Chapter 172 - 19 Despedidas

A: Porto%Aberto@BatePapo.org De: Locke%erasmus@polnet.gov Sobre: Cosecha

Codificado con clave ******* Decodificado con clave **********

¿Es Bean o Petra? ¿O ambos?

Después de todas sus sutiles estrategias y grandes sorpresas, fue un tonto intento de asesinato lo que lo delató. No sé si la noticia del derribo de una lanzadera de la FI llegó a penetrar la cobertura de guerra de donde estáis, pero él creyó que yo estaba a bordo. No estaba, pero los chinos lo acusaron de ser el causante, y de repente la FI tiene una base legal para una operación terrestre. El gobierno brasileño está cooperando, y tiene el complejo rodeado.

El único problema es que el complejo parece estar defendido por tu pequeño ejército. Queremos hacerlo sin pérdida de vidas, pero entrenaste muy bien a tus soldados, y Suri no responde a mis débiles intentos por contactar con él. Antes de que me marchara, Aquiles parecía tenerlo en el bolsillo. Puede que fuera camuflaje protector, ¿pero quién sabe qué sucedió en ese viaje de regreso desde China?

Aquiles sabe llegar a la gente. Un oficial indio en ColMin que conocía a Graff desde hacía años fue quien delató que yo estaba en la lanzadera porque el hecho de que su familia estuviera en un campo de prisioneros en China fue utilizado para controlarlo. ¿Tiene Aquiles algún modo de controlar a Suri? Si Suri ordena a los soldados que protejan a Aquiles, ¿lo harán?

¿Serviría de algo que estuvierais allí? Yo estaré, pero me temo que nunca he confiado del todo en tu afirmación de que los soldados me obedecerían por completo. Tengo la sensación de que quedé en ridículo cuando huí del complejo. Pero tú los conoces, yo no.

Agradecería tu consejo. Tu presencia sería muy valiosa. Comprenderé que decidas no hacer ni una cosa ni otra. No me debes nada: tenías razón cuando dijiste que estaba

equivocado, y puse en peligro a todo el mundo. Pero a estas alturas, me gustaría hacer esto sin tener que matar a ninguno de tus soldados, y sobre todo sin que me maten a mí, tampoco quiero pretender que mis motivos sean enteramente altruistas. No tengo más remedio que estar presente. Si no estoy allí cuando se tome el complejo, puedo despedirme de mi futuro como Hegemón.

Mientras tanto, no parece que a los chinos les vaya tan bien, ¿no? Mi enhorabuena al Califa. Espero que sea más generoso con sus enemigos conquistados que los chinos.

A Petra le resultaba difícil concentrarse en su búsqueda en las redes. Era demasiado tentador pasar a los noticiarios sobre la guerra. Era la enfermedad genética que los médicos habían encontrado en ella de niña, la enfermedad que la envió al espacio a pasar sus años de formación en la Escuela de Batalla. No podía dejar la guerra en paz. Espantoso como era, el combate todavía tenía un atractivo irresistible. El choque de dos ejércitos, cada uno intentando el dominio, sin reglas excepto aquellas impuestas por las limitaciones de sus fuerzas y el miedo a las represalias.

Bean había insistido en que buscaran alguna señal de Aquiles. A ella le pareció absurdo, pero Bean estaba seguro de que Aquiles quería que acudieran a él.

—Está en las últimas —dijo Bean—. Todo se ha vuelto contra él. Quiso ocupar mi lugar. Luego intentó abarcar demasiado al derribar esa lanzadera, justo en el momento en que la Liga de la Media Luna le quitó el apoyo de China. No puede volver allí, ni siquiera puede salir de Ribeirao. Así que va a hacer lo que tiene que hacer. Somos hilos sueltos. No quiere dejarnos colgando. Así que... va a llamarnos.

—No vayamos —dijo Petra entonces. Bean tan sólo se echó a reír.

—Si creyera que hablas en serio, podría considerarlo. Pero sé que no es así. Él tiene a nuestros bebés. Sabe que iremos.

Tal vez irían y tal vez no. ¿De qué les serviría a aquellos embriones que sus padres cayeran en una trampa y murieran?

Y sería una trampa. No un trato justo, no un acuerdo, mi libertad por vuestros bebés. No, Aquiles no era capaz de eso, ni siquiera para salvar su propia vida. Bean lo había atrapado una vez antes, le arrancó una confesión que acabó con sus huesos en una institución mental. Nunca volvería allí. Como Napoleón, había escapado de un cautiverio, pero no habría huida del siguiente. Así que no iría. En eso estaban de acuerdo Bean y Petra. Sólo los llamaría para matarlos.

Sin embargo ella seguía buscando, preguntándose cómo sabrían qué estaban buscando cuando lo encontraran.

Y mientras buscaba, la guerra seguía atrayéndola. La guerra en Xinjiang ya había avanzado hacia el este, hacia los márgenes de la China de Han. Los persas y pakistaníes estaban a punto de rodear a ambas mitades del ejército chino en el oeste de la India.

Las noticias de las operaciones árabes e indonesias dentro de China eran un poco más sesgadas. Los chinos se quejaban de que paracaidistas musulmanes estaban llevando a cabo acciones terroristas dentro de China, y amenazaban diciendo que serían tratados como espías y criminales de guerra cuando fueran capturados El

Califa respondió inmediatamente declarando que eran tropas regulares, de uniforme, y que lo único que molestaba a los chinos era que la guerra, que tan dispuestos habían estado a infligir a los otros les había caído por fin encima.

