Todo empezó cuando estaba chico. En esas veces que tenía que salir más allá de mi pueblo, en la ciudad de México. Y de esas pocas oportunidades, utilizaba ese transporte tan tedioso, al que mucha gente tenía que acudir todos los días para transportarse de un lugar a otro: el metro.
Tengo que aclarar que esto solo me ocurría cuando yo estaba... ¿cómo decirlo? Muy distraído. Porque mi mente dejaba de preocuparse de las cosas banales de las que uno suele ocuparse esperando al tren. Cosas como que vas a la dirección correcta o que nadie se quiera meter en la fila a la que te has formado para entrar a un vagón lleno a más no poder.
Un extraño sentimiento me invadía.
Podría decir que me sucedió dos o máximo tres veces. Aunque a decir verdad, no lo recuerdo del todo, pero puedo asegurar que tenía un patrón. Un muy particular. Tanto así, que cuando pienso en ello, lo que se me viene a la mente es cuando hay un montón de gente en las paradas. Y, a pesar de que fueron pocas las veces que me ocurrieron y mi memoria es casi tan buena como la de un pez, estoy bastante seguro de ello.
Ese sentimiento se volvió un hecho cuando lo vi a él saltar a las vías. Con esa mirada tan muerta y al mismo tiempo, llena de diversión por mi cara de horror; acompañada por su extraña mueca que si bien aún no podría interpretar del todo. Esa misma que me dedicó segundos antes de que saltara en un intento de tocarlas vías.