Este es el final de nuestro mundo. Este es su destino.
El sol ha sido destronado y la luna y las estrellas han caído. La vida se desvanece mientras la helada permanece y los elementos se revelan reclamando y destruyendo.
Nuestra gran estrella de oro, la que viajaba alrededor de la Tierra entregando su calor, ya no está: hace años fue cazada y, desde entonces, nunca más se le ha vuelto a ver. Ahora sólo queda, para mantener vivos los remanentes de esta humanidad desafortunada, un sol distante y frío que no trae la misma vida. Él siempre estuvo ahí pero nunca se le vio; es un sol lejano al cual este planeta, desde los tiempos de su creación, da vueltas. Es un sol desconocido y lejano el que es visto ahora en los cielos; un pálido punto que se esconde tras nubes y horizontes como si temiera de algo. Él no es tan hermoso ni enceguecedor; no es el astro rey.
Él no trae al mundo la misma luz, ni la vida que nace gracias a tal, ni la calidez con la que envolvía a los demás.
Este es un sol patético.
Los días de esta última década son así gracias a él: grises, apagados y tristes, pero al menos son más seguros que las noches. Noches como estas últimas son las más oscuras y temibles de la historia; son noches lóbregas y demoníacas, heladas e interminables. Sangrientas. Los demonios y espíritus viciosos asedian especialmente durante estas horas donde falta la más mínima luz para repartir pesadillas. Los humanos se esconden de ellos; silenciosos sollozos escapan de sus labios mientras tiemblan.
No hay niños. Ellos fueron las más fáciles presas. Y nadie quiere traer a este peligroso mundo alguno a huir o sufrir.
Hay pocos jóvenes. La mayoría de ellos fue movido por una absurda valentía para enfrentarse a lo desconocido, a lo no humano.
Han pasado quince años desde que se vio una estación diferente; todos los días se vive sólo un largo y crudo invierno. Frío, débil. Uno que se guardará por siempre en la memoria de los que logren sobrevivir.
—Así sea a la helada y sus enfermedades, o así sea a la guerra y sus desastres.
Los dioses mueren, los humanos también. ¿Cómo es que el mundo terminó así?
Ah, sí. Fue por eso.
Él sólo suspira al pensarlo. Después de todo… es su culpa.
Recostado en una de las ramas más altas de un pino, se oculta entre su follaje y la nieve una pequeña y tranquila figura: un espectador silencioso del desarrollo de la batalla a sus pies. Sus azules orbes, semejantes a fría piedra preciosa, examinan con detenimiento el desastroso lugar.
Donde antes dríades y hadas jugaban pacíficamente, hoy, era una entrada al averno… Donde alguna vez fue el paraíso terrenal del eterno verano, ahora es solo un deplorable campo azotado de vez en cuando por las heladas y el cruce de fuego.
El mundo muere junto a sus habitantes, junto a su tierra, junto a sus recuerdos.
Es un escenario triste de ver, desgarrador al comparar la vista con la memoria. No obstante, a pesar de esto, no se distingue emoción alguna alterando la frialdad de su azul ni la indiferencia que siempre escarcha su delicado rostro.
Vida y muerte se enfrentan. El final de una guerra de años y años parece ser un simple teatro ante él. Su indiferencia puede hacer llorar de impotencia hasta al menos sensible y llenar de ira al más apacible.
No es como si no hubiera ocurrido antes.
Luego de un par de minutos, Invierno solo suspira con cierto fastidio: está agotado. No encuentra a quien busca, por lo tanto, es momento de irse a otra parte.
O tal vez... sólo detenerse.
Suspira una vez más. El cálido vaho que se escapa de sus labios carmesíes por el frío, se eleva hasta acariciar sus heladas mejillas rosas; les brinda un poco de calor fugaz que disfruta en total silencio. Su expresión vacía y su mirada perdida regalan cierta ilusión a tristeza.
