Chapter 161 - 8 Objetivos

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Sobre: Gracias por su ayuda Querido benefactor anónimo:

Puede que haya estado en la cárcel, pero no estaba escondido bajo una roca.

Sé quién es usted, y lo que ha hecho. Así que cuando se ofreció a ayudarme a continuar la investigación que quedó interrumpida por mi condena a cadena perpetua, y dio a entender que era responsable de haber reducido mis cargos y conseguido conmutar mi sentencia, he de sospechar de un motivo ulterior.

Creo que planea utilizar mi supuesto encuentro con esas supuestas personas como medio para matarlos. Más o menos como Herodes hizo con los Reyes Magos cuando les pidió que le dijeran dónde estaba el rey recién nacido, para poder ir y adorarlo también.

De: Humilde%Ayudante@HomeAddress.com [¡No te vayas a SOLO! CorazonesSolitarios]

Para: Betterman%CroMagnon@HomeAddress.com [¡Tu ADS se ve!

¡Correo electrónico GRATIS!] Sobre: Me ha juzgado mal

Querido doctor:

Me ha juzgado mal. No tengo interés ninguno en la muerte de nadie. Quiero que los ayude a crear más bebés que no tengan ninguno de los dones ni los problemas del padre. Hágales una docena.

Por cierto, si obtiene algún embrión que contenga los dones del padre, no los destruya, por favor. Manténgalos a salvo y bien cuidados. Para mí. Hay personas a quienes les gustaría mucho cultivar un jardincillo lleno de habichuelas.

John Paul Wiggin había advertido hacía unos años que todo esto de los niños no era para tanto. Supuestamente en algún lugar había algo parecido a un niño normal, pero ninguno de ellos se había acercado jamás a su casa.

No es que no amara a los niños. Lo hacía. Más de lo que ellos sabían; más, sospechaba, de lo que sabía él mismo. Después de todo, nunca sabes cuánto amas a nadie hasta que llega la verdadera prueba. ¿Morirías por esta persona? ¿Te arrojarías sobre la granada, te plantarías delante del coche a toda velocidad, mantendrías un secreto bajo tortura, para salvarle la vida? La mayoría de la gente nunca sabrá la respuesta a esa pregunta. E incluso aquellos que la saben no están seguros de si fue amor o sentido del deber o autorespeto o condicionamiento cultural o cualquier otra posible explicación.

John Paul Wiggin amaba a sus hijos. Pero o bien no tenía suficiente de ellos, o tenía demasiado. Si hubiera tenido más, entonces perder a dos de ellos en un lejano planeta colonial del que nunca podrían regresar mientras viviera no habría sido tan malo, porque todavía quedarían varios en casa para que disfrutara, para ayudarlos, admirarlos como quieren los padres admirar a sus hijos.

Y si hubiera habido uno menos. Si el gobierno no les hubiera exigido un tercer hijo. Si Andrew no hubiera nacido nunca, si nunca hubiera sido aceptado en el programa para el que rechazaron a Peter entonces tal vez la ambición patológica de Peter se habría mantenido dentro de límites normales. Tal vez su envidia y resenti- miento, su necesidad de demostrar que era digno, no habrían manchado su vida, oscureciendo incluso momentos brillantes.

Naturalmente, si Andrew no hubiera nacido, el mundo estaría ahora cubierto de nidos fórmicos, y la especie humana no sería más que un puñado de bandas harapientas sobreviviendo en entornos hostiles como la Tierra del Fuego, Groenlandia o la Luna.

No fue tampoco la solicitud del gobierno. Era un hecho poco conocido, pero Andrew casi con toda certeza había sido concebido antes de que llegara la orden. John Paul Wiggin no era tan buen católico hasta que advirtió que las leyes de control de población le prohibían serlo. Entonces, porque era un polaco testarudo o un re- belde norteamericano o simplemente porque era esa peculiar mezcla de genes y memoria llamada John Paul Wiggin, no hubo nada más importante para él que ser un buen católico, sobre todo cuando se trataba de desobedecer las leyes de población.

Fue la base de su matrimonio con Theresa. Ella no era católica (lo cual demostraba que John Paul no era tan estricto en lo referente a obedecer todas las reglas), pero procedía de una tradición de familia numerosa y estuvo de acuerdo con él antes de casarse en que tendrían más de dos hijos, no importaba lo que fuera a costarles.

