Cuando Aster tenía solo cinco años escuchó por primera vez una de las leyendas paganas que recogía el gran libro rojo que le leían sus abuelos. Sabía de memoria cada frase y cada maleficio, así como cada héroe y cada pueblo. Pronto la geografía y la historia se convirtieron en sus pasiones; y para el momento en el que tuvo la madurez suficiente para leer sus propios libros, ya conocía de vista —y era capaz de señalarlas en el mapamundi que estaba en el mural del estudio de su padre— cada región de Algoria. De todos los relatos que en algún momento recorrió con una inquietante curiosidad, había uno que le ponía los pelos de punta; y es que justamente tenía lugar en Levion, su ciudad natal.
Las palabras envolvían a un ser extraño, una serpiente marina, o un dragón de largos bigotes; nadie había visto a semejante ser, sin embargo, los registros databan de hacía más de tres mil años antes de la devastación. Se decía que había sido creado por un dios maligno, envidioso de la alegría y prosperidad que gozaban los humanos, creaciones de otro dios benevolente que reinaba los cielos. Aquel dios maligno creó la noche, y el creador regaló estrellas para iluminarnos el camino. Aquel dios maligno mandó entonces a su hijo, despiadado y hambriento, a destruir el cielo. Los antiguos le llamaban el Devorador de Estrellas. Surcaba por encima de todo y todos, engullendo cada brillo y cada esperanza.
Para alivio de la humanidad se alzó un hombre, que luego fue conocido como el Iluminado, o El que trajo luz a los hombres, y desterró a esta criatura dentro de su propia alma y pidió ser enterrado en la fosa más profunda. Nunca más se supo de alguna artimaña del dios maligno. Aster adoraba mirar el cielo luego de sus lecturas. Le reconfortaba pensar que cada estrella estaba en su sitio; incluso, el mundo contaba con un segundo sol, desde el año cero después de la devastación.
Ahora Aster miraba el cielo nocturno desde su cabaña en el Bosque Tardío, repleto de puntos luminosos alrededor de la única luna que se alzaba. Contemplaba además los arboles torcidos de troncos pálidos y mohosos, cuyo crecimiento era sumamente demoroso. Suspiró como suspiran los enamorados, y es que Aster estaba entregada por completo a la vida que llevaba; rodeada de plantas y escritos, Aster era la hechicera más famosa de todo el sur de Algoria, aunque a ella le gustaba más llamarse a sí misma como botánica o arbolaria. El flujo de personas que atravesaba el Bosque Tardío en su búsqueda no era pequeño, sin embargo, Aster iba cada martes y jueves a la botica del pueblo del este; y lunes y miércoles a la del pueblo del oeste. En sus días libres se dedicaba a mantener la salud del bosque, o a estudiar algún arte escondida que aún no dominara; y es que, aunque Aster no era formalmente una hechicera, su madre le había enseñado muchas formas de canalizar y materializar la energía en forma de alguna otra energía.
Esta vez Aster tenía en sus manos un manuscrito que le había entregado Oscar, el boticario del pueblo del este —Aster no era muy buena con los nombres, pero si lo era con los elementos naturales y las referencias, como eran los puntos cardinales—. Estaba escrito en una lengua antigua, posiblemente databa de la era A.D —antes de la devastación—. Le dio varias vueltas mientras bebía una taza de té de herbor, una planta con propiedades sedantes que crecía bajo la ventana que daba al patio de su cabaña; pero por más vueltas que le dio no lograba entender cual era el secreto plasmado en el documento.
Hablaba sobre una especie de serpiente marina, o al menos eso supo tras horas identificando el dibujo del costado; y dedicaba varias líneas a una forma humeante que cubría los pueblos hasta dejarlos desolados y empobrecidos. La gente enloquecía y terminaban matándose los unos a los otros.