—Haremos que todos los niveles del ejército y del gobierno chino sean personal e individualmente responsables de cada crimen contra nuestros soldados capturados.

Ése era el lenguaje que sólo los presuntos vencedores podían permitirse utilizar, pero los chinos lo captaron rápidamente, y de inmediato anunciaron que se habían confundido, y que cualquier soldado que fuera encontrado de uniforme sería tratado como prisionero.

Sin embargo, para Petra el aspecto más curioso de la postura china era que seguían refiriéndose a los soldados chinos y árabes como paracaidistas. Sencillamente, no podían creer que hubieran desembarcado en la costa y hubieran llegado tierra adentro tan rápidamente.

Y otro detalle importante. Una de las redes de noticias norteamericanas tenía un comentario de un general retirado que casi sin duda recibía información sobre lo que mostraban los satélites-espía norteamericanos. Lo que llamó la atención de Petra fue cuando dijo:

—Lo que no puedo comprender es por qué las tropas chinas que fueron sacadas de la India hace unos pocos días, para enfrentarse a la amenaza en Xinjiang, no están siendo utilizadas en Xinjiang ni son devueltas a la India. Casi una cuarta parte del ejército chino está cruzado de brazos sin hacer nada.

Petra se lo mostró a Bean, que sonrió.

—Virlomi es muy buena. Los ha retenido durante tres días. ¿Cuánto pasará antes de que el ejército chino que está en la India se quede sin munición?

—No irás a empezar una apuesta entre nosotros dos solos —dijo Petra.

—Deja de mirar la guerra y vuelve al trabajo.

—¿Por qué esperar a que Aquiles envíe esa señal que no creo que vaya a enviar? —preguntó Petra—. ¿Por qué no aceptar sin mas la invitación de Peter y unirnos a él para el asalto del complejo?

—Porque si Aquiles piensa que nos está atrayendo a una trampa, nos dejará entrar sin disparar un tiro. No morirá nadie.

—Excepto nosotros.

—Primero, Petra, no hay nosotros. Eres una mujer embarazada, y no me importa lo brillante que seas en los asuntos militares, no podré encargarme de Aquiles si la mujer que lleva dentro a mi bebé está ahí de pie corriendo peligro.

—¿Así que se supone que tengo que quedarme fuera mirando, sin saber qué pasa, si estás vivo o muerto?

—¿Tenemos que discutir sobre cómo voy a morir de todas formas, dentro de unos años, y tú no; y cómo si estoy muerto pero rescatamos los embriones, podrás seguir teniendo los bebés, pero si estás muerta, no podremos tener siquiera el bebé que ya tienes en tu interior?

—No, no tenemos que discutir eso —dijo Petra, enfadada.

—Y segundo, no estarás sentada fuera esperando, porque estarás aquí en Damasco, siguiendo las noticias de la guerra y leyendo el Corán.

—O arañándome los ojos por la agonía de no saber qué pasa. ¿De verdad que serías capaz de dejarme aquí?

—Puede que Aquiles esté atrapado dentro del complejo de la Hegemonía, pero tiene gente que realiza sus misiones por todas partes. Dudo que se perdieran muchos de ellos cuando la conexión con China se cortó. Si es que se cortó. No quiero que salgas de aquí porque Aquiles podría matarte mucho antes de que pudieras acercarte

al complejo.

—¿Y por qué crees que no te matará a ti?

—Porque quiere que vea cómo mueren los bebés.

Petra no pudo evitarlo. Se echó a llorar y se inclinó sobre el ordenador.

—Lo siento —dijo Bean—. No quería que tú...

—Claro que no querías hacerme llorar. Ni yo tampoco. Ignóralo.

—No puedo ignorarlo. Apenas puedo comprender lo que estás diciendo, y estás a punto de llenar el ordenador de mocos.

—¡No son mocos! —le gritó Petra. Entonces se tocó la nariz y descubrió que sí lo eran. Sorbió y luego se rió y corrió al cuarto de baño y se sonó la nariz y terminó de llorar a solas.

Cuando salió, Bean estaba tumbado en la cama, los ojos cerrados.

—Lo siento —dijo Petra.

—Yo lo siento más.

—Sé que tienes que ir solo. Sé que tengo que quedarme aquí. Sé todo eso, pero lo odio, eso es todo.

Bean asintió.

—Entonces ¿por qué no estás escrutando las redes?

—Porque el mensaje acaba de llegar.

Ella se acercó a su ordenador y miró la pantalla. Bean había conectado con un sitio de subastas, y allí estaba:

Busco: Un buen útero.

Cinco embriones humanos listos para ser implantados. Padres graduados en la Escuela de Batalla, muertos en trágico accidente. El estado necesita disponer de ellos inmediatamente. Es probable que sean niños extraordinariamente inteligentes. Habrá una beca para cada niño implantado con éxito y cada embarazo llevado a término. Las solicitantes deben demostrar que no necesitan el dinero. Las cinco mejores solicitantes tendrán sus cuentas en observación por una firma contable de prestigio, mientras dura la evaluación.

—¿Respondiste? —preguntó Petra—. ¿O pujaste?

—Envié una solicitud donde sugerí que me gustaría quedarme con los cinco, y recogerlos en persona. Le dije que respondiera a uno de mis buzones seguros.

—¿Y no estás comprobando tu correo para ver si tus buzones han recibido algo

ya?

—Petra, tengo miedo.