«Es suficiente», decide.
Con un movimiento simple de su mano, provoca que el cielo cese su llanto congelando sus lágrimas; las convierte en suave y blanca nieve, tan hermosa que se toma su tiempo contemplando su grácil caer. Algunos copos son atrapados entre sus manos desnudas, tan gélidas que impiden que se derritan.
Pequeños y delicados; ligeros y translúcidos; únicos y bien hechos. Tan hermosos. Se siente orgulloso; podría quedarse toda una vida contemplándolos si tan solo la suya fuera tan corta como la de un humano.
Este momento de meditación y apreciación es fastidiado, cuando el espectador se percata de una furia que imagina destrozarlo. Alguien sabe que está aquí. Perezosamente, dirige su atención a ese par de ojos grises cual nubes de tormenta que están sobre él, reprochando con ira su acto a través de su mirada vidriosa a muchos metros lejos.
Él no reacciona, despreciando su sentir; ella quiere correr hacia él para golpearlo.
Pero no puede. Sus piernas están rotas y su hermano la lleva lejos del campo de batalla. A él también le hierve la sangre cuando lo ve, pero resiste para poder primero atender a su melliza y protegerlos durante el proceso. El espectador, desdeñoso, se burla de la furiosa doncella. Las lágrimas que antes el cielo botó, ahora las derrama ella. La ve llorar por el dolor que nunca antes había sentido, llorar por su incapacidad de ir a enfrentarlo y llorar cuando su hermano es atravesado por el aguijón de un gran monstruo.
Ah… Tan cerca que estaban de abrir un portal. Es una pena. Tal vez.
El espectador regresa al suelo con un ágil salto y sólo se aleja del sitio luego de ver que un dios menor logra rescatar al par de hermanos matando a la bestia.
Está molesto. ¿Quién se cree que es esa mocosa? ¿Cómo se atreve a desafiarlo? Él es mayor que ella y ahora tan sólo le está haciendo un favor: después de todo, la nieve cubrirá los cadáveres abandonados. Si su lluvia siguiera, sólo los pudriría, volviéndolos más horribles. ¡La estaba ayudando!
«Mentira».
Cierto.
En realidad, no le importa la razón por la que su hermana, la diosa de las lluvias, haya provocado una tormenta en medio de esta situación en primer lugar; simplemente no quiere permitir que continúe y vuelva más cruda la escena.
«… Asqueroso», piensa de ello el egoísta espectador, quien tan sólo no quería ensuciar sus ojos.
Mientras camina lejos pateando piedras, no puede evitar divagar. Comienza a pensar e imaginar lo que deben de estar sufriendo allá los aún vivos. Imagina su angustia tomando la forma de una diabólica serpiente, que va enroscándose poco a poco alrededor de sus cuellos. Con cada pensamiento de '¿y si…?' se irá apretando para volver más estrecha la garganta e impedir el paso sencillo del aire. Cada vez que piensen en si existirá un mañana para ellos, la serpiente inyectará sin piedad su veneno, el cual provocará que sus corazones latan tan rápido y fuerte que hasta sus oídos llegará el descontrolado pulso y los enloquecerá. Su visión se volverá roja por la ira, nublada por la desesperación.
¡Tan terrible!
¡Y él tan ajeno!
Son en estas situaciones, que siente haber hecho bien al deshacerse de sus sentimientos.
Está bien el no tenerlos. Es perfecto.
Le gusta no tener que llorar al ver los cuerpos abiertos y sin vida de sus hermanos, ni atormentarse con la impotencia que conlleva el sumergirse en situaciones que dañan a sus más amados.
Eso está bien para él. Él, quien en su pecho sólo guarda un corazón congelado, protegido y detenido por el grueso hielo con el que lo envolvió para abstenerse de todo dolor…
Él está bien con esto.
«Lo hecho, hecho está». Y está seguro de haber tomado la mejor decisión.
