momento—. Bueno, no tengo nada que hacer...
—¡Bien! —Dijo, con una sonrisa inocente—. Bueno, me preguntaba si querrías ir... por ahí.
—Sí, claro —respondí, algo avergonzado—. Creo que me haría bien salir a dar una vuelta... a ver si recuerdo algo.
—Sí, claro —dijo ella, caminando lentamente hacia la vereda. Al cruzar el portón, ella volteó de nuevo, sonriente—. Vamos a tener aventuras, como en los viejos tiempos.