Al final, no les costó nada. No hubo pérdida de empleos. Ni pérdida de prestigio. De hecho, acabaron siendo honrados como los padres del salvador de la especie humana.

Sólo que nunca llegarían a ver a Valentine o Andrew casarse, nunca verían a sus hijos. Probablemente no vivirían lo suficiente para saber que habían llegado a su mundo colonial.

Y ahora eran meras rémoras atadas a la vida del hijo que menos les gustaba. Aunque para decir la verdad, a John Paul no le disgustaba tanto Peter como a su madre. Peter no le molestaba tanto como irritaba a Theresa. Tal vez porque John Paul era un buen contrapeso para Peter: podía serle útil. Mientras que Peter se enzarzaba

en cien cosas al mismo tiempo, haciendo juegos malabares con todos sus proyectos y realizándolos a la perfección, John Paul era un hombre que tenía que puntuar cada I, poner el palito a cada T. Por eso, sin decirle exactamente a nadie cuál era su trabajo, John Paul vigilaba de cerca todo lo que hacía Peter y se encargaba de las cosas para que fueran hechas. Mientras que Peter asumía que sus subordinados comprendían sus propósitos y actuaban, John Paul sabía que lo malinterpretarían todo, y se lo dejaba mascadito, y los seguía con atención para asegurarse de que todo se hacía bien.

Por supuesto, para poder hacer esto John Paul tenía que fingir que actuaba a las órdenes de Peter. Por fortuna, las personas a las que controlaba no tenían motivos para acudir a Peter y explicar las tonterías que habían estado haciendo antes de que apareciera John Paul con sus preguntas, sus comprobaciones, sus alegres charlas que no eran del todo amistosas y admitir que acaban siendo indicaciones.

¿Pero qué podría hacer John Paul cuando el proyecto de Peter avanzaba de manera tan profundamente peligrosa y, sí, estúpida que lo último que quería era ayudarlo?

La posición de John Paul en esta pequeña comunidad de hegemoníacos no le permitía obstruir el trabajo de Peter. Era un facilitador, no un burócrata: cortaba la cinta roja, no la tejía como una tela de araña.

En el pasado, lo más que podía hacer Peter para obstruir las cosas era no hacer nada. Sin él allí empujando, corriendo, las cosas perdían el ritmo, y a menudo un proyecto moría sin su ayuda.

Pero con Aquiles no había posibilidad ninguna. La Bestia, como lo llamaban Theresa y John Paul, era tan metódico como Peter falto de método. Parecía no dejar nada al azar. Y si John Paul lo dejaba en paz, conseguiría todo lo que quisiera.

—Peter, no estás en posición para ver lo que está haciendo —le dijo John Paul.

—Padre, sé lo que estoy haciendo.

—Tiene tiempo para todo el mundo. Es amigo de cada empleado, cada conserje, cada secretario, cada burócrata. Con la gente que tú pasas de largo sin verlas, él se sienta y charla, hace que se sientan importantes.

—Sí, es encantador, de acuerdo.

—Peter...

—Esto no es un concurso de popularidad, padre.

—No, es un concurso de lealtad. Consigues exactamente lo que la gente que te sirve decide que consigas, y nada más. Ellos son poder, esos funcionarios a tus órdenes, y él te está robando su lealtad.

—Superficialmente, tal vez —dijo Peter.

—Para la mayoría de la gente, lo superficial es todo lo que hay.

Actúan con los sentimientos del momento. Aquiles les gusta más que tú.

—Siempre hay alguien que les gusta más —dijo Peter con una sonrisita perversa.

John Paul se abstuvo de replicar con una sola palabra, porque aquello demolería a Peter. La palabra habría sido «sí».

—Peter—dijo John Paul—, cuando la Bestia se marche de aquí ¿quién sabe a cuánta gente dejará atrás que lo aprecie tanto como para darle de vez en cuando un poco de información chismosa? ¿O un documento secreto?

—Padre, aprecio tu preocupación. Y, una vez más, sólo puedo decirte que tengo las cosas bajo control.

—Pareces pensar que todo aquello que no sabes es porque no merece la pena de ser sabido —dijo John Paul, no por primera vez.

—Y tú pareces pensar que todo lo que estoy haciendo no se está haciendo lo bastante bien —dijo Peter por enésima vez también.