—Es un alivio. Sugiere que no estás loco.

—Es el mejor superviviente que he conocido. Saldrá de ésta.

—No —dijo Petra—. Tú eres un superviviente. Él es un asesino.

—No está muerto —dijo Bean—. Eso lo convierte en un superviviente.

—Nadie ha intentado matarlo durante media vida —dijo Petra—. Su

supervivencia no es gran cosa. Tú has tenido a un asesino patológico siguiéndote los pasos durante años, y sin embargo estás aquí.

—No es que tenga miedo de que me mate, aunque no me parece una forma

atractiva de marcharme. Sigo planeando morirme al hacerme tan alto que choque con un avión que vuele bajo.

—No me gusta tu jueguecito macabro de cómo-me-gustaría-morir.

—Pero si me mata, y consigue salir de allí vivo, ¿qué pasará contigo?

—No saldrá vivo.

—Tal vez no. ¿Pero y si yo muero, y todos los bebés mueren?

—Tendré a éste.

—Desearás no haberme amado. Todavía no he llegado a comprender por qué lo haces.

—Nunca desearé no haberte amado, y siempre me alegraré de que, después de darte tanto tiempo la lata, finalmente decidieras que también me amabas.

—No dejes que nadie llame al bebé con ningún mote estúpido si es pequeño.

—¿Nada de nombres de legumbres?

El icono que advertía de la llegada de un mensaje destelló en el ordenador.

—Tienes correo —dio Petra.

Bean suspiró, se enderezó, se sentó en la silla y abrió la carta.

Mi viejo amigo. Tengo cinco regalitos con tu nombre escrito en ellos, y no queda mucho tiempo para entregártelos. Desearía que confiaras más en mí, porque nunca he pretendido causarte ningún daño, pero sé que no confías, y por eso puedes traer una escolta armada contigo. Nos reuniremos al aire libre, en el jardín oriental. La puerta oriental estará abierta. Tú y los primeros cinco podréis entrar; si uno más intenta entrar, todos seréis abatidos.

No sé dónde estás, así que no sé cuánto tiempo tardarás en llegar hasta aquí. Cuando vengas tendré tu propiedad en un contenedor refrigerado apto para seis horas a la temperatura adecuada. Si uno de tus escoltas es especialista y trae un microscopio, puedes examinar los especímenes sobre la marcha, y luego hacer que el especialista se los lleve.

Pero espero que tú y yo podamos charlar un rato sobre los viejos tiempos. Recordar los buenos días perdidos, cuando llevamos la civilización a las calles de Rotterdam. Hemos recorrido un largo camino desde entonces. Hemos cambiado el mundo, nosotros dos. Yo más que tú, chaval. Fastídiate.

Naturalmente, te casaste con la única mujer que he amado, así que tal vez eso equilibre las cosas al final.

Por supuesto, nuestra conversación será más agradable si acaba contigo sacándome del complejo y llevándome a un sitio seguro de mi propia elección. Pero soy consciente de que tal vez eso no esté en tu poder. Los genios somos criaturas limitadas. Sabemos lo que es mejor para todo el mundo, pero no nos salimos con la nuestra hasta que conseguimos

persuadir a criaturas inferiores para que cumplan nuestras órdenes. No comprenden lo felices que seríamos si dejaran de pensar por sí mismos. Están tan poco equipados para ello...

Relájate, Bean. Ha sido un chiste. O una verdad indecorosa. A menudo son la misma cosa.

Dale a Petra un beso de mi parte. Hazme saber cuándo tengo que abrir la verja.

—¿De verdad espera que creas que te dejará llevarte a los bebés?

—Bueno, da a entender un intercambio por su libertad —dijo Bean.

—El único intercambio que da a entender es tu vida por la de ellos —respondió Petra.

—Oh —dijo Bean—. ¿Es así como lo has interpretado?

—Eso es lo que dice y lo sabes. Espera que los dos muráis juntos, allí mismo.

—La verdadera cuestión, es si de verdad tendrá a los embriones allí.

—Por lo que sabemos —dijo Petra—, están en un laboratorio en Moscú o Johannesburgo, o en algún basurero de Ribeirao.

—¿Quién es ahora la pesimista?

—Está claro que no pudo implantarlos. Así que para él representan un fracaso.

Ahora no tienen ningún valor. ¿Por qué iba a dártelos?

—No he dicho que fuera a aceptar sus términos.

—Pero lo harás.

—Lo más difícil de un secuestro es siempre el intercambio, rehén a cambio de rescate. Siempre alguien tiene que confiar en alguien, y entregar su pieza antes de recibir la que tiene el otro. Pero este caso es realmente extraño, porque él no me está pidiendo nada.

—Excepto tu muerte.

—Pero sabe que me estoy muriendo de todas formas. Todo parece sin sentido.

—Está loco, Julian. ¿No te has enterado?

—Sí, pero su forma de pensar tiene sentido dentro de su cabeza. Quiero decir que no es esquizofrénico, ve la misma realidad que el resto de nosotros. No tiene delirios. Es sólo patológicamente inconsciente. ¿Cómo ve este juego, entonces? ¿Me disparará cuando entre? ¿O me dejará ganar, tal vez incluso dejará que yo lo mate, sólo que me gastará la broma porque los embriones que me entregue no son los nuestros, sino el producto del trágico apareamiento de dos personas realmente estúpidas? Quizá de dos periodistas.

—Estás bromeando sobre esto, Bean, y yo...