Para Aster no se trataba más que de niebla, de la ignorancia de los antiguos y de cómo era peligroso el pánico, pero sus investigaciones se vieron interrumpidas por un brillo que iluminó toda la explanada donde se encontraba su casa. Salió hacia el claro con prisa, temía que fuera algún invento pirotécnico que acabara por incendiar el bosque; sin embargo, lo que encontró fue algo muy distinto. El entorno se iluminaba a ratos, puso su mano derecha sobre sus ojos para bloquear algo de la luz que le molestaba, y logró vislumbrar una fina hebra blanca que se deslizaba de forma torpe y errática entre los puntos luminosos del cielo.
A medida que pasaban los minutos la hebra blanca iba tomando algo de forma; ahora Aster la apreciaba más fornida, y podía asegurar que rebotaba entre una y otra estrella. Como si fuera de suma importancia, la hebra robusta arremetió contra una estrella de tamaño considerable, dos veces más pequeña que la imponente luna que se alzaba sobre ella, la cual en ciertas ocasiones daba la impresión de poder tocarse con la punta de los dedos si te parabas en puntillas.
Recordando las lecciones de astronomía que su padre le impartió alguna vez, los astros rotaban en círculos sobre la esfera terrestre, formando un halo luminoso que daba lugar al día y la noche —este primero más largo por la aparición de un segundo sol en la era D.D—. Cada astro se ubicaba en un círculo llamado la Circunferencia de Einstoad, descubierta por un astrólogo que vivió hace demasiados años para contarlos. Siguiendo estas pautas, Aster pudo identificar, por la lejanía y la posición de sus colindantes, que esta hebra de color blanco estaba chocando repetidamente contra el segundo sol.
Lo vio retroceder y soltó el aire de sus pulmones pensando que aquella criatura debía haberse dado cuenta de que solo se estaba lastimando; pero una fuerte explosión se desató cuando el medio de la hebra se hinchó y, dejando salir algo, arremetió contra el sol. La explosión le impidió ver más, solo alcanzó a seguir con la vista aquella hebra que descendía con una velocidad única de los cometas. A esta distancia pudo ver que era una especie de cilindro flácido y cola inquieta. El incendio se extendió cuando se estrelló.
Los árboles ardían y las aves se fueron volando en desorganizadas bandadas. Un dolor punzante invadió a Aster y entendió que animales y plantas estaban sufriendo. Emprendió una carrera hasta el lugar, el humo se extendía por las ramas y el calor se volvía insoportable; entonces lo vio entre las llamas. Crepitaba como el fuego, con un sonido gutural que salía de su garganta. Era una especie de serpiente con cuatro patas y una cresta larga y encrespada. Su cabeza asemejaba a un dragón de los que recordaba a ver visto en el castillo de Insthrough durante uno de los viajes con su padre. Gruñó entre sus colmillos, la saliva se escurría por su boca como si tuviera un hambre voraz. Se sacudió la criatura de gran parecido con el dibujo del manuscrito que había estado ojeando; parecía que sus escamas se caían de su cuerpo y le provocaban un dolor terrible.
Aster no pudo evitar empatizar con el ser frente a ella; embelesada, lo observó pararse en dos patas mientras se despojaba de las escamas y se apagaba el fuego prendido en su carne. Reaccionó ante el olor a quemado que desprendía; hincó una rodilla en la tierra y dejó que su mano se cubriera en el suelo. Tocó uno de los árboles y recitó en voz muy baja una oración a la naturaleza. Pronto comenzó a llover. Sacó un trozo de tiza blanca de uno de sus bolsillos y escribió un antiguo grabado. Era todo lo necesario para que el bosque sanara de forma natural —un poco forzada—.
La criatura la miraba fijamente, con los ojos grandes e inexpresivos, sin demostrar duda, asombro, o desconfianza. Solo permanecía en silencio. Aster se congeló por un instante. No sabía qué hacer o cómo lidiar con ello. El ser estaba echando en el suelo con ambas rodillas y codos hincadas tierra, retorcido hacia sí mismo y presumiendo una figura humana masculina. Los cabellos rojizos le cubrían la cara, haciendo mucho más siniestra su forma de mirarla sin moverse de su posición.