Así eran siempre las discusiones. John Paul no presionaba más: sabía que si era demasiado molesto, si Peter se sentía demasiado oprimido por tener a sus padres cerca, los apartaría de cualquier posición de influencia.

Eso sería insoportable. Significaría perder al último de sus hijos.

—La verdad es que deberíamos tener otro hijo o dos —dijo Theresa un día—. Todavía soy joven, y siempre quisimos tener más de los tres hijos que nos concedió el gobierno.

—No es probable —dijo John Paul.

—¿Por qué no? ¿No sigues siendo un buen católico, o eso sólo servía mientras ser católico significaba ser rebelde?

A John Paul no le gustaron las implicaciones de aquello, sobre todo porque podrían contener parte de verdad.

—No, Theresa, querida. No podemos tener más hijos porque nunca nos permitirían conservarlos.

—¿Quién? Al gobierno ya no le importa cuántos hijos tengamos. Todos serán futuros contribuyentes o fabricantes de bebés o carne de cañón.

—Somos los padres de Ender Wiggin, de Demóstenes, de Locke. Tener otro niño sería una noticia internacional. Es algo que temía incluso antes de que los compañeros de batalla de Andrew fueran secuestrados, pero después ya no hubo duda.

—¿De verdad crees que la gente asumiría que porque nuestros tres primeros hijos fueron tan...?

—Querida —dijo John Paul, sabiendo que ella odiaba que la llamara así porque no podía evitar el sarcasmo del término—, nos robarían a los bebés de la cuna, así de rápido. Serían unos objetivos seguros desde el momento de su concepción, esperando a que alguien viniera para convertirlos en marionetas de un régimen u otro. Y aunque pudiéramos protegerlos, cada momento de sus vidas sería deformado por la prensa de la curiosidad pública. Si pensamos que Peter se fastidió por estar a la sombra de Andrew, piensa en lo que sería para ellos.

—Podría resultarles más fácil —dijo Theresa—. Nunca recordarían no haber estado a la sombra de sus hermanos.

—Eso sólo lo empeoraría. No tendrán ni idea de quiénes son, aparte de ser hermanos de alguien.

—Era sólo una idea.

—Ojalá pudiéramos hacerlo —dijo John Paul. Era fácil ser generoso después de que ella hubiera cedido.

—Es que... echo de menos tener niños cerca.

—Y yo. Y si pensara que pudieran ser niños...

—Ninguno de nuestros hijos fue jamás un niño —dijo Theresa tristemente—.

Ninguno fue realmente libre.

John Paul se echó a reír.

—Los únicos que creen que los niños son libres y carecen de preocupaciones son aquellos que han olvidado su propia infancia.

Theresa lo pensó por un instante y luego se rió.

—Tienes razón. Todo es el cielo en la tierra o el fin del mundo.

Esa conversación había tenido lugar en Greensboro, después de que Peter hiciera pública su identidad y antes de que le concediera el título casi hueco de Hegemón. Raramente volvían a mencionarla.

Pero la idea parecía más atractiva ahora. Había días en que John Paul quería llegar a casa, acunar a Theresa entre sus brazos y decir:

—Querida —y no habría ni el más leve tono sarcástico—, tengo los billetes para el espacio. Vamos a unirnos a una colonia. Vamos a dejar este mundo y todas sus preocupaciones detrás, y engendraremos nuevos hijos en el espacio, donde no puedan salvar el mundo ni apoderarse de él.

Entonces Theresa intentó entrar en la habitación de Aquiles y John Paul sinceramente se preguntó si la tensión bajo la que se hallaba su esposa había afectado sus procesos mentales.

Precisamente porque estaba tan preocupado por lo que ella hizo, no discutió el tema durante un par de días, esperando a ver si ella lo mencionaba.

No lo hizo. Pero en realidad él no esperaba que lo hiciera.

Cuando juzgó que el primer sonrojo avergonzado había pasado y que ella podría discutir del asunto sin tratar de protegerse, abordó el tema una noche, a los postres.

—Así que quieres ser criada —dijo él.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en mencionarlo —dijo Theresa con una sonrisa.

—Y yo me preguntaba cuánto tardarías tú —respondió John Paul, con una sonrisa tan cargada de ironía como la de ella.

—Ahora nunca lo sabrás.

—Creo que planeabas matarlo. Theresa se echó a reír.