Sin algo mejor con lo qué ocupar su mente, imagina otro presente; uno donde no toma cierto camino, y aún hay algo que late y siente dentro de él.
El aterrador paisaje que presenció antes —sangre bañando la tierra, los guerreros y las armas— hubiera sido suficiente para afectarlo. No estaría caminando tan tranquilamente como ahora; sino que se encontraría donde antes, paralizado, y con la maliciosa serpiente estrangulándolo desde que la posibilidad de ser él el siguiente sobre la gran pila de muertos se convirtió en su único pensamiento.
—Patético. —Sacude su cabeza, despejándola.
A su yo de ese mundo alternativo que él mismo inventó lo encuentra realmente patético. Débil, trágico. ¿Por qué siquiera se siente molesto con él? ¡Por Élya! ¡Esto es ridículo! ¿Molestarse por algo que no existe? ¿La falta de descanso puede afectar de esta manera? Como sea, debería dejar de pensar en ello también.
Lo único que importa es este presente; el que está viviendo ahora. Sin sentir, sin sufrir, ¡porque simplemente no puede hacerlo! ¿No es acaso lo mejor? ¡Es una bendición! ¡Le gustaría sonreír por esta suerte, pero…! ¡Pero…!
Pero… tampoco puede hacerlo.
Porque su felicidad también la congeló.
◇ ◇ ◇
Los pálidos dedos de Invierno se alzaban en dirección a sus labios, cuando los detuvo un repentino crujir de pasos cercano. Muy cercano. Sin tardanza, su alteza se esconde lo mejor que puede entre los arbustos.
Al parecer, alguien viene del claro.
¡Tap, tap, tap!
Las posibilidades de que sea un enemigo son las mismas d las de que sea un aliado, por lo que Invierno no se arriesgará asomándose para verlo y mucho menos le interceptará.
¡Tap, tap, tap!
Esto es humillante. Él, quien durante siglos fue el dios más poderoso en la Tierra, ahora debe de ocultarse como un perro cobarde. Malditos creyentes, si tan sólo no lo hubieran abandonado.
¡Tap, tap, tap!
Su lengua saborea el ácido de su rabia e impotencia. Quiere enfrentarlo, pero está tan débil. Ni siquiera su orgullo es capaz de levantarlo.
¡Tap, tap, ta-!
Si lo encuentran, sólo podría correr.
Puff. Tap… tap, tap, tap.
Las pisadas son rápidas, pero torpes. ¿Tal vez son las de alguien huyendo? Ese alguien trastabilla de vez en cuando; los jadeos de una caída evitada a tiempo se escucharon claros y cansados junto a su respiración agitada. En algún momento, se detiene, y se le oye vomitar. El olor que llega a los sentidos es metálico y nauseabundo.
Es sangre.
—Haa, haa, haa. Blugh-
Otra vez.
Entre sombras, su alteza espera pacientemente. Le oye retomar su carrera luego de un minuto.
Cuando por fin se revela la identidad del intruso, el espectador se permite suspirar aliviado.
«Primavera…».
Definitivamente lo es.
Largos cabellos verdes tejidos a partir del pasto más tierno y delicadas facciones que recuerdan la belleza de las flores más hermosas. De blancas vainillas su tez, de rojas rosas sus mejillas y labios, y de morados lotos sus ojos preciosos. He aquí la diosa de la primavera, la flora y la juventud; la hija favorecida por el Padre; su séptima herman-
Mejor dicho, su séptimo hermano menor. Por lo visto, hoy Primavera eligió tomar su apariencia original de varón para poder escapar más rápido.
Muy conveniente.
Invierno ni siquiera entiende porque le gusta tomar una forma de mujer en primer lugar.