—Tengo que coger el próximo vuelo. Si se te ocurre algo que deba saber, mándame un e-mail, lo comprobaré al menos una vez antes de entrar a verlo.

—No tiene los bebés —dijo Petra—. Ya los ha entregado a sus secuaces.

—Es posible. —No vayas. —No es posible.

—Bean, eres más inteligente que él, pero la ventaja es suya, y es más brutal que

tú.

—No cuentes con ello —dijo Bean.

—¿No te das cuenta de que os conozco mejor a ambos que nadie más en el

mundo?

—Y no importa lo bien que conozcamos a la gente, el hecho es que todos somos desconocidos en el fondo.

—Oh, Bean, dime que no crees eso.

—Es la verdad evidente.

—¡Yo te conozco! —insistió ella.

—No. No me conoces. Pero no importa, porque yo tampoco me conozco a mí mismo, ni a ti tampoco. Nunca comprendemos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Pero Petra, shh, escucha. Lo que hemos hecho, hemos creado algo más. Este matrimonio. Consiste en nosotros dos, y nos hemos convertido en otra cosa juntos. Eso es lo que conocemos. No a mí, no a ti, sino lo que somos, quiénes somos juntos. Sor Carlotta citó a alguien de la Biblia, cómo un hombre y una mujer deben casarse y convertirse en una sola carne. Muy místico y extraño al límite. Pero en cierto modo es cierto. Y cuando yo me muera, no tendrás a Bean, pero seguirás teniendo a Petra- con-Bean, Bean-con-Petra, como sea que se llame esa nueva criatura que hemos hecho.

—¿Entonces todos esos meses que pasé con Aquiles, construimos algún monstruo repugnante Petra-con-Aquiles? ¿Es eso lo que estás diciendo?

—No —respondió Bean—. Aquiles no construye cosas. Sólo las encuentra, las admira, y las destroza. No hay ningún Aquiles-con-alguien. Él solamente está... vacío.

—¿Qué pasó entonces con esa teoría de Ender, que tienes que conocer a tu enemigo para poder derrotarlo?

—Sigue siendo cierta.

—Pero si no puedes conocer a nadie...

—Es imaginario —dijo Bean—. Ender no estaba loco, así que sabía que era sólo imaginario. Intentas ver el mundo a través de los ojos de tu enemigo, para poder ver lo que significa todo para él. Cuanto mejor lo hagas, cuanto más tiempo pases en el mundo tal como él lo ve, más comprendes cómo ve él las cosas, cómo se explica a sí mismo las cosas que hace.

—Y has hecho eso con Aquiles.

—Sí.

—Y crees que sabes lo que va a hacer.

—Tengo una lista de cosas que espero.

—¿Y si te equivocas? Porque la única certidumbre en todo esto es... que sea lo que sea que pienses que va a hacer Aquiles, te equivocas.

—Ésa es su especialidad.

—Entonces tu lista...

—Bueno, verás, tal como he hecho mi lista, pensé en todas las cosas que podría hacer, y luego no puse ninguna en mi lista, sólo puse las cosas que no creía que fuera a hacer.

—Eso funcionará —dijo Petra.

—Podría.

—Abrázame antes de irte.

Él así lo hizo. —Petra, crees que no vas a volver a verme. Pero estoy bastante seguro de que sí.

—¿Te das cuenta de que me asusta que tú seas el único que está bastante seguro?

—Podría morirme de apendicitis en el avión camino de Ribeirao. Nunca estoy más que bastante seguro de nada.

—Excepto de que yo te amo.

—Excepto de que nos amamos.

El vuelo de Bean fue el suplicio normal de horas en un espacio confinado. Pero al menos volaba hacia el oeste, de modo que el jet lag no lo debilitaba. Le pareció que podría acudir al encuentro en cuanto llegara, pero se lo pensó mejor. Necesitaba pensar con claridad. Poder improvisar y actuar rápidamente siguiendo sus impulsos. Necesitaba dormir.

Peter lo estaba esperando en la puerta del avión. Ser Hegemón le proporcionaba en los aeropuertos unos cuantos privilegios que se negaban a otra gente.

Peter lo acompañó escalerillas abajo en vez de al transporte, y subieron a un coche que los llevó directamente al hotel que habían establecido como puesto de mando de la FI. Había soldados de la FI en cada entrada, y Peter le aseguró que había tiradores de precisión en cada edificio colindante, y en éste también.

—Bien —dijo Peter, cuando estuvieron a solas en la habitación de Bean—, ¿cuál es el plan?

—Hablas como si creyeras que tengo uno.

—¿Ni siquiera un objetivo?

—Oh, tengo dos objetivos —dijo Bean—. Cuando él robó nuestros embriones, le prometí a Petra que los recuperaría para ella, y que mataría a Aquiles en el proceso.

—Y no tienes ni idea de cómo hacerlo.

—Más o menos. Pero nada que yo planee funcionará de todas formas, así que no me preocupo demasiado por ningún plan.

—Aquiles no es importante ahora mismo —dijo Peter—. Quiero decir, es importante porque en esencia todos los que están dentro del complejo son rehenes suyos, pero en el panorama mundial... ha perdido toda su influencia. Desapareció como el humo cuando abatió esa lanzadera y los chinos lo desautorizaron. Bean sacudió la cabeza.

—¿De verdad crees, si sale de ésta con vida, que no volverá a sus antiguos juegos? ¿Crees que nadie aceptará sus recetas infalibles?