—Oh, desde luego, estaba cumpliendo órdenes de mi controlador.

—Eso supuse.

—Estaba bromeando —dijo Theresa de inmediato.

—Yo no. ¿Fue algo que dijo Graff? ¿O sólo una novela de espías?

—No leo novelas de espías.

—Losé.

—No fue una misión—dijo Theresa—. Pero sí, él me hizo pensar. Lo mejor para todos sería que la Bestia no saliera de Brasil con vida.

—La verdad es que yo no lo veo así.

—¿Por qué no? No creerás que tiene ningún valor para el mundo.

—Hizo que todo el mundo saliera de su escondite, ¿no? —dijo John Paul—.

Todo el mundo mostró sus verdaderas intenciones.

—No todo el mundo. Todavía no.

—Las cosas están en el aire. El mundo está dividido en campos Las ambiciones están expuestas. Los traidores están revelados.

—Entonces el trabajo está hecho —dijo Theresa—, y Aquiles ya no tiene ninguna utilidad.

—Nunca creí que fueras una asesina.

—No lo soy.

—Pero tenías un plan, ¿no?

—Estaba probando a ver si era posible forjar uno... si podía entrar en su habitación. La respuesta fue no.

—Ah. Entonces el objetivo sigue siendo el mismo. Sólo ha cambiado el método.

—Probablemente no lo haré.

—Me pregunto cuántos asesinos se habrán dicho eso a sí mismos... justo hasta el momento en que disparaban el gatillo o clavaban el cuchillo o servían los dátiles

envenenados.

—Puedes dejar de burlarte de mí—dijo Theresa—. No me importa la política ni las repercusiones. Si matar a la Bestia le costara a Peter la Hegemonía, no me importaría. No voy a quedarme cruzada de brazos viendo cómo la Bestia devora a mi hijo.

—Pero hay un modo mejor —dijo John Paul.

—¿Además de matarlo?

—Apartarlo del lugar donde pueda matar a Peter. Ése es nuestro objetivo real,

¿verdad? No salvar al mundo de la Bestia, sino salvar a Peter. Si matamos a Aquiles...

—No recuerdo haberte invitado a mi maligna conspiración.

—Entonces sí, la Bestia habrá muerto, pero también la credibilidad de Peter como Hegemón. Quedará manchado para siempre como Macbeth.

—Lo sé, lo sé.

—Lo que necesitamos es manchar a la Bestia, no a Peter.

—Matar es más definitivo.

—Matar crea mártires, leyendas, víctimas. Al final acabas con un santo Tomás Becket. Con peregrinos a Canterbury.

—Entonces ¿cuál es tu plan mejor?

—Conseguiremos que la Bestia intente matarnos a nosotros. Theresa lo miró, aturdida.

—No dejaremos que tenga éxito —dijo John Paul.

—Y yo que pensaba que Peter era al que le gustaba caminar por la cuerda floja. Santo cielo, Johnny P., acabas de explicarme de dónde viene su locura. ¿Cómo demonios puedes conseguir que alguien intente matarte de una forma tan pública que se descubra... y al mismo tiempo estar tan absolutamente seguro de que fracase?

—No le dejaremos disparar la bala —dijo John Paul, un poco impaciente—. Lo único que haremos será recopilar pruebas de que está preparando el atentado. Peter no tendrá más remedio que enviarlo lejos... y entonces nos aseguraremos de que la gente sepa por qué. Puede que yo moleste un poco a la gente, pero tú les caes bien. No les gustará la Bestia después de saber que ha intentado hacerle daño a su «Dóce Theresa».

—Pero tú no le gustas a nadie —dijo Theresa—. ¿Y si va a por ti primero?

—Ya se verá.

—¿Y cómo sabremos qué está planeando él?

—Porque he puesto programas de lectura de teclado en todos los ordenadores del sistema y todo el software para analizar sus acciones y estar informado de todo lo que hace. No hay manera de que pueda crear un plan sin enviar un e-mail a alguien sobre ello.

—Puedo pensar centenares de formas, una de las cuales es... que lo hace sin decírselo a nadie.

—Tendrá que mirar entonces nuestros horarios, ¿no? O algo. , Algo que levantará sospechas. Algo que yo pueda mostrarle a Peter y obligarle a deshacerse del muchacho.