De repente, lo ve detenerse para tomar aliento. Está desarreglado, manchado de sangre y barro y claramente desesperado, —gran contraste con la imagen elegante y agraciada que siempre presentó, aún en los peores momentos—. Carga en brazos el cuerpo de un inconsciente dios del otoño, cubierto de sangre más roja que sus ropas, y heridas que llegan hasta su bonito rostro pálido. No es posible alcanzar a comprobar si él aún respira: aquel par desaparece cuando se activa un portal hacia, lo que parece ser, el Reino de Primavera.
El espectador sigue boquiabierto.
Se cierra el portal. El silencio se asienta nuevamente.
◇ ◇ ◇
Luego de un largo minuto estando con la vista perdida en la nada, el espectador retoma su azaroso camino como si no hubiera sido testigo de lo anterior. Sin embargo, aún estando fuera del trance, su mente ya no puede dejar de pensar en a quien busca y en dónde lo habrán escondido. El par de hace unos momentos le hizo recordar su razón actual.
Sabe que él aún está vivo. Pero, el problema es... ¿dónde? Una opción era el palacio de Otoño, por ser su más cercano amigo; no obstante, después de verlo en tal estado, lo tacha instantáneamente de su lista.
¿Quién abandonaría su palacio cuando ahí hay alguien a quien custodiar?
Nadie.
Es imposible que alguien con sentido común siquiera lo piense en estos tiempos difíciles, y menos probabilidades hay si se trata de alguien como Otoño, quien de seguro aún lo ama tanto que preferiría cuidarlo solo por su cuenta, sacrificando su propio sueño y...
—Tsk.
Desagradable, simplemente desagradable. El imaginar tal atrevimiento de ese hermano menor… ¡Huh! Pensándolo de esta manera, es un alivio que ya no sea más una opción.
Por otro lado…
Recuerdos llegan a su mente a toda prisa, golpeándose entre ellos. Son todos anteriores al comienzo de esta infructuosa búsqueda de poco más de una década.
En ese entonces, su ira no había menguado lo suficiente y tuvo que tragar en silencio toda la desesperación, tristeza y pena que no parecían querer abandonarlo alguna vez. Su Padre y Madre no regresaba y el trabajo que se le delegaba no hacía más que aumentar sin razón. Siendo su tiempo y energías consumidos por esto, fue un lujo difícil de tomar el encogerse un minuto en su cuarto y llorar para desahogarse. Sólo podía trabajar para olvidar por unas horas.
Pero no le tengan pena, pues tal vez no se la merezca. Él y su egoísmo causaron todo.
Durante los primeros años de esta cruel etapa quiso buscarlo, pero no se atrevía a dar el paso.
¿Qué se supone que debería de hacer si él decide desaparecer de nuevo? ¿Si logró recordar todo eso y ahora lo odia aún más? Él lo verá y se irá, ¡se irá! ¡Lo abandonará otra vez! ¿Acaso podría soportarlo de nuevo?
No puede, ni podrá.
Fue por ello que no lo hizo.
Y sólo se limitó a planear y planear, mas nunca a concretar; a trabajar y trabajar, mas nunca a descansar. Porque si descansaba, dormía, y si dormía, soñaba; y cuando ello sucedía, sufría, porque todos sus sueños trataban de momentos más felices que no se repetirán.
Tuvieron que pasar cinco largos años llenos de tormento para que recién lograra armarse de valor y comenzara su búsqueda. No obstante, había un problema: el mundo es vasto, los cielos altos y los mares profundos; él podía estar escondido en cualquier lugar, desde el más obvio hasta el menos pensado. Analizando sus infinitas opciones, decidió sopesar y comenzar por las más probables:
El primer lugar que buscó fue aquel que, alguna vez hace mucho, él le contó fue donde creció: un reino escondido entre verdes montañas y espesa vegetación, oculto del ojo no elegido, sea humano o divino.
El territorio secreto de Su Gracia, el rey Apu Inti, dios del Sol.
Nunca antes lo había pisado ni de lejos visto. Su Gracia nunca lo invitó a su reino; ni cuando fue muy cercano a "su hijo" ni por los deberes que a veces los conectaban a ambos.