—Supongo que nunca faltan gobiernos con sueños de poder a los que pueda seducir, o con temores que él pueda explotar.

—Peter, estoy aquí para que pueda atormentarme y luego matarme. Por eso estoy aquí. Su propósito. Su objetivo. —Bueno, si el único plan es el suyo, entonces...

—Eso es, Peter. Él es el único que tiene un plan esta vez. Y yo soy el que puede sorprenderlo al no hacer lo que espera.

—Muy bien —dijo Peter—. Voy a entrar.

—¿Qué?

—Me has convencido. Voy a entrar.

—¿Vas a entrar dónde?

—Voy a entrar por esa verja contigo.

—Ni hablar.

—Soy el Hegemón. No voy a quedarme fuera mientras tú entras y salvas a mi gente.

—A él le encantará matarte junto a mí.

—A ti primero.

—No, a ti primero.

—Como sea —dijo Peter—. No vas a entrar por esa verja a menos que yo sea uno de los cinco.

—Mira, Peter, el motivo por el que nos hallamos en esta situación es que tú crees que eres más listo que nadie: no importa el consejo que te den, tú te las das de sabio y haces algo sorprendentemente estúpido.

—Pero me quedo para recoger los pedazos.

—Eso sí te lo reconozco.

—No haré nada que no me digas que haga —dijo Peter—. Es tu programa.

—Necesito que mis cinco escoltas sean hombres bien entrenados.

—No —dijo Peter—. Porque si se produce un tiroteo, cinco no serán suficientes de todas formas. Así que tienes que contar con que no habrá disparos. Por eso bien puedo ser uno de los cinco.

—Pero no quiero que mueras conmigo.

—Por mí bien, yo tampoco quiero morir contigo.

—Tienes otros setenta u ochenta años por delante. ¿Vas a jugar con eso? Yo sólo juego con dinero de juguete.

—Eres el mejor, Bean.

—Eso fue en la escuela. ¿Qué ejércitos he comandado desde entonces? Otros se encargan de la lucha ahora. No soy el mejor, estoy retirado.

—Uno no se retira de su propia mente.

—La gente se retira de su mente todo el tiempo. Lo que no se acaba es su reputación.

—Bueno, me encanta discutir de filosofía contigo —dijo Peter bruscamente—, pero necesitas dormir y yo también. Te veré en la puerta este por la mañana.

Y se marchó.

¿Por qué esta súbita partida?

Bean tuvo la sospecha de que tal vez Peter creía finalmente que no tenía ningún plan ni ninguna garantía de victoria. Ni siquiera, de hecho, un plan decente para ganar, si ganar significaba un resultado donde Bean quedaba con vida, Aquiles muerto, y Bean recuperaba a los bebés. Sin duda Peter tenía que correr y hacerse un seguro de vida. O llamar a alguna emergencia de última hora para que, pese a todo, le impidiera atravesar aquella verja con Bean.

—Lo siento muchísimo, de verdad quería ir contigo, pero lo harás bien, lo sé.

Bean pensó que tendría problemas para dormir, con las cabezadas que había dado en el avión y la tensión de los acontecimientos de mañana hurgando en su mente.

Naturalmente, se quedó dormido tan rápido que ni siquiera se acordó de apagar la luz.

Por la mañana, Bean se levantó y envió un mensaje a Aquiles, estableciendo una hora más tarde para su encuentro. Entonces le escribió una breve nota a Petra, sólo para que supiera que estaba pensando en ella por si éste resultaba ser el último día de su vida. Luego otra nota para sus padres, y una para Nikolai. Al menos si conseguía llevarse a Aquiles por delante, ellos estarían a salvo. Era algo.

Bajó las escaleras y encontró a Peter esperando ya junto al vehículo de la FI que los llevaría al perímetro que habían establecido alrededor del complejo. Hicieron el trayecto en silencio, porque en realidad no había nada más que decir.

En el perímetro, cerca de la verja oriental, Bean descubrió rápidamente que Peter no había mentido: la FI respaldaba su decisión de ir con el grupo. Bueno, no importaba. En realidad Bean no necesitaba que sus acompañantes hicieran gran cosa.

Como había solicitado antes de partir de Damasco, la FI tenía un médico de uniforme, dos tiradores de precisión y un equipo de artificieros plenamente equipado, uno de los cuales iba a acompañar al grupo de Bean.

—Aquiles tendrá un contenedor que supuestamente es una nevera portátil para

media docena de embriones —le dijo al artificiero—. Si tiene que llevarlo fuera, eso significará que estoy seguro de que es una bomba o contiene elementos tóxicos, y quiero que se trate así... aunque diga algo diferente ahí dentro. Si resulta que son em- briones después de todo, será mi error, y se lo explicaré a mi esposa. Si hago que el doctor se lo lleve, es que estoy seguro de que son los embriones, y habrá que tratar al paquete de esa forma.

—¿Y si no estás seguro? —preguntó Peter.

—Estaré seguro —respondió Bean—, o no se lo daré a nadie.

—¿Por qué no lo lleva usted y nos dice qué hacer cuando esté fuera? — preguntó el artificiero.

Peter respondió por él.

—El señor Delphiki no espera salir con vida.

—Mi objetivo para todos ustedes —dijo Bean—, es que salgan de ahí ilesos. No habrá ninguna posibilidad de que sea así si empiezan a disparar, por ningún motivo. Por eso ninguno de ustedes llevará un arma cargada.

