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Chapter 136 - LA SOMBRA DEL HEGEMON .-9.-Comunión con los muertos

A: Carlotta%ágape@vaticano.net/órdenes/hermanas/ind

De: Locke%erasmus@polnet.gov

Asunto: Una respuesta para su amigo muerto

Si sabe quién soy realmente, y si tiene contacto con cierta persona que se supone muerta, por favor informe a esa persona de que he hecho todo lo posible por cumplir las expectativas. Creo que es posible seguir colaborando, pero no a través de intermediarios. Si no tiene ni idea de lo que estoy hablando, entonces por favor infórmeme también de eso, para que pueda reiniciar mi búsqueda.

Bean regresó a casa y descubrió que sor Carlotta había hecho las maletas.

—¿Día de traslado? —preguntó.

Habían acordado que cualquiera de los dos podía decidir cuándo había llegado finalmente el momento de ponerse en marcha, sin tener que defender la decisión ante el otro.

Era la única forma de asegurar que actuaban siguiendo la pista inconsciente de que alguien los perseguía. No querían pasar los últimos momentos de su vida escuchando decir al otro: «¡Sabía que tendríamos que habernos marchado hace tres días!» «¿Bueno, y por qué no lo dijiste?» «Porque no

tenía ningún motivo concreto.»

—Nos quedan dos horas para tomar el avión.

—Un momento —dijo Bean—. Si usted decide que nos vamos, yo elijo el destino. Así era cómo habían decidido mantener sus movimientos de manera aleatoria. Ella le tendió una copia impresa de un email. Era de Locke.

—Greensboro, Carolina del Norte, en Estados Unidos —señaló.

—Tal vez no esté interpretando bien el mensaje —respondió Bean—, pero no veo ninguna invitación para que lo visitemos.

—No quiere intermediarios. No podemos confiar en que no rastreen su email.

Bean buscó una cerilla y quemó el papel en el fregadero. Luego aplastó las cenizas y las hizo desaparecer por el desagüe.

—¿Qué hay de Petra?

—Todavía sin noticias. Siete de los miembros del grupo de Ender han sido liberados. Los rusos sólo dicen que aún no han descubierto el lugar donde Petra está prisionera.

—Chorradas.

—Lo sé —convino Carlotta—, pero ¿qué podemos hacer si no quieren decírnoslo? Me temo que está muerta Bean. Tienes que darte cuenta de que es la menos probable que puedan utilizar.

Bean lo sabía, pero no lo creía.

—No conoce a Petra —dijo.

—Tú no conoces a Rusia.

—-En todos los países predominan las personas decentes.

—Aquiles basta para desequilibrar toda la situación allá donde vaya. Bean asintió.

—Racionalmente, tengo que estar de acuerdo con usted. Irracionalmente, espero volver a verla algún día.

—Si no te conociera tan bien, podría interpretar eso como un indicio de tu fe en la resurrección. Bean recogió su maleta.

—¿He crecido yo, o es que esto es más pequeño?

—La maleta tiene el mismo tamaño —dijo Carlotta.

—Entonces, creo que estoy creciendo.

—Claro que estás creciendo. Mírate los pantalones.

—Sigo llevando los mismos —dijo Bean.

—A eso me refería: mírate los tobillos.

—Vaya.

Ahora se veía más el tobillo que cuando los había comprado.

Bean nunca había visto crecer a un niño, pero le molestaba que en las semanas transcurridas desde que estaba en Araraquara hubiera crecido al menos cinco centímetros. Si esto era la pubertad, ¿dónde estaban los otros cambios que se suponía que debían de acompañarla?

—Te compraremos ropa nueva en Greensboro —dijo sor Carlotta. Greensboro.

—El pueblo donde vivía Ender.

—Sólo estuvo de visita allí una vez. Su familia se trasladó después de que se marchara a la Escuela de Batalla.

—Ah, sí. Creció en la gran ciudad, como yo. Sor Carlotta soltó una carcajada.

—De eso, nada.

—¿Se refiere a que no tuvo que pelear con otros niños para subsistir?

—Tenía comida de sobra —dijo sor Carlotta—. Y a pesar de ello, mató allí por primera vez.

—No se le olvida, ¿eh?

—Cuando tuviste a Aquiles en tu poder, no lo mataste.