¡Fue un gran inconveniente! Causó meses de esperanza falsa, con todos sus días llenos de intentos e investigaciones que nunca lo llevaron al dichoso lugar.
Y hubieran sido años en lugar de meses, si no fuera que tuvo que parar, pues… una mentira dicha con ira y así la guerra comenzó.
El trabajo aumentó, algunos dioses desaparecieron de repente. Templos quemados, ciudades enteras acabadas por misteriosas pestes.
La guerra de uno contra el mundo.
¡Y sólo bastó un mes! ¡Un mes para que el mocoso bastardo quien la declaró lograra encontrar y tomar tan fácilmente aquel protegido reino oculto!
La noticia del asedio fue fatal para todos en el mundo divino porque había sido al extremo brutal y devastador. Todo el reino, exceptuando el santuario, fue quemado hasta las cenizas con fuego muerto; miles de almas humanas se perdieron cuando intentaron ayudar a su dios y proteger la fortaleza. Habían fallecido ya una vez, poco les importó volver a hacerlo por honor y lealtad.
¡Ah! ¡Desdichados ignorantes! ¡Si hubieran sabido que la más dolorosa de las muertes no es la del cuerpo, sino la del alma!
O si tan sólo hubieran sabido antes de aquel enemigo… Aquel del que ahora cuentan que al verlo te paralizas y al tocarlo te envenenas. Un dios vicioso e imponente, que lleva sobre su cabeza una gran corona de plata y huesos tallados, y de quien se dice que mantiene una oscura costumbre de divertirse torturando a los obstáculos en su camino sin siquiera dignarse a mirar.
¡Terrorífico! Mas eso no le importó mucho a este egoísta dios.
¿Y qué si lo mataban? De todos modos, él desea la muerte más que nadie. Adelante, por favor. No le importa nada más que encontrar a quien busca. No interesa si decenas de sus hermanos morían cada día; lo único en lo que pensaba era en la ausencia de noticias sobre su esposo.
Tantas preguntas, pocas pistas y ni una respuesta.
Aun ahora no ha podido encontrar mucho.
◇ ◇ ◇
Qué frustrante. Qué inútil. Si fuera menos formal incluso a solas, de seguro este dios estaría jalándose sin control sus blancos y largos cabellos de seda. Sin embargo, ¿de qué sirve amargarse el paladar ahora? Es mejor abandonar todo pensamiento y sólo concentrarse en su camino que quién sabe a dónde lo llevará.
Una vez más, sin querer, se pregunta qué es lo que le espera al final del día…
—No.
Vuelve a intentar despejar su mente. Avanza envuelto en silencio y su gruesa capa de piel de oso. Para no ser visto, se ayuda especialmente de las pesadas sombras que facilita esta eterna noche sin luna.
Tropieza.
Cierto. Luna…
Invierno Ievanta su mirada de escarcha hacia el pequeño trozo de cielo vacío y oscuro que le permiten ver los árboles. Ahora piensa en ella y sus grandes ojos plateados.
Oh, Luna, Luna, Луна. Su pequeña hermana. Dulce niña que vio nacer, su adoración, su precioso tesoro, la única a la que se dedicó como un verdadero hermano mayor…
«Mi adorada Luna, ¿por qué no me permitiste seguir protegiéndote?»
Un suspiro más huye de su boca sin poder evitarlo. El fantasma de un dolor conocido presiona su pecho.
Continúa su camino sin dejar de pensar en ella, su hermanita: la hermosa diosa de la noche, la marea y la brillante luna. Su alteza Myeongwol.
Hace décadas que no la ve; recuerda sufrir mucho por su olvido. Desafortunadamente, tal vez seguirá esto así, pues la última vez que oyó de ella fue por boca de sus doncellas, las estrellas. No fueron buenas noticias.
