Chereads / Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 140 - LA SOMBRA DEL HEGEMON .-12.-Islamabad

Chapter 140 - LA SOMBRA DEL HEGEMON .-12.-Islamabad

A: GuillaumeLeBon%Égalité@Haití.gov

De: Locke%Erasmus@polnet.gov

Asunto: Términos de consulta

Señor LeBon, comprendo lo difícil que le ha resultado ponerse en contacto conmigo. Creo que podría ofrecerle puntos de vista y consejos dignos, y más concretamente, creo que está usted decidido a actuar con valor en beneficio del pueblo que gobierna. Por tanto, cualquier sugerencia que yo haga tendría una excelente oportunidad de ser llevada a la práctica.

No obstante, los términos que usted me propone son inaceptables. No iré a Haití amparado en la oscuridad de la noche o disfrazado de turista o estudiante para que nadie descubra que está usted asesorado por un adolescente estadounidense.

Sigo siendo autor de todas y cada una de las palabras escritas por Locke, y es como esa figura mundialmente conocida, cuyo nombre aparece en las propuestas que pusieron fin a la Guerra de las ligas, como acudiré abiertamente a ofrecerle mis servicios. Si mi anterior reputación no bastara para que me invite sin subterfugios , entonces el hecho de que soy hermano de Ender Wiggin, sobre cuyos hombros ha recaído tan recientemente el destino de la humanidad, debería sentar un precedente que pueda seguir sin temor. Por no mencionar la presencia de los niños de la Escuela de Batalla en casi todos los cuarteles militares de la Tierra. La suma que usted ofrece es principesca, pero nunca será pagada, pues no acudiré en los términos que usted sugiere, y si me invita abiertamente, no pienso aceptar ninguna paga ni siquiera para mis gastos mientras esté en su país. Como extranjero, no podré igualar el profundo amor que usted siente por Haití, pero me preocupa mucho que todas las naciones y pueblos de la Tierra compartan la prosperidad y la libertad que les corresponde por derecho, y no aceptaré ningún sueldo por contribuir a esa causa.

Al traerme abiertamente, reduce usted su riesgo personal, pues si mis sugerencias no reciben el favor de sus compatriotas, podrá echarme la culpa. Y el riesgo personal que yo corro al acudir abiertamente es mucho mayor, pues si el mundo juzga que mis propuestas no son buenas o si, al ponerlas en práctica, descubre usted que resultan inviables, habré de soportar públicamente el descrédito. Hablo con sinceridad, porque son realidades que ambos debemos aceptar: tal es mi confianza de que mis sugerencias serán excelentes y que usted podrá llevarlas a la práctica de manera efectiva. Cuando hayamos acabado nuestro trabajo, puede hacer de Cincinato y retirarse a su granja, y yo haré de Solón y dejaré las tierras de Haití, confiados ambos en haber dado a su pueblo una oportunidad justa de ocupar su lugar en el mundo.

Sinceramente,

Peter Wiggin

Petra no olvidó ni por un solo instante que era una cautiva y esclava. Pero, como la mayoría de los cautivos, como la mayoría de los esclavos, con el paso de los días se acostumbró a su reclusión y encontró formas de ser ella misma dentro de las estrictas fronteras que la rodeaban.

La vigilaban en todo momento y su consola estaba siempre controlada, de manera que no podía enviar mensajes al exterior. No podría repetir su mensaje a Bean. Y aunque advertía que alguien (¿podría ser Bean, que después de todo no había muerto?) intentaba ponerse en contacto con ella, dejándole mensajes en todos los foros militares, históricos y geográficos que hablaban de mujeres que eran rehenes de algún guerrero, no dejó que eso la inquietara. No podía responder, así que no perdería el tiempo intentándolo.

Al cabo del tiempo el trabajo que se veía obligada a realizar se convirtió en un desafío interesante. Cómo organizar una campaña contra Birmania y Tailandia y, más tarde, contra Vietnam, que barriera toda resistencia sin provocar una intervención de China. Enseguida comprendió que el enorme tamaño del ejército indio era su mayor debilidad, pues no sería posible defender las líneas de suministro. Así, al contrario que los otros estrategas que Aquiles estaba empleando (principalmente graduados de la Escuela de Batalla), Petra no se molestó con la logística de una campaña arrasadora. Tarde o temprano las fuerzas indias tendrían que dividirse, a menos que los ejércitos birmano y tailandés se limitaran a ponerse en fila esperando su propia masacre. Así que planeó una campaña impredecible: lanzar asaltos a cargo de pequeñas fuerzas móviles que pudieran subsistir con lo que hallaran sobre la marcha. Las pocas piezas de artillería móvil se adelantarían, recibiendo suministros de gasolina por medio de tanques aéreos.