Aster avanzó con pequeños pasos; el sujeto emitió un sonido entre amenazante y lastimero y se puso en pie al primer contacto. Era veinte centímetros más alto que ella. Su cabellera era larga y le cubría parte del inicio del surco de la columna en su espalda; así como sus ojos de un tono rojo más oscuro, como la sangre sin oxígeno, que le dejaban ver entre las hebras de cabello pegadas por mechones a su piel. Su garganta y pecho estaban entre colorados y ennegrecidos; y Aster recordó la escena en la que —lo que definió como un dragón oriental— infló su pecho y dejó salir algo.
¿Fuego? De ser así, ¿sería esa la razón de que llegara a la tierra envuelto en llamas? Aster tenía muchas preguntas, pero su prioridad era resguardar al joven que, con esta lluvia y su desnudez, solo lograría resfriarse.
—Tú…—las palabras no le salían firmes y la lluvia se colaba en su boca— Deberías venir a casa conmigo. Te enfermarás si te quedas.
Agarró su brazo para guiarlo, pero el joven se desplomó encima suyo. Entró en pánico unos segundos; luego, inspirando todo el aire impregnado de olor a lluvia, lo sujetó abrazando su tronco y lo llevó a rastras hasta su casa. Allí lo cubrió con sumo cuidado con la manta más grande que tenía y lo dejó descansar en la cama que le sobraba junto al fuego de la chimenea.
Esa noche Aster estuvo observando al joven que se retorcía bajo la manta, empapado de sudor; y volvió al manuscrito que había sostenido antes. Se debatía entre si era una señal, algo que le estaban diciendo y ella no acababa de comprender; o solo era una coincidencia del destino. De una forma u otra, ahí estaba él, caído del cielo.
Cuando los rayos del sol le molestaban en la piel Aster sentía una lana suave y peluda que frotaba su pierna. Movió adormilada su mano y su pierna para aparatar la lana que le producía picazón, y en el momento en que retomó su profundo sueño los vellos rozaron su nariz.
—Pero qué…— despertó irritada; dando un manotazo a lo que fuese que la hubiera despertado.
Se frotó los ojos y miró en la dirección de donde venían unos quejidos agudos. Tove la saludaba poniendo una pata sobre su pierna. Recordó que se había dormido en el escritorio junto a la ventana, y con cierta preocupación revisó el manuscrito sobre el que se había dormido. Ahí estaba, con la tinta corrida; años de historia difusos en borrones y una mancha de humedad; y es que, si había algo que Aster no podía evitar desde pequeña, era dormir con la boca abierta.
—Esto es terrible— protestó aun con sueño.
Le dirigió una mirada a Tove que ahora restregaba su cabeza suave y lanuda bajo la barbilla de Aster en señal de consuelo. Tove era el mejor y —se atrevía a afirmar— único amigo de Aster; era un zorro gris de buen tamaño, con las orejas paradas y puntiagudas ubicadas de forma horizontal sobre su cabeza, y unos ojos plateados hermosos; sin embargo, Tove no era un zorro gris cualquiera, sino que poseía dos gruesas colas que ondeaban de alegría al ver a Aster después de toda una semana. El animalito era conocido en los pueblos como el Mensajero de la Hechicera, y es que servía a Aster enviando sus cartas y recados a los pueblos colindantes y viceversa. La gente le tenía cierto cariño; él era bueno para la tarea ya que siempre se le veía muy activo, casi infatigable, y en las casas de los aldeanos siempre tenía algún trozo de carne o pescado esperando su llegada.
—Hola Tove— le acarició el centro de la cabeza, justo entre las orejas. Era su lugar favorito—. Has vuelto algo pronto. ¿Tú también lo sentiste?
El lomo del zorro se encrespó. Aster volteó a ver la cama donde había dejado al joven, pero este ya no estaba aquí.
—Por tu reacción debe estar cerca, pero no es bueno que deambule por ahí. No en ese estado.