—Así que la forma de abatir a la Bestia es pintar grandes blancos en nuestras frentes —dijo Theresa.

—¿No es un plan maravilloso? —dijo John Paul, riéndose ante el absurdo de todo aquello—. Pero no se me ocurre nada mejor. Y no es tan malo como el tuyo. ¿De verdad crees que podrías matar a alguien?

—La madre oso protege a los oseznos —dijo Theresa.

—¿Estás conmigo? ¿Me prometes que no le echarás un laxante letal en la sopa?

—Veré cuál es tu plan, cuando hayas elaborado algo que parezca que pueda tener éxito.

—Expulsaremos a la Bestia de aquí —dijo John Paul—. De un modo u otro.

Ése fue el plan... aunque John Paul sabía que no era un plan en absoluto, porque Theresa no había llegado a prometerle que renunciaría a su empeño de convertirse en asesina a hurtadillas.

El problema era que cuando accedía a los programas que monitorizaban el uso que Aquiles hacía del ordenador, el informe decía: «No se ha usado el ordenador.»

Eso era absurdo. John Paul sabía que el muchacho había utilizado el ordenador porque él mismo había recibido unos cuantos mensajes: solicitudes inocentes, pero llevaban en la pantalla el nombre que Peter le había dado a la Bestia. Pero no podía hablar con nadie para que le ayudara a descubrir por qué sus programas espía no estaban captando las conexiones de Aquiles y leyendo sus teclados. La voz se correría, y entonces John Paul no parecería una víctima tan inocente cuando el plan de Aquiles (fuera cual fuese) saliera a la luz. Ni siquiera cuando vio a Aquiles con sus propios ojos, conectándose y tecleando un mensaje, el informe de esa noche (que afirmaba que el monitor de teclado estaba funcionando en todas las máquinas) mostró actividad alguna por parte de Aquiles.

John Paul pensó en esto durante largo rato, tratando de imaginar cómo había esquivado Aquiles su software sin conectarse al menos una vez.

Hasta que por fin se le ocurrió hacerle a su software una pregunta distinta.

«Dame la lista de todas las conexiones desde ese ordenador de hoy», tecleó.

Tras unos instantes, llegó el informe: «Ninguna conexión.» Ninguna conexión en ninguno de los ordenadores cercanos. Ninguna conexión en ninguno de los ordenadores lejanos. Ninguna conexión, aparentemente, en todo el sistema informático de la Hegemonía.

Y como la gente se conectaba constantemente, incluyendo el propio John Paul, este resultado era imposible.

Encontró a Peter reunido con Ferreira, el experto en ordenado-brasileño que estaba a cargo de la segundad del sistema.

—Lamento interrumpir —dijo—, pero me alegro de encontraros a los dos juntos. Peter se irritó, pero respondió con bastante amabilidad.

—Adelante.

John Paul trató de pensar en una explicación benigna a su intento de montar una operación espía en la red informática de la Hegemonía, pero no pudo. Así que dijo la verdad, que estaba intentando espiar a Aquiles... pero no dijo nada de lo que pretendía hacer con la información.

Para cuando terminó, Peter y Ferreira se estaban riendo. Amarga e irónicamente, pero riéndose.

—¿Dónde está la gracia?

—Padre —dijo Peter—, ¿no se te ha ocurrido pensar que nosotros teníamos software en el sistema haciendo exactamente el mismo trabajo?

—¿Qué software ha utilizado usted? —preguntó Ferreira. John Paul se lo dijo y Ferreira suspiró.

—Normalmente mi software lo habría detectado y borrado —dijo—. Pero su padre tiene acceso muy privilegiado a la red. Tan privilegiado que mi programa espía

tuvo que dejarlo pasar.

—¿Pero no se lo dijo su software al menos? —preguntó Peter, molesto.

—El suyo implica interrupciones, el mío es nativo del sistema operativo —dijo Ferreira—. Cuando su programa espía pasa la barrera inicial y reside en el sistema, no hay nada de que informar. Ambos programas hacen el mismo trabajo, pero en momentos distintos del ciclo de la máquina. Leen la presión de las teclas y pasan la información al sistema operativo, que a su vez la pasa al programa. También la pasan a su propio archivo de teclado. Pero ambos teclados despejan la zona para que el teclado no sea leído dos veces. Peter y John Paul hicieron el mismo gesto, llevándose las manos a la frente y cubriéndose los ojos. Comprendieron de inmediato) por supuesto.