Sabía que su plan era el único viable, y no sólo por los problemas intrínsecos que resolvía. Cualquier plan que implicara poner a diez millones de soldados tan cerca de la frontera con China provocaría la intervención de este país. Su plan en cambio nunca pondría tantos soldados cerca de China como para que constituyeran una amenaza. Ni tampoco conduciría a una guerra de desgaste que dejara a ambos bandos debilitados y exhaustos. La mayor parte de las fuerzas indias Quedarían en la reserva, dispuestas a golpear allí donde el enemigo fuera más débil.

Aquiles dio copias de su plan a los demás, naturalmente: lo llamaba «cooperación», pero funcionaba como ejercicio de dirección única. Aquiles se había metido a todos los demás en el bolsillo, y ahora estaban ansiosos por complacerlo. Por supuesto, advirtieron que Aquiles deseaba humillar a Petra, y estaban dispuestos a darle lo que quería. Se burlaron del plan como si cualquier idiota pudiera ver que era inútil, aunque sus críticas eran burdas y no se referían a nada concreto. Ella lo soportó, porque era una esclava y porque sabía que tarde o temprano alguno de ellos se daría cuenta de que Aquiles los estaba utilizando. No obstante, sabía que había hecho un trabajo brillante, y sería una deliciosa ironía que el ejército indio (no, para ser sinceros, Aquiles) no usara su plan, y marchara de cabeza a su destrucción.

El hecho de haber elaborado una estrategia efectiva para la expansión india en el Sureste asiático no molestaba a su conciencia. Sabía que nunca se utilizaría. Ni siquiera su estrategia de pequeñas y rápidas fuerzas de asalto cambiaría el hecho de que la India no podía permitirse una guerra en dos frentes. Si la India se comprometía en una guerra en Oriente, Pakistán no dejaría pasar la oportunidad.

Aquiles había elegido el país equivocado para iniciar una guerra. Tikal Chapekar, el primer ministro indio, era un hombre ambicioso que creía en la nobleza de su causa. Era posible que Aquiles le hubiera convencido y anhelara iniciar un intento de «unificar» el Sureste asiático, incluso podría estallar una

guerra. Pero se vendría abajo rápidamente, cuando Pakistán se dispusiera a atacar por el oeste. La

aventura india se evaporaría, como siempre había ocurrido.

Incluso se lo dijo a Aquiles cuando la visitó una mañana después de que sus planes hubieran sido rechazados de plano por sus compañeros estrategas.

—Sigas el plan que sigas, nada funcionará como esperas.

Aquiles cambió de tema. Cuando la visitaba, prefería tratarla como si fueran una pareja de ancianos que recordaban su infancia juntos. ¿Recuerdas esto sobre la Escuela de Batalla? ¿Recuerdas lo otro? Ella deseaba gritarle a la cara que él sólo había estado allí unos pocos días antes de que Bean lo encadenara al conducto de aire y le obligara a confesar sus crímenes. No tenía ningún derecho a sentir nostalgia de la Escuela de Batalla. Lo único que conseguía era envenenar sus recuerdos del lugar, pues ahora, cada vez que se mencionaba esa época, ella sólo quería cambiar de tema, olvidar el asunto por completo.

¿Quién habría imaginado que alguna vez llegaría a considerar la Escuela de Batalla como la época de su vida en que había gozado de mayor libertad y felicidad? Desde luego, no se lo pareció en su momento.

Para ser justos, su cautiverio no resultaba doloroso. Mientras Aquiles estaba en Hyderabard, ella tenía el control de la base, aunque nunca dejaban de vigilarla. Podía ir a la biblioteca e investigar, aunque uno de sus guardias tenía que pulsar la tecla de identificación de su pulgar, verificando que había conectado como ella misma, con todas las restricciones que eso implicaba, antes de que pudiera acceder a las redes. Tenía permiso para correr por el polvoriento terreno que se utilizaba para las maniobras militares, y a veces casi lograba olvidar las otras pisadas que seguían su ritmo. Comía y dormía cuanto quería. Había momentos en que casi olvidaba que no era libre.

