–Estoy cansado de esto. No quiero seguir –solté, antes de que atinara a hablar. Sonrió, como si no me hubiera escuchado, y continuó lustrando el arma que sostenía–. Me retiro, Taff.
Taff era su nombre clave. Nadie sabía cómo se llamaba en realidad, ni si tenía una vida más allá de la organización. Arrugas que no había notado antes cercaban sus ojos como comillas en una mirada irónica. Envejecía.
–Ya tuvimos esta conversación –dijo, pronunciando con lentitud y esa voz hipnótica que parecía relajar y en lugar de eso amenazaba.
–No fue una conversación, yo no pude decir nada. Escucha, no quiero…
Hizo un gesto con la mano, y el trapo que sostenía, para silenciarme, mientras esbozaba una mueca conciliadora. El arma me apuntaba directamente, como un ojo negro en la penumbra que nos rodeaba. Incómodo, me aseguré de que su dedo estuviera lejos del gatillo.
–Está bien, está bien –dijo. Me congelé, extrañado, y esperé a que continuara��. Una última misión.
Fruncí el ceño, molesto, y esperé a que devolviera mi mirada. Cuando lo hizo, sin embargo, supe que solo podía aceptar. Un brillo peligroso iluminaba su semblante. Si no aceptaba, el ojo negro que seguía fijo en mí podía estallar. Escondí mi irritación, acostumbrado a sus amenazas, y bajé el rostro.
–Una última misión y estás fuera. ¿No te parece bien? –preguntó. Su voz era como lava deslizándose, envolviéndose en mí, carcomiéndome la piel. Tensé la mandíbula y no respondí nada.
–¿Quién es?
–Enzo Vilcare, 22 años –dijo, con una sonrisa satisfecha, y volvió a limpiar su arma.
–¿Cómo tiene que morir? –pregunté entre dientes, y sentí en mis manos el cosquilleo de la sangre ajena que no desaparecía. Que quemaba. Pero, para mi sorpresa, Taff negó sin siquiera mirarme, sin dejar de sonreír.
–Por el momento, no tiene que morir –dijo. Fruncí el ceño–. Vas a infiltrarte en su casa y vas a vigilar a toda su familia hasta que yo te diga qué hacer.
Suspiré, resignado, y me encogí de hombros. Lo mismo daba. Si luego podía dejar la organización, si podía tener una vida normal… Pero no conseguí quitarme la extrañeza del cuerpo. No era la clase de misiones que solíamos tomar.
–¿Qué seré esta vez? ¿El plomero?
Taff alzó los ojos hacia mí, con una mirada extraña, y sonrió.
–El guardaespaldas.