A Bean no le gustaba oír que lo compararan con Ender de esa forma. Sobre todo cuando la comparación dejaba a Ender en desventaja.

—Sor Carlotta, ahora mismo tendríamos muchos menos problemas si lo hubiese matado.

—Mostraste piedad. Le ofreciste la otra mejilla. Le diste la oportunidad de hacer algo digno con su vida.

—Me aseguré de que lo encerraran en una institución mental.

—¿Tan decidido estás a creer en tu propia falta de virtud?

—Sí—dijo Bean—. Prefiero la verdad a las mentiras.

—Ahí lo tienes —replicó sor Carlotta—. Otra virtud más que añadir a mi lista. Bean se rió a su pesar.

—Me alegro de caerle bien —dijo.

—¿Tienes miedo de conocerlo?

—¿A quién?

—Al hermano de Ender.

—No tengo miedo.

—¿Cómo te sientes, entonces?

—Escéptico.

—En ese email se mostraba humilde —observó sor Carlotta—. No estaba seguro de haber llegado a la conclusión correcta.

—Menuda idea: el humilde Hegemón.

—Todavía no es Hegemón.

—Logró que liberaran a siete miembros del grupo de Ender con sólo publicar una columna. Tiene influencia y ambición. El hecho de descubrir ahora que puede ser humilde... bueno, es demasiado.

—Puedes burlarte todo lo que quieras. Salgamos a buscar un taxi.

No había asuntos de última hora que resolver. Lo habían pagado todo en metálico, no debían nada a nadie. Podían marcharse.

Vivían con el dinero de las cuentas que Graff les había dejado preparadas. En la cuenta que Bean utilizaba no había ninguna pista que indicara que pertenecía a Julian Delphiki. Recibía su salario militar,

incluyendo sus bonificaciones de combate y de retiro. La F. I. había concedido a todos los miembros del grupo de Ender abundantes fondos que no podrían tocar hasta que fueran mayores de edad. Los bonos

y la paga acumulada eran sólo para ir tirando durante la infancia. Graff le había asegurado que no se quedaría sin dinero mientras anduviera escondiéndose.

Los fondos de sor Carlotta proced��an del Vaticano. Allí una persona sabía lo que estaba haciendo.

También ella disponía de dinero suficiente para cubrir sus necesidades. Ninguno de los dos tenía el temperamento necesario para aprovecharse de la situación. Gastaban poco, sor Carlotta porque no quería nada más, Bean porque sabía que cualquier tipo de extravagancia o exceso los marcaría en la memoria de la gente. Siempre tenía que parecer un niño que hacía encargos para su abuela, no un héroe de guerra en tamaño reducido que vivía de su propia paga.

Sus pasaportes tampoco causaban ningún problema. Una vez más, Graff se sirvió de sus influencias. Dado el aspecto que tenían (ambos procedían de antepasados mediterráneos) llevaban pasaportes de Cataluña. Carlotta conocía bien Barcelona, y el catalán era el idioma de su infancia. Apenas lo hablaba ahora, pero no importaba: casi nadie lo hacía. Y nadie se sorprendería de que su nieto no supiera hablarlo. Además, ¿a cuántos catalanes encontrarían en sus viajes? ¿Quién intentaría poner a prueba su historia? Si alguien husmeaba demasiado, simplemente se trasladarían a otra ciudad, a otro país.

Aterrizaron en Miami, luego en Atlanta, después en Greensboro. Estaban agotados y esa noche durmieron en el hotel del aeropuerto. Al día siguiente conectaron con las redes e imprimieron guías sobre el sistema de autobuses del condado. Era un sistema bastante moderno, circunvalado y eléctrico, Bean no acababa de entender el mapa.

—¿Por qué no pasa por aquí ninguno de los autobuses? —preguntó.

—Ésos son los barrios de los ricos.

—¿Viven todos juntos en un sitio?

—Se sienten más seguros —asintió Carlotta—. Y al vivir tan cerca unos de otros, hay más posibilidades de que sus hijos se casen con los descendientes de otras familias ricas.

—Pero ¿por qué no quieren autobuses?

—Pueden permitirse vehículos individuales que les proporcionan más libertad para elegir su propio horario y les sirven para demostrar a todo el mundo lo ricos que son.