Había muchos más momentos en que, sabiendo que no era libre, casi decidía dejar de esperar que su cautiverio terminara alguna vez.

Sin embargo, los mensajes de Bean mantenían viva su esperanza. No podía contestarle, de forma

que dejó de considerarlos auténticas comunicaciones. En cambio, eran algo más profundo que meros intentos por entablar contacto: eran la prueba de que no la olvidaban. Eran la prueba de que Petra Arkanian, una mocosa de la Escuela de Batalla, aún tenía un amigo que la respetaba y se preocupaba lo suficiente por ella para no rendirse. Cada mensaje era un beso fresco sobre su frente febril.

De pronto, Aquiles llegó un día y le anunció que iba a emprender un viaje.

Ella asumió de inmediato que eso significaba que sena confinada en su habitación, encerrada bajo llave y sometida a vigilancia hasta que Aquiles regresara.

—Nada de encierros esta vez —informó Aquiles—. Tú te vienes conmigo.

—¿Así que vamos a algún lugar de la India?

—En cierto sentido, sí. En otro sentido, no.

—No me interesan tus adivinanzas —dijo ella, bostezando—. No pienso ir.

—Oh, no querrás perdértelo. Aunque de todos modos nada de eso importa, porque te necesito y estarás allí.

—¿Qué puedes necesitar de mí?

—Oh, bueno, ya que lo dices, supongo que debería ser más preciso. Necesito que veas lo que sucederá en la reunión.

—¿Por qué? A menos que sea un intento de asesinato y que tenga éxito, no hay nada de lo que hagas que me importe.

—La reunión es en Islamabad.

Petra no pudo contestar a eso. La capital de Pakistán. Era impensable. ¿Qué asuntos podía tener

Aquiles allí? ¿Y por qué llevarla a ella?

Viajaron en avión, y por supuesto ella recordó el otro trayecto que la había traído a la India como prisionera de Aquiles. La puerta abierta... ¿Debería haberlo empujado conmigo y haberlo hecho caer brutalmente a tierra?

Durante el camino Aquiles le mostró la carta que le había enviado a Ghaffar Wahabi, el «primer ministro» de Pakistán. En realidad, era el dictador militar, o la Espada del Islam, según algunos. La carta era una maravilla de manipulación. No obstante, nunca habría llamado la atención en Islamabad si no hubiera venido de Hyderabad, el cuartel general del ejército indio. Aunque la carta de Aquiles no llegaba a expresarlo claramente, en Pakistán se daría por sentado que Aquiles venía como enviado no oficial del gobierno indio.

¿Cuántas veces había aterrizado un avión militar indio en esa base militar cercana a Islamabad?

¿Cuántas veces se había permitido que soldados indios de uniforme pisaran suelo pakistaní... y llevando armas, para colmo? Y todo para llevar a un muchacho belga y a una chiquilla armenia a conversar con el oficial de bajo rango que los pakistaníes decidieran enviarles.

Un pelotón de oficiales pakistaníes, impasibles, los condujo hasta un edificio situado cerca del lugar

donde su avión repostaba. Dentro, en la primera planta, el oficial al mando dijo:

—Su escolta debe permanecer fuera.

—Por supuesto —convino Aquiles—. Pero mi ayudante me acompañará. Debo tener un testigo que me recuerde los detalles por si a mí me falla la memoria.

Los soldados indios permanecieron firmes junto a la pared y Aquiles y Petra entraron en la estancia,

en la que sólo había dos personas. Petra reconoció inmediatamente a una de ellas por las fotos. Con un gesto, el hombre indicó dónde debían sentarse.

Petra se acercó en silencio a su silla, sin apartar los ojos de Ghaffar Wahabi, el primer ministro de

Pakistán. Se sentó junto a Aquiles, un poco por detrás, al igual que el único asesor pakistaní se sentaba a la derecha de Wahabi. No se trataba de ningún oficial de bajo rango. De algún modo, la carta de Aquiles había abierto todas las puertas, hasta la cumbre.