Aster se dispuso a levantarse cuando tocaron tres veces a su puerta. Tres veces significaba problemas. Había enseñado muchas cosas a los aldeanos mientras convivía con ellos; una de ellas fue a tocar la puerta para ocasiones. Si era una vista de carácter oficial debían tocar tres veces; si era una consulta mágica —ya fuera para un consejo o un remedio— se tocaba cuatro veces; si era una vista por placer solo eran dos; y en caso de emergencia podían tocar hasta obtener completamente su atención. De esta forma se evitaba recibir por cortesía a personas molestas o curiosas; además de varios sustos.
Estos tres toques le erizaron la piel.
Se paró detrás de la puerta y observó por el agujerito después de quitarle la artística lámina de hierro que lo cubría. Por su uniforme eran los guardias del pueblo del este. Hizo nota mental de aprenderse los nombres de al menos los lugares de Algoria.
—Buenas mañanas, señores— los saludó de una forma muy dulce del modo que se consideraba cortés—. ¿En qué los puedo ayudar?
—Señorita Aster, buenas mañanas— ambos oficiales se quitaron la boina y la mantuvieron sujeta a la altura del pecho—. Estamos aquí investigando el suceso de anoche. La iluminación del cielo.
Aster contuvo su asombro; no pensó que se viera desde tan lejos, pero considerando que no había sucedido en la tierra sino en el centro de la mismísima Circunferencia de Einstoad, se consideró tonta por no preverlo.
—¿Sabes usted algo de esto? —preguntó el otro al ver que Aster no había captado a dónde querían llegar.
—No, señor— se apresuró a responder sin perder la calma.
Ni un músculo de su cuerpo se movía, o temblaba, ni siquiera parecía respirar. Aster ponía nerviosa a la gente que creía demasiado en lo que hacía, tanto que esperaban que en algún momento les lanzara un maleficio si la hacían enojar. A veces, los pueblerinos hablaban cosas a sus espaldas, aunque se enteraba de todas las habladurías.
—Aunque ahora que lo pienso— uno de los oficiales se tensó—. Creo haber visto algo más de luz de lo natural a esas horas, pero tenía tanto trabajo que no fui a ver. Siento no ser de mucha ayuda.
—Los testigos dicen que era un dragón— afirmó el oficial—. Muchos han entrado en pánico diciendo que es una señal del advenimiento de la Segunda devastación; otros dicen que fue el mismísimo hijo del dios maligno: el devorador de estrellas.
—Algunos hasta han mezclado ambas historias. La gente está revuelta— comentó el otro—. Tenga cuidado, señorita Aster, sea lo que haya sido eso está suelto por ahí.
—Lo tendré en cuenta señor.
—Si necesita o ve algo sospechoso, estamos cerca buscando pistas— ofreció uno antes de retirarse.
—Muchas gracias. Si es necesario, mandaré a Tove a buscarlos.
Dieron media vuelta y avanzaron por el camino de piedras que conducía hacia la casa de Aster desde la verja de madera; junto a esta había un comedero de aves. Aster respiró profundo al verse libre de presiones; sin embargo, uno regresó.
—Señorita, lo había olvidado por completo— el hombre sonrió algo avergonzado. Aster le sonrió devuelta—. Mi hijo partirá mañana a las tierras lejanas de Galmeius y me preguntaba si tiene algún hechizo que le ayude con su viaje.
—En un momento regreso.
Aster se internó en la casa hacia el aparador de madera que tenía en la pared del fondo. Allí guardaba parte de los ingredientes de sus hechizos. Abrió las puertas y vio un desaliñado joven pelirrojo escondido en la parte baja, envuelto en una manta. Cerró de prisa las puertas esperando que el hombre no hubiera visto nada.
—¿Sucede algo señorita Aster?
—Todo en orden.
Abrió una sola puerta esta vez. Intentó no distraerse mientras escogía los ingredientes, una mala elección podría provocar todo lo contrario a lo que se necesitaba. Llevó los frascos y bolsitas hasta el escritorio, analizó lo que tenía he hizo una infusión.
—Que su hijo vierta esto en el agua de baño y estará protegido durante todo el viaje.
El sujeto agradeció mientras Aster lo acompañó a la entrada de la verja; y hasta que no los vio perderse en Bosque Tardío no se separó de la primera piedra del senderito.