—Sigue pareciéndome una estupidez —dijo Bean—. Fíjese hasta dónde tienen que llegar los autobuses para no pasar por ahí.

—A los ricos no les gusta que sus calles estén circunvaladas para mantener un sistema de autobuses.

—¿Y qué? —preguntó Bean.

Sor Carlotta se echó a reír.

—Bean, ¿no hay bastante estupidez también en el ejército?

—Pero a la larga, el tipo que gana las batallas llega a tomar las decisiones.

—Bueno, esos ricos o sus antepasados ganaron las batallas económicas. Así que ahora se salen con la suya y pueden tomar decisiones.

—A veces me da la impresión de que no sé nada.

—Has pasado la mitad de tu vida en un tubo en el espacio, y antes viviste en las calles de Rotterdam.

—He vivido en Grecia con mi familia y también en Araraquara. Debería haber deducido todo esto.

—Eso era Grecia, y Brasil. Esto es Estados Unidos.

—¿Así que el dinero manda en Estados Unidos pero no en otros sitios?

—No, Bean, el dinero manda casi en todas partes. Pero culturas distintas tienen formas diferentes de mostrarlo. En Araraquara, por ejemplo, se aseguraban de que las líneas de los tranvías llegaran a los barrios ricos. ¿Por qué? Para que los criados pudieran ir al trabajo. En Estados Unidos, tienen más

miedo de que los criminales se acerquen a ellos para robarles, así que el signo de su posición es

asegurarse de que la única forma de alcanzarlos sea en coche privado o a pie.

—A veces echo de menos la Escuela de Batalla.

—Eso es porque en la Escuela de Batalla tú eras uno de los más ricos en la única moneda que importaba.

Bean reflexionó al respecto. En cuanto los otros advirtieron que, a pesar de su juventud y de su pequeño tamaño, podía superarlos en casi todas las habilidades, eso le otorgó una especie de poder.

Todo el mundo le reconocía. Incluso aquellos que se burlaban de él tuvieron que mostrarle su respeto a regañadientes. Pero...

—No siempre me salí con la mía.

—Graff me contó algunas de las cosas escandalosas que hiciste —dijo Carlotta—. Meterte en los conductos de aire para escuchar conversaciones ajenas. Colarte en el sistema informático.

—A pesar de todo, me pillaron.

—Pero tardaron su tiempo. ¿Y te castigaron? No. ¿Por qué? Porque eras rico.

—El dinero y el talento no son siempre lo mismo.

—Eso es porque puedes heredar el dinero que ganaron tus antepasados —dijo sor Carlotta—. Y todo el mundo reconoce el valor del dinero, mientras que sólo unos pocos grupos selectos saben reconocer el valor del talento.

—¿Dónde vive Peter?

Ella tenía la dirección de todas las familias Wiggin. No había muchas: por lo general el apellido se escribía con una s al final.

—Aunque no creo que eso nos ayude —objetó sor Carlotta—. No vamos a entrevistarnos con él en su casa.

—¿Porqué no?

—Porque no sabemos si sus padres están al corriente de sus actividades. Graff estaba convencido de que no sabían nada. Si dos desconocidos se presentaran de improviso en su casa, empezarían a preguntarse qué está haciendo su hijo en las redes.

—¿Dónde, entonces?

—Es posible que esté en la escuela secundaria, pero dada su inteligencia, seguro que está en la universidad. —Accedía a la información mientras hablaba—. Facultades, facultades, facultades... Hay montones en la ciudad. Las más grandes primero, donde le resulte más fácil pasar desapercibido...

—¿Por qué habría de pasar desapercibido? Nadie sabe quién es.

—Pero no quiere que nadie se dé cuenta de que no estudia nada. Tiene que parecer un chico corriente de su edad. Debería pasar el tiempo libre con sus amigos, o con chicas, o persiguiendo chicas con sus amigos. O con sus amigos, intentando distraerse del hecho de que las chicas no les hacen caso.

—Para ser una monja, sabe usted mucho del tema.

—No nací siendo monja.

—Pero nació siendo chica.

—Y nadie observa mejor las conductas del varón adolescente que la mujer adolescente.

—¿Qué le hace pensar que no se dedica a ese tipo de actividades?