Aún las ve frente a sus ojos, como si regresara a aquel horrible día. Llegaron sin anunciarse, se acuerda. Y las hubiera mandado a matar si no reconocía a tiempo los vestidos ensangrentados de su hermana entre sus brazos. Aquellas doncellas habían venido buscando en él auxilio; arrodilladas, lloraron desgarradas por su señora…
¡Oh, su señora! ¡Su pobre señora! ¡Que su Gran Majestad se apiade ya de ella! Su alteza, quien llegó a amar tanto como para entregar la mitad de su corazón a su amado, ¡fue cruelmente traicionada! Aquella mitad sin razón fue torturada, y cuando no resistió más, murió. Ella padeció todo en silencio desde palacio; sólo cuando cayó sin consciencia del cielo descubrieron su mudo sufrir. Su alteza Hazakura la ha cuidado desde entonces, la ha escondido en su reino, pero aún no despierta. Si hay algo que él pudiera hacer para ayudarla, sería bien recibido.
"Recuerde, por favor, su alteza, su cariño pasado y no lo ignore. Apiádese de nuestra señora y sálvela. ¡Se lo rogamos!"
Pero Invierno no sabía qué hacer en ese entonces. Ni tampoco ahora.
Los demás vieron su ignorancia como resentimiento y lo odiaron aún más. Él se repudia incluso más profundamente que todos ellos.
◇ ◇ ◇
—¡Vida! —Este grito envuelto en miedo e incredulidad se oye cerca.
Por instinto, sus largas y puntiagudas orejas giran hacia él; Invierno reacciona al llamado, a pesar de no ser el dios a quien buscan.
La voz es grave y se nota ansiosa, desesperada; otra voz, aunque más suave y delgada, le sigue casi inmediatamente con los mismos sentimientos en ella:
—¡Velnias! ¿Dónde estás? ¡Por favor, Velnias! ¡Estoy aquí!
—¡Vida!
Curioso, Invierno avanza en dirección al campo de batalla, a la zona del enemigo. Cuando ya está a la vista, salta a las ramas de un pino cercano y continúa desde ahí. Sigilosos y ágil, va al siguiente, cada vez más y más alto, y no se detiene hasta encontrar un lugar adecuado donde mirar sin ser advertido.
Logra llegar a tiempo. Ahí están.
Reuniéndose en un abrazo necesitado y derramando lágrimas por tanto tiempo guardadas: los dioses de la vida y muerte terrenal se han encontrado.
Sus dos hijos se han encontrado.
Nuevamente ellos se ven, sus almas están aliviadas al haberse sentido una vez más. Negro sobre blanco, blanco sobre negro; las dos mitades se juntan, la unidad se presenta. Ocultan y muestran a la vez sus alivios y dolores, sus arrepentimientos y culpas en el hombro del otro mientras sollozan y creen que no está sucediendo esto en verdad. Llaman al otro tomando su rostro, acariciándolo y notando el velo de cansancio y angustia sobre este. Unen sus frentes.
Es suficiente; no desean seguir viviendo así.
Son dioses realmente jóvenes, nacieron hace no mucho. Pero los pocos cientos de años que llevan en este mundo estuvieron llenos de desdichas, miedo y mucha soledad; los únicos momentos de felicidad siendo los que compartieron desde que se conocieron. Habían sido separados desde su nacimiento a raíz del temor y crecieron uno conociendo sólo el más bajo desprecio y el otro sólo la extrema adoración. Ambos vivieron en total aislamiento, recluidos en mundos hechos por los demás para ellos.
Hasta que escaparon y se conocieron. Y ahí es donde descubrieron que desde un inicio no debieron haber sido apartados. Disfrutaron la dicha por un tiempo. Luego, descubiertos, fueron forzados a ser encerrados en su anterior realidad de nuevo.
Ahora, después de casi dos décadas, han logrado reunirse otra vez.