No necesitaron ningún intérprete, pues ambos habían aprendido el Común siendo niños y lo hablaban sin acento. Wahabi se mantuvo escéptico y distante, pero al menos no intentó humillarlos: no los hizo esperar, les indicó él mismo que entraran en la habitación, y no desafió a Aquiles de ninguna forma.

—Te he invitado para que me cuentes lo que tienes que decir —empezó Wahabi—. Adelante, por favor.

Petra deseó con todas sus fuerzas que Aquiles cometiera algún terrible error, que sonriera o tartamudeara y alardeara de su sagacidad.

—Señor, me temo que al principio pueda parecer que pretendo enseñarle historia india a usted, un

erudito en el tema. Gracias a su libro aprendí todo lo que voy a decir.

—Es fácil leer mi libro —dijo Wahabi—. ¿ Qué aprendiste de él que yo no sepa ya?

—El siguiente paso —respondió Aquiles—. El paso tan obvio que me ha asombrado que usted mismo no lo haya dado.

¿Entonces esto es una crítica literaria? —preguntó

Wahabi sonriendo levemente, con lo cual eliminó cualquier indicio de hostilidad.

—Una y otra vez, muestra usted los grandes logros del pueblo indio, y cómo son apartados, engullidos, ignorados, despreciados. La civilización de los hindúes queda reducida al estatus de una pobre segundona de Mesopotamia y Egipto e incluso de China, que llegó después. Los invasores arios trajeron su lenguaje y su religión y los impusieron al pueblo de la India. Los mongoles, los británicos, cada uno con sus capas de creencias e instituciones. Debo decirle que en los círculos superiores del gobierno indio sienten un gran respeto por su libro, sobre todo por la manera imparcial en que trata las religiones traídas por los invasores.

Petra sabía que no eran meros halagos. Para un erudito pakistaní, sobre todo uno con ambiciones políticas, escribir una historia del subcontinente sin alabar la influencia musulmana y condenar la religión hindú como primitiva y destructora era, en efecto, una postura valiente.

Wahabi alzó una mano.

—Cuando escribí el libro lo hice como erudito. Ahora soy la voz del pueblo. Espero que mi libro no te haya llevado a una búsqueda absurda para la reunificación de la India. Pakistán está decidido a mantenerse puro.

—Por favor, no se precipite en las conclusiones —dijo Aquiles—. Estoy de acuerdo con usted en que la reunificación es imposible. De hecho, es un término vacío de significado. Los hindúes y los musulmanes nunca estuvieron unidos excepto bajo un opresor, ¿cómo podrían volver a unirse?

Wahabi asintió y esperó a que Aquiles continuara.

—Lo que vi a través de su estudio —prosiguió Aquí' les— fue un profundo sentido de la grandeza inherente al pueblo indio. Aquí han nacido grandes religiones. Han surgido grandes pensadores que han cambiado el mundo.

Sin embargo, desde hace doscientos años, cuando la gente piensa en las grandes potencias, la India

y Pakistán nunca aparecen en la lista. De hecho, nunca han aparecido. Y esto lo enfurece a usted. Lo entristece.

—Más triste que furioso —dijo Wahabi—, pero claro, soy un anciano, y mi temperamento se ha aplacado con los años.

—China agita sus espadas y el mundo tiembla, pero casi nadie mira a la India. El mundo islámico tiembla cuando Irak, Turquía, Irán o Egipto toman alguna decisión, y sin embargo Pakistán, fuerte

durante toda su historia, nunca recibe el trato de líder. ¿Por qué?

—Si supiera la respuesta —dijo Wahabi—, habría escrito un libro distinto.

—Hay muchas razones en el pasado lejano, pero todas se reducen a una sola. El pueblo indio nunca supo actuar unido.

—De nuevo el lenguaje de la unidad.

—En absoluto. Pakistán no puede ocupar su legítimo lugar de liderazgo del mundo musulmán, porque cada vez que mira al oeste, oye los pesados pasos de la India detrás de él. Y la India no puede ocupar

su legítimo lugar como líder de Oriente, porque la amenaza de Pakistán se alza tras ella.

Petra admiró la destreza con que Aquiles hacía que su elección de pronombres pareciera casual, no calculada: la India, la mujer; Pakistán, el hombre.