—Ser Locke y Demóstenes es un trabajo a tiempo completo.

—Entonces, ¿por qué supone que está en la universidad?

—Porque si se quedara en casa todo el día, leyendo y escribiendo emails, sus padres se preocuparían.

Bean no entendía qué podía preocupar a unos padres. Sólo conocía a los suyos desde que terminó la guerra, y nunca habían encontrado nada grave que criticarle. O tal vez nunca sintieron que de verdad

fuera hijo suyo. Tampoco criticaban mucho a Nikolai. Pero sí más que a Bean. Simplemente no habían estado juntos el tiempo suficiente para que se sintieran tan cómodos, tan paternales, con su nuevo hijo

Julian.

—Me pregunto cómo les irá a mis padres.

—Si algo fuera mal, ya nos habríamos enterado.

—Lo sé, pero eso no significa que no pueda preocuparme.

Ella no respondió, sino que siguió trabajando en su consola, recuperando nuevas páginas en la pantalla.

—Aquí está —dijo—. Un estudiante no residente. No hay dirección, sólo el correo electrónico y un buzón en el campus.

—¿Y su horario de clases?

—Eso no lo cuelgan en la red. Bean se echó a reír.

—¿Y eso es un problema?

—No, Bean, no entres en su sistema. No se me ocurre una forma mejor de llamar la atención que pisar alguna trampa y disparar a algún topo para que te siga.

—A mí no me sigue ningún topo.

—Nunca se les ve.

—Es sólo una facultad, no una agencia de espionaje.

—A veces la gente que tiene menos que robar son los que más se preocupan por dar la sensación de que tienen grandes tesoros ocultos.

—¿Eso lo ha sacado de la Biblia?

—No, de la observación.

—¿Qué hacemos entonces?

—Tienes la voz demasiado infantil —dijo sor Carlotta—. Yo me encargaré del teléfono.

Consiguió contactar con el responsable de la administración de la universidad.

—Ese chico tan amable me ayudó a cargar todas mis cosas después de que la rueda de mi carrito se rompiera, y si estas llaves son suyas me gustaría devolvérselas ahora mismo, antes de que se preocupe. No, no las enviaré por correo, ¿cómo puede ser eso «ahora mismo»? Si son sus llaves, se alegrará de

que usted me diga dónde están sus clases, y si no son suyas, ¿entonces qué daño puede hacer...? Muy

bien, esperaré.

Sor Carlotta se tumbó en la cama y Bean se rió de ella.

—¿Cómo es posible que una monja mienta tan bien? Ella pulsó el botón de SILENCIO.

—Decir cualquier cosa a un burócrata para que lleve a cabo su trabajo de forma competente no es mentir.

—Pero si hiciera bien su trabajo, no le daría ninguna información sobre Peter.

—Si hiciera bien su trabajo, entendería el sentido de las reglas y comprendería cuándo es necesario hacer una excepción.

—La gente que entiende el sentido de las reglas no se convierte en burócrata —objetó Bean—. Eso es algo que aprendí muy rápido en la Escuela de Batalla.

—Exactamente. Así que tengo que contarle la historia que le ayude a superar su problema. — Bruscamente devolvió su atención al teléfono—. Oh, qué amable. Bien, muchas gracias. Lo veré allí.

Colgó el teléfono y se echó a reír.

—Bueno, después de todo, el secretario le mandó un email. Su consola estaba conectada, admitió que había perdido las llaves, y quiere reunirse con la amable ancianita en el Ñam-Ñam.

—¿Qué es eso? —preguntó Bean.

—No tengo la menor idea, pero por la forma en que lo dijo, supuse que si yo fuera una anciana que vive cerca del campus, lo sabría. —Se internó en el directorio de la ciudad—. Oh, es un restaurante cerca del campus. Bueno, ya está. Vamos a conocer al niño que quiere ser rey.

—Espere un momento. No podemos ir allí directamente.

—¿Porqué no?

—Tenemos que buscar unas llaves.

Sor Carlotta lo miró como si estuviera loco.

—Todo eso de las llaves sólo es una excusa, Bean.

—El de administración sabe que va a ver usted a Peter Wiggin para devolverle unas llaves. ¿Y si por casualidad va a comer al Ñam-Ñam? ¿Y si nos ve con Peter, y nadie da ninguna llave a nadie?