Su alteza los ve, mas él no siente nada. Ni culpa, ni alivio. A pesar de ser él quien más los hirió y quien decidió desde un comienzo alejarlos. El culpable de las dos separaciones y prácticamente de esta guerra que Muerte declaró.
Él no siente nada.
Invierno suspira el aire frío que viene de su pecho. Indiferencia helando sus ojos.
Observa a Muerte, nombre de nacimiento Velnias. Ve su desbordante felicidad y su temor. Sus inseguridades, las que él le sembró.
¿Por qué?
¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Por qué?
¡TODO FUE PORQUE DETESTA AL DIOS DE LA MUERTE TERRENAL! ¡Detesta mucho a ese hijo suyo que heredó todo lo que más odia de sí mismo! ¡Mira esa piel pálida, mira la oscuridad en sus ojos! ¡Mira cómo teme ensuciar a Vida! ¡Mira lo pequeño que se vuelve ese gran monstruo!
Desde que pidió a su Padre y Madre que le ayude a tenerlo, Invierno sintió gran aversión por él. La idea de tener que verlo y llevárselo para educarlo era terrorífica también. No quería. No quería. No quería. No quería. ¡No quería un hijo! ¡No quería tener uno de esa manera, no quería a ese niño!
¡Pero no tenía más opción! Si quería quitarse de una vez eso que lo volvía tan espantoso a los ojos de los demás, tenía que crear y criar a ese niño. Para que él lleve eso que lo hizo a Invierno tan temible, eso que causó que siempre lo abandonaran.
Para que su hijo sea el despreciable dios de la muerte y ya nunca más él.
Al final, eso no detuvo nada. Sabe que su nombre ha sido maldecido más veces ahora que antes.
◇ ◇ ◇
Su mirada azul estaba puesta sobre las jóvenes deidades cuando fue captada. Ojos dorados lo acuchillan como si lo que vieran fuera al ser más vil e infame de la Tierra.
Su alteza Zima no se inmuta.
Sino que devuelve la acción con asco, no puede evitarlo: aquel rostro de piel tan pálida como la de un cadáver es prácticamente el suyo. Lo peor es su cabello tan oscuro como el plumaje de un cuervo, que enmarca y resalta esos rasgos que lo hacen sentir molesto. No, esa expresión en sus ojos es lo más enervante. O tal vez su altura.
Muerte siente cada mirada. Contiene su temblor, aprieta los dientes y escapa de los ojos de su padre.
Punto para su alteza Zima; Muerte aún le teme.
Era obvio. Heridas que se han mantenido abiertas durante décadas no van a cerrar tan fácilmente sólo porque ahora tiene más poder que ninguno. Tampoco sus inseguridades ni sus miedos más profundos se irán. Como el elefante atado a la estaca, Muerte jamás tratará de cuestionar de nuevo a su padre. Ya falló un par de veces antes. Así que se muerde la lengua, y se desliza fuera del abrazo con impotencia y miedo, sintiéndose completamente indigno de tocar a la diosa de la vida terrenal.
La expresión dolida de Muerte es la que tendría una inmundicia que se da cuenta de estar sobre una piedra preciosa. No deberia de estarlo, todos saben que no, así que debería de irse y no ensuciar la belleza.
Su alteza Yemayá lo observa con preguntas no dichas y dolor por la separación; ella conoce sus pensamientos.
—Velnias… , —llama con suave voz tratando de volverlo a tocar—, ¿qué es todo esto?
Invierno ahora vuelca su atención en Vida. Al verla, su semblante cambia de uno arrogante a uno preocupado y tierno. Expresa su deseo de ir a ella para protegerla del resto; quiere llevar lejos a su pequeña niña de esta guerra.
—Yo… no lo sé…
Contrario a Muerte, la diosa de la vida terrenal es para su alteza Zima su adoración, su querida hija predilecta. Debido a que Yemayá no heredó rasgo suyo alguno —además del cabello blanco—, la quiere más. Ella es perfecta. Ella es amada.