—El espíritu de Dios se siente más cómodo en estos dos países que en ningún otro lugar. No es por

accidente que aquí hayan nacido grandes religiones, o hayan encontrado su forma más pura. Pero Pakistán impide que la India sea grande en Oriente, y la India impide que Pakistán sea grande en Occidente.

—Cierto, pero irresoluble —dijo Wahabi.

—No tanto. Déjeme recordarle otro fragmento de historia, que precede sólo unos años a la creación de Pakistán como estado. En Europa, dos grandes naciones se enfrentaban: la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler. Esos dos líderes eran grandes monstruos, pero comprendían que su enemistad los

tenía encadenados el uno al otro. Ninguno podía conseguir nada mientras el otro amenazara con

aprovecharse de la menor apertura.

—¿Comparas la India y Pakistán con Hitler y Stalin?

—En absoluto, porque hasta ahora, la India y Pakistán han mostrado menos sentido y menos autocontrol que ninguno de esos monstruos.

Wahabi se volvió hacia su colaborador.

—Como de costumbre, la India ha encontrado la forma de insultarnos. —El asistente se levantó para ayudarle a ponerse en pie.

—Señor, creía que era usted un hombre sabio —insistió Aquiles—. Aquí no hay nadie que vea su actitud. Nadie para citar lo que he dicho. No tiene nada que perder escuchándome, y sí todo que perder marchándose.

Petra se sorprendió de que Aquiles hablara tan bruscamente. ¿No estaba llevando su política de no

hacer halagos demasiado lejos? Cualquier persona normal habría pedido disculpas por la desafortunada comparación con Hitler y Stalin. No así Aquiles. Bueno, esta vez sin duda había ido demasiado lejos. Si la reunión fracasaba, toda su estrategia se vendría abajo, y la tensión bajo la que se hallaba había conducido a este resbalón.

Wahabi no volvió a sentarse.

—Di lo que tengas que decir, y sé rápido.

—Hitler y Stalin enviaron a sus ministros de asuntos exteriores, Ribbentrop y Molotov, y a pesar de las horribles denuncias que habían hecho el uno contra el otro, firmaron un pacto de no agresión y se repartieron Polonia. Es cierto que un par de años más tarde Hitler anuló ese pacto, lo cual produjo millones de muertos y la caída final de Hitler, pero eso es irrelevante para nuestra situación, porque al contrarío que Hitler y Stalin, Chapekar y usted son hombres de honor... son ustedes indios, y ambos sirven fielmente a Dios.

—Decir que Chapekar y yo servimos a Dios es una blasfemia para uno o para otro, o para ambos —

objetó Wahabi.

—Dios ama esta tierra y ha dado grandeza al pueblo indio —dijo Aquiles, tan apasionadamente que si Petra no lo hubiese conocido bien, habría creído que tenía algún tipo de fe—. ¿Cree usted realmente que es la voluntad de Dios que tanto Pakistán como la India permanezcan a oscuras y débiles, sólo porque el pueblo de la India no ha despertado aún a la voluntad de Alá?

—No me importa lo que los ateos y los locos digan sobre la voluntad de Alá. Bien por ti, pensó Petra.

—Ni a mí —respondió Aquiles—. Pero puedo decirle esto: si Chapekar y usted firman un acuerdo, no de unidad, sino de no agresión, podrían repartirse Asia. Y si tas décadas pasan y reina la paz entre estas

dos grandes naciones indias, ¿no se sentirán entonces los hindúes orgullosos de los musulmanes, y los

musulmanes orgullosos de los hindúes? ¿No será entonces posible que los hindúes oigan las enseñanzas del Corán, no como el libro de su enemigo mortal, sino más bien como el libro de sus hermanos indios, que comparten con la India el liderazgo de Asia? Si no le gusta el ejemplo de Hitler y Stalin, entonces acepte el de Portugal y España, ambiciosos colonizadores que compartían la península Ibérica. Portugal al oeste, era más pequeño y débil, pero fue también el valiente explorador que abrió los mares. España envió a un solo explorador, y era italiano, pero descubrió un mundo nuevo.

Petra vio de nuevo la sutil alabanza que prodigaba Aquiles, sin exponerla abiertamente. Aquiles había relacionado Portugal (la nación más pequeña pero más valiente) con Pakistán, y a la India con la nación que había prevalecido por pura suerte.