Regresó a casa corriendo a buscar al joven, pero este ya no estaba en el lugar.
—¡Tove! — llamó al zorro—. ¡Tove! ¡Ven aquí amigo!
Tove apareció ondeando las dos colas, llevaba un trocito de carne en la boca.
—Necesito un favor, amigo— lo acarició mientras él degustaba su comida.
Tove no era el tipo de animal que pudieras tocar si quisieras; era muy selectivo con los que se acercaba, y Aster, era la única persona que podía pedirle favores. Más aún si estaba comiendo.
—Necesito en encuentres a la ovejita perdida que estaba aquí— señaló hacia el armario y Tove se acercó a olisquear. Encontró el rastro muy rápido.
Siguió al zorro por el interior de la casa; por el pasillo que conectaba cada habitación, hasta la puerta que lleva hacia el patio. Cuando vio sus gallinas revolotear por todos lados y el lomo de Tove encresparse, no le quedó duda de que lo que buscaba estaba en la pequeña caseta que tenía para guardar las herramientas de jardinería y botánica. Entró con cuidado intentando no asustarlo; sin embargo, un gruñido le hizo saber que estaba detrás suyo.
Se volteó para mirarlo a la cara; ahora casi no podía ver sus ojos con ese cabello seco entorpeciendo. Retrocedió amenazada, tropezó con un balde y calló haciendo caer con ella todos los trastes de limpieza.
El joven se agachó y avanzó más cerca de ella sintiéndose en control de la situación. Aster inhaló y alargó su mano frente a él. Los sonidos graves seguían saliendo de su garganta y Aster se preguntó si no le dolería. Se acercó más el joven dudando de sus intenciones, pero luego de unos segundos dejó que Aster le acariciara la cabeza.
—¿Quién es un buen chico? —lo apremió ella al ver como sus músculos ya no estaban tensos—. Dicen que eres un dragón. Nunca había visto uno, pero ¿en serio puedes ser llamado dragón?
Tuvo un sonido gutural como respuesta.
—¿No puedes hablar? —alzó su barbilla despacio para observar mejor la zona dañada—. O tal vez no sabes.
Otro sonido.
—Soy Aster— le sonrió—. As-ter. A. S. T. E. R.
Esta vez el sonido pareció un intento de imitar los suyos. Aster concluyó en que, si era un dragón, nunca había tratado con humanos antes. Se puso en pie y lo ayudó a imitarla. Estaban tan cerca que la respiración caliente del muchacho casi quemaba sus mejillas sonrosada. Aster observó con curiosidad la marca negra que cubría su garganta y su cuello, viajó por su abdomen y se dio cuanta de que el joven continuaba desnudo.
—¡Vamos a la casa! —le ordenó ocultando la rojez de su cara. Aster ya no estaba tan convencida de que no hubiera tratado con humanos antes.
Le prestó lo más masculino que tenía en el armario e hizo nota mental de que debía conseguir algo de ropa cuando fuera a trabajar a la botica. Era algo tarde para no haber desayunado nada, y el joven miraba con ojos brillantes sus gallinas. Tove soltó un chillido.
—Tendremos que tomar algo prestado del área frutal— apretó su estómago para denotar hambre—. No nos queda nada de pan.
Tove salió adelante, Aster llevaba a al joven de la mano, el cual aun no estaba del todo relajado con la situación. Cuando estuvo segura de que los oficiales no rondaban la zona frutal del Bosque Tardío, se adelantó para recoger manzanas.
—¿Ves esto Tove? —agarró una y se la mostró al zorro—. Son las mejores manzanas de Algoria. No esa basura insípida que viene a los puertos.
Le dio una mordida. Notó por el rabillo del ojo que el muchacho la observaba curiosidad mientras devoraba con gusto la fruta.
—¿Quieres? —le ofreció una de las que llevaba en la canasta—. Están muy ricas.
El muchacho la miró con duda y tomó el fruto como si de cristal estuviese hecho. Lo olfateó antes de dar el primer mordisco. El jugo se desbordaba por las comisuras de su boca, se veía como lo disfrutaba; Aster estaba feliz por esto.