Porque ella es perfecta, ella es amada.
En su rostro, Zima no se ve a sí mismo, como sucede con Muerte, sino que en ella lo ve a él. Lo ve en sus ojos, en su sonrisa, en sus mejillas; lo ve en todo de ella. Vida es la pura esencia, la viva imagen de otro dios. Ella es su hija después de todo...
Vida es tan perfecta que duele. Que ciega. Que recuerda.
Le recuerda a quien busca.
Entonces, su mente se llena de él y sólo de él y su gran sonrisa juguetona, la que le regalaba cada vez que a escondidas se encontraban. Y a sus oídos llega la ilusión de escuchar una vez más su voz profunda, la que le susurraba las más tiernas historias de amor que en secreto disfrutaba.
Suspira.
Entre sus manos siente un cosquilleo, las cierra intentando ignorar la sensación, mas ellas no lo hacen y sienten volver a acariciar el firme cuerpo bronceado que extrañan. Lo recuerda tan bien: piel dorada, a veces morena, por ir a jugar con los hipopótamos y cocodrilos al río que cruza su reino, y músculos tonificados debidos a su pasatiempo de cultivar la tierra. Frente a sus ojos aún lo ve pasear, con su estilo de vestir exótico y llamativo; bailan las ondeantes y ligeras capas de lino blanco y tientan las ajustadas transparencias negras. Oro cubriéndolo de pies a cabeza, los adornos tintineaban al chocar cuando danzaba para él.
Se siente un poco embriagado.
Recuerda su rostro. Fue uno de los dioses más bellos, sin embargo, nunca vanidoso como él. La bendición de una buena fortuna hizo que le heredara a Vida todo lo mejor de él; aquella humildad, esa natural cortesía y amabilidad y, por supuesto, su aura tan brillante como el sol antiguo. Todo lo que Invierno más ama de él ahora está impreso en su alteza Yemayá. Es perfecto. Todo lo bueno, todo su encanto, todo lo que hizo que lo adorasen.
Su don.
Su esposo fue la anterior gran deidad de la vida, el actualmente desaparecido dios del verano. Él es a quien busca con tanto anhelo.
—Sayf…
Su alteza saborea el verdadero nombre del dios, ese que únicamente se lo reveló a él como prueba de su amor.
Como están las cosas ahora, si consiguiera dar con él... ¿le permitiría seguir llamándolo con ese nombre que alguna vez le confió? ¿Pronunciar una palabra tan sagrada con estos labios suyos que antes a tantos envenenaron?
No debe. No puede.
No se atreve. Entonces, ¿qué sentido hay en seguir con esto? Si ya nada será como antes, si su relación no podrá ser ni siquiera una amical… No tiene sentido seguir buscando a alguien que no quiere ser encontrado.
Derrotado, antes de irse da un último vistazo a Vida: su rostro demacrado y su color apagado son preocupantes. Sus cabellos blancos como la vainilla están marchitos y su degradado a puntas rosadas ha casi desaparecido. Su gran melena está seca y descuidada, los hermosos rulos desaparecieron al entristecer y convertirse en ondas muertas sin brillo. El cuerpo es tan delgado que parece que el viento es capaz de llevarlo lejos.
Tan deplorable…
Como los demás dioses le impidieron acercarse a Vida, tan sólo sabe de ella lo que una vez oyó decir: Su alteza Yemayá estaba muriendo, por lo que se lo llevaron a otro palacio para 'asistirlo y cuidarlo mejor'. Viéndolo así ahora… El espectador rechina sus dientes por la inutilidad de sus hermanos.
Vida luce débil, más débil de lo que debería estar considerando estos tiempos de guerra, enfermedad y podredumbre, donde la muerte es la única que puede ganar poder y triunfar.
Entonces, entiende.
"Él no es uno de nosotros, no debería de existir."
Entiende dónde está Verano.