—Podrían haberse enzarzado en una guerra para destruirse mutuamente, o para haberse debilitado sin esperanza. En cambio, escucharon al papa, que trazó una línea en la tierra y dio todo el este a Portugal y todo el oeste a España. Dibuje su línea sobre la Tierra, Ghaffar Wahabi. Declare que no iniciará una guerra contra el gran pueblo indio, que aún no ha oído la palabra de Alá, y muestre en cambio al mundo entero el brillante ejemplo de la pureza de Pakistán. Mientras tanto, Tikal Chapekar

unirá el Este asiático bajo el liderazgo indio, que ansían desde hace tiempo. Entonces, el día feliz en que el pueblo hindú oiga el Libro, el Islam se extenderá en un soplido desde Nueva Delhi hasta Hanoi.

Wahabi se sentó lentamente, mientras Aquiles guardaba silencio. Petra supo entonces que su argucia había funcionado.

—Hanoi —dijo Wahabi—. ¿Por qué no Beijing?

—El día en que los musulmanes indios sean guardianes de la ciudad sagrada, los hindúes podrán imaginar que entran en la ciudad prohibida.

Wahabi se echó a reír.

—Eres escandaloso.

—De acuerdo, pero tengo razón en todo. En el hecho de que esto es lo que señalaba su libro. Esto es la conclusión obvia, si la India y Pakistán tuvieran la suerte de contar, al mismo tiempo, con líderes con visión y valor.

—¿Y a ti qué más te da todo esto? —dijo Wahabi.

—Sueño con la paz en la Tierra.

—¿Y por eso animas a Pakistán y a la India a que inicien una guerra?

—Animo a que acuerden no ir a la guerra entre ustedes.

—¿Crees que Irán aceptará pacíficamente el liderazgo de Pakistán? ¿Crees que los turcos nos abrazarán? Tendremos que forjar esa unidad mediante la conquista.

—Pero la forjarán —vaticinó Aquiles—. Y cuando el Islam esté unificado bajo liderazgo indio, ya no será humillado por otras naciones. Una gran nación musulmana, una gran nación hindú, en paz una con otra y demasiado poderosas para que otras naciones se atrevan a atacar. Así es como llega la paz a la

Tierra. Buena voluntad.

—Inshallah —coreó Wahabi—. Pero ahora me toca saber con qué autoridad dices estas cosas. No tienes ningún cargo en la India. ¿Cómo sé que no te han enviado para confundirme mientras los ejércitos indios se preparan para otro ataque sin provocación?

Petra se preguntó si Aquiles habría planeado que Wahabi dijera algo tan precisamente calculado para que se le presentara el momento dramático perfecto, o si fue mera casualidad, pues la única respuesta de Aquiles fue sacar de su portafolios una sola hoja de papel, con una pequeña firma al pie, con tinta azul.

—¿Qué es eso? —preguntó Wahabi.

—Mi autoridad —respondió Aquiles, quien le tendió el papel a Petra. Ella se levantó y lo llevó hasta el centro de la habitación, donde el ayudante de Wahabi lo recogió.

Wahabi lo observó, sacudiendo la cabeza.

—¿Y esto es lo que firmó?

—Hizo más que firmarlo —dijo Aquiles—. Pregunte a su equipo qué está haciendo el ejército indio mientras hablamos.

—¿Se retiran de la frontera?

—Alguien tiene que dar el primer paso. Es la oportunidad que han estado esperando usted y todos sus predecesores: el ejército indio se retira. Podría enviar sus tropas al frente. Podría convertir este gesto de paz en un baño de sangre. O también podría impartir las órdenes para que sus tropas se dirigieran al oeste y al norte. Irán está esperando que le demuestren la pureza del Islam. El califato de Estambul espera que lo liberen del yugo del gobierno secular de Turquía. Detrás de ustedes sólo tendrán a sus hermanos indios, deseándoles lo mejor mientras muestran la grandeza de esta tierra que Dios ha elegido y que por fin está lista para levantarse.

—Ahórrate los discursos —dijo Wahabi—. Comprende que tengo que verificar que esta firma es auténtica y que las tropas indias se desplazan en la dirección que dices.

—Haga lo que tenga que hacer —asintió Aquiles—• Yo regresaré ahora a la India.