Ellos lo miraron como si estuviera loco.

—No voy a entrar ahí desarmado —dijo uno de los hombres.

—Bien. Entonces será uno menos. Aquiles no dijo que tuvieran que ser cinco.

—Técnicamente —le dijo Peter al otro tirador—, no estará desarmado. Sólo descargado. Así que ellos lo tratarán como si tuviera balas, porque no saben que no las tiene.

—Soy un soldado, no un monigote —dijo el hombre, y se marchó.

—¿Alguien más?—preguntó Bean.

Por respuesta, el otro tirador desmontó el cargador de su arma, fue soltando las balas una a una, y luego sacó la primera bala de la recámara.

—Yo no llevo armas —dijo el doctor.

—No hace falta una pistola cargada para llevar una bomba —dijo el artificiero.

Con una fina pistola de plástico del calibre 22 metida en la parte trasera de los pantalones, Bean era ahora el único miembro del grupo con un arma cargada.

—Supongo que estamos listos —dijo Bean.

Cuando atravesaron la verja que daba al jardín oriental era una deslumbrante mañana tropical. Los pájaros en los altos árboles repetían su llamada como si intentaran memorizar algo y no pudieran terminar de hacerlo. No había ni un alma a la vista.

Bean no iba a ponerse a deambular buscando a Aquiles. Decididamente no iba a alejarse de la verja. Así pues, a unos diez metros se detuvo. Lo mismo hicieron los demás.

Y esperaron.

No tardó mucho. Un soldado con uniforme de la Hegemonía salió al descubierto.

Luego otro, y otro, hasta que apareció el quinto soldado.

Suriyawong.

No dio muestras de reconocer a nadie. Más bien, miró más allá de Bean y Peter como si no fueran nada para él.

Aquiles salió tras ellos, pero permaneció cerca de los árboles, para no ser un blanco demasiado fácil para los tiradores de élite. Llevaba, como prometió, una pequeña nevera portátil.

—Bean —dijo con una sonrisa—. Vaya, cómo has crecido. Bean no dijo nada.

—Oh, no estamos de humor para bromas. Yo tampoco, en realidad. Volver a verte es para mí un momento casi sentimental. Verte como hombre. Considerando

que te conocí cuando eras así de alto.

Tendió la nevera portátil.

—Aquí están, Bean.

—¿Vas a dármelos sin más?

—En realidad no tengo ninguna utilidad para ellos. No hubo compradores en la subasta.

—Volescu se tomó muchas molestias para conseguírtelos.

—¿Qué molestias? Sobornó a un guardia. Usando mi dinero.

—Por cierto, ¿cómo conseguiste que Volescu te ayudara? —preguntó Bean.

—Me lo debía —dijo Aquiles—. Yo soy el que lo sacó de la cárcel. Conseguí que nuestro brillante Hegemón aquí presente me diera autoridad para autorizar la liberación de prisioneros cuyos crímenes hubieran dejado de ser crímenes. No hizo la conexión de que iba a liberar a tu creador. —Aquiles le sonrió a Peter.

Peter no dijo nada.

—Entrenaste bien a estos hombres, Bean —continuó Aquiles—. Estar con ellos es como... bueno, es como estar de nuevo con mi propia familia. Igual que en las calles, ¿sabes?

Bean no dijo nada.

—Bueno, muy bien, no quieres hablar, así que coge los embriones.

Bean recordó un hecho muy importante. A Aquiles no le importaba matar a sus víctimas con sus propias manos o no. Para él era suficiente con que murieran, estuviera presente o no.

Bean se volvió hacia el artificiero.

—¿Quiere hacerme un favor y llevarlos tras la verja? Quiero quedarme a charlar con Aquiles un par de minutos.

El artificiero se acercó a Aquiles y recogió la nevera portátil.

—¿Es frágil?—preguntó.

—Está muy bien empaquetada y acolchada —dijo Aquiles—, pero no juegue al fútbol con ella.

Con sólo unos cuantos pasos, salió por la verja.

—¿Y de qué querías hablar? —preguntó Aquiles.

—Un par de preguntitas sobre las que siento curiosidad.

—Escucharé. Tal vez hasta contestaré.

—Allá en Hydebarad. Había un oficial chino que te dejó inconsciente para romper nuestras tablas.

—Oh, ¿fue él quien lo hizo?

—¿Qué le sucedió?

—No estoy seguro. Creo que su helicóptero fue abatido en combate unos días más tarde.

—Oh —dijo Bean—. Lástima. Quería preguntarle qué se sentía al golpearte.

—¿No somos ya demasiado mayores para este tipo de cosas Bean? Fuera de la verja se produjo una explosión apagada.

Aquiles miró en derredor, sorprendido.

—¿Qué ha sido eso?

—Estoy bastante seguro de que ha sido una explosión —dijo Bean.

—¿De qué?

—De la bomba que intentas darme. Dentro de una nevera. Aquiles trató, por un momento, de parecer inocente.

—No sé qué...

Entonces al parecer advirtió que no tenía sentido fingir ignorancia cuando la

nevera acababa de explotar. Sacó el detonador remoto del bolsillo y pulsó el botón un par de veces.

—Maldita sea toda esta tecnología moderna, nada funciona bien nunca—le sonrió a Bean—. Tienes que reconocer que lo he intentado.

—Entonces... ¿tienes los embriones o no? —preguntó Bean.

—Están dentro, a salvo —dijo Aquiles.