Los golpes de teclado eran detectados y procesados por el programa espía de Ferreira y por el de John Paul... pero nunca por ambos. Así que ambos archivos no mostrarían más que letras al azar ninguna de las cuales implicaría nada significativo. Ninguno parecería una conexión, aunque hubiera conexiones en todo el sistema todo el tiempo.

—¿Podemos combinar los archivos? —preguntó John Paul— Tenemos todos los golpes de teclado, después de todo.

—También tenemos el alfabeto —dijo Ferreira—, y si encontramos el orden adecuado, esas letras indicarán todo lo que se ha escrito.

—No es tan malo entonces —dijo Peter—. Las letras están en orden. No debería ser tan difícil unirlas de un modo que tenga sentido.

—Pero tendríamos que unirlas todas para encontrar las conexiones de Aquiles.

—Escribe un programa —dijo Peter—. Un programa que encuentre todo lo que pudiera ser una conexión suya, y luego podrás trabajar en el material que siga inmediatamente esas posibilidades.

—Que escriba un programa —murmuró Ferreira.

—O lo haré yo —dijo Peter—. No tengo nada más que hacer.

Ese sarcasmo no hace que la gente te ame, Peter, dijo John Paul en silencio. Una vez más, no hubo ninguna posibilidad, siendo como eran los padres de

Peter, de que el sarcasmo no acudiera rápidamente a sus labios.

—Lo resolveré —dijo Ferreira.

—Lo siento —dijo John Paul. Ferreira tan sólo suspiró.

—¿No se le pasó por la cabeza que hubiéramos colocado ya un software para hacer el mismo trabajo?

—¿Se refiere a un programa espía que me informara regularmente a mí de lo que estaba escribiendo Aquiles? —preguntó John Paul. Oops. Peter no es el único sarcástico. Pero claro, yo no estoy intentando unir al mundo.

—No hay ningún motivo para que lo sepas —dijo Peter. Hora de morder la bala.

—Creo que Aquiles planea matar a tu madre.

—Papá —dijo Peter, impaciente—. Ni siquiera la conoce.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que no se haya enterado de que ella intentó entrar en su habitación?

—Pero... ¿matarla?—preguntó Ferreira.

—Aquiles no hace las cosas a medias —dijo John Paul—. Y nadie es más leal a Peter que ella.

—¿Ni siquiera tú, papá? —preguntó Peter dulcemente.

—Ella no ve tus defectos. Sus instintos maternales la ciegan.

—Pero tú no tienes ese handicap.

—Ni soy tu madre.

—Mi programa espía lo habría captado de todas formas —dijo Ferreira—. Yo soy el único responsable. El sistema no tendría que haber tenido ese tipo de puerta trasera.

—Los sistemas siempre los tienen —dijo John Paul.

Después de que Ferreira se marchara, Peter dijo unas cuantas palabras en tono muy frío.

—Sé cómo mantener a mamá completamente a salvo. Llévatela de aquí. Id a un mundo colonial. Id a alguna parte y haced algo, pero dejad de intentar protegerme.

—¿Protegerte?

—¿Crees que soy tan estúpido que voy a creerme toda esa chorrada de que Aquiles quiere matar a mamá?

—Ah. Tú eres la única persona aquí que merece la pena matar.

—Soy la única persona cuya muerte apartaría un obstáculo importante en el camino de Aquiles.

John Paul tan sólo pudo menear la cabeza.

—¿Quién más, entonces? —exigió Peter.

—Nadie más, Peter —dijo John Paul—. Ni un alma. Todo el mundo está a salvo porque, después de todo, Aquiles ha demostrado que es un chico perfectamente racional que nunca, nunca mataría a nadie sin un propósito perfectamente racional a la vista.

—Bueno, sí, por supuesto, es un psicótico —dijo Peter—. No he dicho que no lo

sea.

—Tantos psicóticos, tantos fármacos realmente efectivos —dijo John Paul

mientras salía de la habitación.

Esa noche, cuando se lo contó a Theresa, ella gruñó.

—Así que está confiado.

—Sí. Lo resolveremos pronto —dijo John Paul.

—No, Johnny P. No estamos seguros de que vaya a ser pronto. Por lo que sabemos, ya es demasiado tarde.