Dos árboles más al fondo comenzaban los naranjos, que, en lo personal, eran los favoritos de Aster.
—Oye, prueba estas naranjas. Te encantarán— tomó una un se la ofreció a toda prisa. Para cuando llegó a su lado no había rastros de la manzana. — Pruébala.
El joven la miró un poco mas confiado, y como si de sus instintos se trataran, le pegó una fuerte mordida a la naranja.
—Pero, ¿¡qué haces!? — le arrebató la naranja y le golpeó con fuerza la espalda para que escupiera lo que había mordido —. Estas no se comen así.
Aster peló la naranja con ayuda de sus dedos y sus dientes, estaba bastante acostumbrada a ello. Hizo presión en la parte superior central y la separó en porciones. Luego le ofreció una.
—Ves se come así— masticó uno y luego escupió la cáscara—. Inténtalo tú.
El muchacho siguió los pasos y Aster le dio el resto. Cuando ella volteó a recoger más frutos, él solo introdujo todo en su boca para masticarlo y tragarlo.
—Tú… olvídalo— se resignó al ver que nada de lo que le había enseñado había valido la pena—. Cómelo como más te guste. Eres más terco que los niños del orfanato.
Comenzó a reír y cayó en la cuenta de que, en realidad, aquel dragón —o lo que fuera— no tenía un nombre. No podía llamarlo siempre "Oye, tú"; debía ponerle uno, como había hecho con Tove.
—¿No tienes nombre verdad? —el joven hizo un sonido—. ¿Qué tal si te llamo Anthine?
No tuvo respuesta, y supuso que él no conocía lo que era un Sí o un No.
—¿Sabes? Si algo no te gusta dices No— le dijo he hizo un movimiento horizontal de cabeza, y luego otro vertical— Y si algo te gusta, dices Sí.
Él pareció entender, pues movía de forma frenética la cabeza a todos lados.
—Probemos otra vez—le dijo con una sonrisa—. ¿Te gusta Anthine?
Movió la cabeza de forma vertical.
—Perfecto, te queda muy bien.
Regresaron a la casa cuando Aster le había mostrado gran parte de Bosque Tardío a Anthine. Él aprendía rápido, y ella estaba encantada de tener un aprendiz —que luego utilizaría como ayudante—. Poco a poco los sonidos se hicieron más agradables al oído, aunque aún no era capaz de imitar a la perfección las palabras, y el ennegrecimiento de su cuerpo no había desaparecido. Aster no sabía como lidiar con ello. En una de las ocasiones en las que se vio obligada a darle un baño, notó como la piel entre su nuca y su espalda estaba ligeramente escamada. Deslizó sus dedos y, al levantar una de más, Anthine se tornó agresivo. Aster lo tranquilizó entre arrullos y disculpas.
Tove le recordó el día de la semana, era martes, y debía emprender un corto viaje hacia el pueblo del este. Debía comprar pan y leche —las vacas no se adaptaban al entorno del bosque—, si se le daba la oportunidad algo de ropa para Anthine.
Entre las cartas que había recibido había una de la iglesia para que asistiera a una reunión con el sacerdote. Aster sabía que posiblemente solo querían que se uniera y brindara sus servicios; pero había dos cosas que a Aster no le simpatizaban de la idea. Una era que solo podría ayudar a los habitantes de ese pueblo, y eso iba en contra de todas las cosas en las que creía; y la segunda era que ella no podía consagrar su vida a un dios creador que del que solo existía ya el recuerdo. Si bien sus tareas eran las mismas que las de los fieles, ella lo haría a su manera.
Se vistió para la ocasión y salió con Tove hasta la entrada de la verja, cuando un Anthine tímido fue tras ellos. Por mucho que Aster le pidió que se quedara, él solo la seguía a cada paso; entonces no le quedó de otra que abrigarlo bien para que no resaltara el color de su pecho y las escamas en su espalda.
Partieron esa tarde rumbo a —ahora si lograba acordarse— Fredrikstad.