Bean sabía que era mentira. De hecho, ayer había decidido que lo más probable era que los embriones nunca hubieran sido traídos aquí.

Pero sacaría más provecho de todo esto fingiendo creer a Aquiles. Y siempre había la posibilidad de que no fuera mentira. —Enséñamelos —dijo.

—Tendrás que venir dentro, entonces —dijo Aquiles. —Muy bien.

—Eso nos apartará del radio de alcance de los tiradores que sin duda tienes alrededor de todo el complejo, esperando abatirme.

—Y dentro del radio de quien tengas esperándome ahí dentro.

—Bean. Sé realista. Estarás muerto cuando quiera que estés muerto.

—Bueno, eso no es estrictamente cierto. Me has querido muerto muchas más veces de las que he muerto. Aquiles hizo una mueca.

—¿Sabes qué estaba diciendo Poke justo antes de tener aquel accidente y caerse al Rin?

Bean no dijo nada.

—Me estaba diciendo que no debería tenerte rencor por haberle dicho que me matara cuando nos conocimos. Es sólo un niño pequeño, decía. No sabía lo que estaba diciendo.

Bean siguió sin decir nada.

—Ojalá pudiera decirte cuáles fueron las últimas palabras de sor Carlotta, pero... ya sabes cómo son los daños colaterales en tiempo de guerra. No hay ninguna advertencia previa.

—Los embriones —dijo Bean—. Dijiste que ibas a enseñarme dónde están.

—Muy bien, pues. Sígueme.

En cuanto Aquiles dio la espalda, el doctor miró a Bean y sacudió frenéticamente la cabeza.

—No pasa nada —le dijo Bean al médico y al otro soldado—. Pueden ustedes salir ahora. Ya no son necesarios.

Aquiles se giró.

—¿Vas a dejar marchar a tu escolta?

—Excepto a Peter —dijo Bean—. Insiste en permanecer conmigo.

—No lo he oído decir eso. Quiero decir, parecía tan ansioso por marcharse cuando abandonó este lugar, que creí que no quería volver a verlo jamás.

—Todavía estoy intentando comprender cómo pudiste engañar a tanta gente — dijo Peter.

—Pero no estoy intentando engañarte a ti —dijo Aquiles—. Aunque puedo ver cómo a alguien como tú le gustaría encontrar al mejor de los mentirosos para estudiar con él.

Riendo, Aquiles volvió a darles la espalda, y los condujo hacia el principal edificio de oficinas.

Peter se acercó a Bean mientras lo seguían al interior.

—¿Estás seguro de que sabes lo que haces? —preguntó en voz baja.

—Ya te lo dije antes, no tengo ni idea.

Una vez dentro, se encontraron con una docena de soldados. Bean los conocía a todos por el nombre. Pero no les dijo nada, y ninguno de ellos le miró a los ojos ni

mostró signo alguno de conocerlo.

¿Qué quiere Aquiles?, pensó Bean. Su primer plan era enviarme fuera del complejo con una bomba por control remoto, así que no pensaba mantenerme con vida. Ahora me tiene rodeado por soldados, y no les dice que disparen.

Aquiles se volvió y se encaró a él.

—Bean, no puedo creer que no hicieras ningún tipo de acuerdo para sacarme de

aquí.

—¿Por eso intentaste hacerme volar por los aires? —preguntó Bean.

—Eso fue porque creía que ibas a intentar matarme en cuanto pensaras que

tenías los embriones. ¿Por qué no lo hiciste?

—Porque sabía que no tenía los embriones.

—¿Petra y tú pensáis en ellos como en vuestros hijos? ¿Les habéis puesto ya nombre?

—No hay ningún acuerdo para que salgas de aquí, Aquiles, porque no hay ningún sitio al que puedas ir. Las únicas personas que todavía podrían encontrar una utilidad para ti están muy ocupadas recibiendo una paliza a manos de un puñado de musulmanes. Tú mismo te encargaste de no poder ir a ningún lugar del espacio cuan- do abatiste esa lanzadera.

—En justicia, Bean, tienes que recordar que nadie tendría que saber que fui yo quien lo hizo. Pero alguien tendría que decirme... ¿por qué no iba Peter en esa lanzadera? Supongo que alguien pilló a mi informador. —Miró a Peter y luego a Bean, buscando una respuesta.

Bean no confirmó ni negó nada. Peter también mantuvo su silencio. ¿Y si Aquiles sobrevivía de algún modo a esto? ¿Por qué hacer caer la ira de Aquiles sobre un hombre que ya había tenido suficientes problemas en la vida?

—Pero si pillasteis a mi informador —continuó Aquiles—, ¿por qué demonios Chamrajnagar.... o Graff, si fue él, hizo despegar la lanzadera de todas formas?

¿Atraparme haciendo algo malo era tan importante que arriesgaron una lanzadera y su tripulación para cogerme? Lo encuentro bastante... halagador. Como si ganara el premio Nobel al villano más temido.

—Creo que no tienes los embriones después de todo —dijo Bean—. Creo que los dispersaste en cuanto les pusiste la mano encima. Creo que ya los has implantado.

—Te equivocas —dijo Aquiles. Rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó un pequeño contenedor. Exactamente igual que los contenedores donde habían congelado a los embriones—. Traje éste, para mostrártelo. Por supuesto, probablemente se habrá descongelado un poco. Mi calor corporal y todo eso. ¿Qué crees? ¿Tenemos tiempo todavía de implantar este mamón en alguien? Petra ya está embarazada, he oído, así que no puedes utilizarla. ¡Ya sé! ¡La madre de Peter! Siempre le gusta servir de ayuda, y está acostumbrada a parir genios. ¡Toma, Peter, cógelo!