—¿Sin esperar mi respuesta?

—En realidad no le he formulado ninguna pregunta —señaló Aquiles—. Tikal Chapekar ha hecho esa pregunta, y es a él a quien debe darle su respuesta. Yo sólo soy el emisario.

Con estas palabras, Aquiles se puso en pie y Petra lo imitó. Aquiles se acercó osadamente a Wahabi y le tendió la mano.

—Espero que me perdone, pero no podría soportar la idea de regresar a la India sin poder decir que

la mano de Ghaffar Wahabi ha tocado la mía.

Wahabi le estrechó la mano.

—Metomentodo extranjero —dijo Wahabi, pero sus ojos chispeaban de buen humor, y Aquiles sonrió

en respuesta.

Petra se preguntó si era posible que el plan hubiera funcionado. Molotov y Ribbentrop habían tenido que negociar durante semanas, en cambio Aquiles lo consiguió en un solo encuentro.

¿Cuáles habían sido las palabras mágicas?

Pero cuando salieron de la habitación, escoltados de nuevo por los cuatro soldados indios que los habían acompañado (sus guardias), Petra advirtió que no se había pronunciado ninguna palabra mágica. Aquiles se había limitado a estudiar a ambos hombres y había reconocido sus ambiciones, sus ansias de

grandeza. Les había dicho lo que más querían oír. Les había dado la paz que habían ansiado en secreto.

Petra no había estado presente en la reunión con Chapekar, donde Aquiles había conseguido la firma de aquel pacto de no agresión y la promesa de retirarse, pero podía imaginársela.

—Usted debe dar el primer paso —debió de decir Aquiles—. Es cierto que los musulmanes podrían aprovecharse y atacar, pero cuenta usted con el mayor ejército del mundo, y gobierna el pueblo más

grande. Deje que ataquen, y absorberá el golpe y luego los hará rodar como si se los llevara al agua de

una presa. Y nadie le criticará por darle una oportunidad a la paz.

Finalmente lo comprendía todo. Los planes que ella había trazado para la invasión de Birmania y Tailandia no eran ninguna tontería y pensaban utilizarlos. Los suyos o los de alguien más. La sangre empezaría a correr. Aquiles tendría su guerra.

No saboteé mis planes, advirtió. Estaba tan segura de que no podrían ser utilizados que no me molesté en incluir debilidades. Es posible que funcionen.

¿Qué he hecho?

De pronto comprendió por qué la había traído Aquiles: quería alardear delante de ella, por supuesto. Por algún motivo, sentía la necesidad de que alguien fuera testigo de sus triunfos. Pero era más que eso. También quería jactarse de hacer lo que ella le había dicho tantas veces que era imposible.

Peor aún, ella deseó que usara su plan, no porque quisiera que Aquiles ganara la guerra, sino porque quería hacérselo pagar a los otros mocosos de la Escuela de Batalla que se habían burlado tan implacablemente de su plan.

Tengo que advertir a Bean. Tengo que avisarlo, para que pueda comunicárselo a los gobiernos de Birmania y Tailandia. He de hacer algo para subvertir mi propio plan de ataque, si no muchas muertes caerán sobre mis hombros.

Miró a Aquiles, que dormitaba en su asiento, ajeno a los kilómetros que recorrían de regreso al lugar donde comenzarían sus guerras de conquista. Ojalá pudiera eliminar sus asesinatos de la ecuación: el resultado sería el de un niño bastante notable. Lo habían retirado de la Escuela de Batalla con la etiqueta de «psicópata», y sin embargo de algún modo había conseguido que no uno, sino tres grandes gobiernos mundiales se plegaran a sus caprichos.

He sido testigo de su triunfo más reciente, y sigo sin comprender del todo cómo lo ha conseguido. Recordó una historia que le contaron en su infancia:

Adán y Eva en el Edén, y la serpiente parlante. Recordaba que en su momento dijo, para consternación de su familia: ¿Qué clase de idiota era Eva para creer a una serpiente? No obstante ahora

lo comprendía, porque había oído la voz de la serpiente y había visto a un hombre sabio y poderoso caer

bajo su hechizo.

Come la fruta y obtendrás el deseo de tu corazón. No es mala, es noble y buena. Serás alabado por ello.

Y es deliciosa.