Lanzó el frasquito hacia Peter, pero con demasiada fuerza, así que pasó por encima de las manos extendidas de Peter y golpeó el suelo. No se rompió, pero en cambio rodó y rodó.

—¿No vas a cogerlo? —le preguntó Aquiles a Bean. Bean se encogió de hombros. Se acercó al sitio donde el contenedor se había detenido. El líquido en su interior se agitaba. Se había derretido por completo.

Lo pisó, lo rompió, aplastándolo bajo su bota. Aquiles silbó.

—Guau. Qué papá tan estricto. Tus hijos no pueden escapar a tu control. Bean caminó hacia Aquiles.

—Vamos, Bean, comprendo que puedas estar irritado conmigo pero nunca he dicho que fuera un atleta. ¿Cuándo tuve una oportunidad de jugar a la pelota, quieres decírmelo? Creciste donde yo crecí. No puedo evitar no saber lanzar adecuadamente. Hablaba afectando todavía el tono de voz, pero Bean pudo ver que ahora Aquiles tenía miedo. Esperaba que Bean suplicara, o sufriera... algo que lo mantuviera desequilibrado y le diera el control a Aquiles. Pero ahora Bean veía las cosas a través de los ojos de Aquiles, y comprendía: Haz lo que tu enemigo no pueda

creer que vas a hacer. Hazlo sin más.

Bean rebuscó en la cartuchera que llevaba dentro de los pantalones, colgando del cinturón, y sacó la pistola calibre 22 que llevaba allí oculta. Apuntó al ojo derecho de Aquiles, luego al izquierdo.

Aquiles retrocedió un par de pasos.

—No puedes matarme —dijo—. No sabes dónde están los embriones.

—Sé que no los tienes, y que no voy a conseguirlos sin dejarte marchar. Y no voy a dejarte marchar. Así que supongo que eso significa que he perdido los embriones para siempre. ¿Por qué deberías seguir viviendo?

—Suri —dijo Aquiles—. ¿Estás dormido?

Suriyawong desenvainó su largo cuchillo de su funda.

—Eso no es lo que hace falta aquí—dijo Aquiles—. Él tiene una pistola.

—Quédate quieto, Aquiles —dijo Bean—. Acéptalo como un hombre. Además, si fallo, podrías sobrevivir y pasarte el resto de tus días como un cascarón con el cerebro dañado. Queremos que esto sea limpio, directo y final, ¿no?

Aquiles sacó otro frasquito de sus bolsillos.

—Éste es de verdad, Bean —extendió la mano, ofreciéndolo—. Mataste a uno, pero todavía quedan los otros cuatro.

Bean se lo arrancó de la mano de un golpe. El frasquito se rompió al golpear el suelo.

—¡Son tus hijos los que estás matando! —chilló Aquiles.

—Te conozco —dijo Bean—. Sé que nunca me prometerías algo que pudieras cumplir.

—¡Suriyawong! —gritó Aquiles—. ¡Dispárale!

—Señor —dijo Suriyawong.

Era el primer sonido que emitía desde que Bean atravesó la verja.

Suriyawong se arrodilló, dejó el cuchillo sobre el liso suelo, y lo deslizó hacia Aquiles, hasta que descansó a sus pies.

—¿Qué se supone que es esto? —exigió Aquiles.

—El préstamo de un cuchillo —dijo Suriyawong.

—¡Pero él tiene una pistola! —chilló Aquiles.

—Espero que resuelvas tus problemas sin que muera ninguno de mis hombres

—dijo Suriyawong.

—¡Dispárale! —chilló Aquiles—. Creía que eras mi amigo.

—Te lo dije desde el principio. Yo sirvo al Hegemón. Y con esto, Suriyawong le dio la espalda a Aquiles. Lo mismo hicieron todos los otros soldados.

Ahora Bean comprendió por qué Suriyawong había trabajado tan duramente para conseguir ganar la confianza de Aquiles: para que en este momento de crisis, Suri estuviera en situación de traicionarlo.

Aquiles se rió, nervioso.

—Vamos, Bean. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

Había retrocedido hasta la pared. Intentó apoyarse contra ella. Pero las piernas

le temblaban y empezó a deslizarse hacia abajo.

—Te conozco, Bean. No puedes matar a un hombre a sangre fría, no importa cuánto lo odies. No es propio de ti.

—Sí que lo es.

Apuntó al ojo derecho de Aquiles y apretó el gatillo. El ojo se cerró por el viento de la bala que pasaba entre los párpados y por la aniquilación del ojo en sí. La cabeza se sacudió un poco por la fuerza de la bala al entrar y no salir.

Entonces Aquiles se desplomó y quedó tendido en el suelo. Muerto.

No recuperó a Poke, ni a sor Carlotta, ni a ninguna de las otras personas que él mató. No devolvió a las naciones del mundo a la situación en que estaban antes de que Aquiles empezara a convertirlas en sus piezas de rompecabezas, derribándolas y levantándolas a capricho. No puso fin a las guerras que Aquiles había empezado. No hizo que Bean se sintiera mejor. No había alegría en la venganza, ni tampoco en la justicia.

Pero una cosa era segura: Aquiles no volvería a matar.

Era todo lo que Bean podía pedirle a un pequeño calibre 22.