—No tenemos mucho tiempo.

—Muy bien, se me ocurre una idea mejor. Llegue to da apurada y dígale que en la prisa por ir a verlo se olvido de traer las llaves; así tendrá que volver a casa con usted.

—Estás hecho todo un experto, Bean.

—Engañar forma parte de mi naturaleza.

El autobús llegó a tiempo y circuló con rapidez, pues era una hora tranquila, y pronto estuvieron en el campus. Bean era hábil traduciendo mapas en el terreno real, así que los guió hasta el Ñam-Ñam.

El lugar parecía un chiringuito, o más bien intentaba parecer un chiringuito de una época anterior. Sólo que en realidad era un local viejo y mal cuidado, así que era un chiringuito que intentaba parecer un

restaurante bonito decorado para que pareciera un chiringuito. Muy complicado e irónico, decidió Bean,

recordando lo que solía decir su padre sobre un restaurante que había cerca de su casa en Creta: Abandonad todo apetito, los que entréis aquí.

La comida parecía la típica de todas partes, más preocupada por las grasas y los dulces que por el sabor o la nutrición. Pero Bean no tenía manías. Había comidas que le gustaban más que otras, y reconocía la diferencia entre la buena cocina y un bocadillo, pero después de las calles de Rotterdam y

de haber pasado tantos años en el espacio subsistiendo a base de comida liofilizada y procesada,

cualquier cosa que contuviera calorías y nutrientes le valía. Sin embargo, cometió el error de pedir helado. Acababa de llegar de Araraquara, donde el sorbete era memorable, y el estadounidense le pareció demasiado graso, los sabores demasiado dulces.

—Mmm, deliciosa —exclamó Bean.

—Fecha a boquinha, menino —respondió ella—. E nao fala portugués aquí.

—No quería criticar el helado en un idioma que comprendieran.

—¿No te hace más paciente el recuerdo de haber pasado hambre?

—¿Todo tiene que ser una cuestión moral?

—Escribí mi tesina sobre santo Tomás de Aquino y Tillich —dijo sor Carlotta—. Todas las cuestiones son filosóficas.

—En ese caso, todas las respuestas son ininteligibles. —Y tú ni siquiera estás en secundaria. Un joven alto se sentó junto a Bean.

—Lamento haber llegado tarde —dijo—. ¿Tiene usted mis llaves?

— Ay, no sabes cuánto lo siento —respondió sor Carlotta—. He venido hasta aquí y al llegar me he dado cuenta de que me las había dejado en casa. Déjame invitarte a un helado y luego, si quieres, puedes acompañarme a casa a recogerlas.

Bean miró el rostro de Peter de perfil. El parecido con Ender era evidente, pero no lo suficiente para confundirlos.

Así que ése era el chico que había potenciado el alto el fuego que había acabado con la guerra de las

Ligas. El chico que quiere ser Hegemón. Guapo, pero no al estilo de las estrellas de cine... la gente confiaría en él. Bean había estudiado los vids de Hitler y Stalin. La diferencia era palpable: Stalin nunca tuvo que ser elegido; Hitler, sí. Incluso con aquel estúpido bigotito, la mirada de Hitler traslucía la habilidad para ver dentro de la persona, la sensación de que dijese lo que dijera, dondequiera que mirara, estaba hablando al individuo, lo miraba, se preocupaba por él. En cambio Stalin parecía el mentiroso que era. Peter pertenecía definitivamente a la categoría de los carismáticos, como Hitler.

Tal vez era una comparación injusta, pero quienes ansiaban el poder suscitaban esos pensamientos. Y lo peor era ver la forma en que sor Carlotta le seguía la corriente. Cierto, estaba representando un papel, pero cuando le hablaba, cuando aquella mirada se clavaba en ella, se componía un poco, se embobaba. No es que se comportara como una tonta, pero era consciente de su presencia con una intensidad que a Bean no le gustaba. Peter tenía el don del seductor. Peligroso.

—La acompañaré a casa —dijo Peter—. No tengo hambre. ¿Han pagado ya?

—Claro —asintió sor Carlotta—. Por cierto, éste es mi nieto. Delfino.

Peter se volvió a mirar a Bean por primera vez, aunque Bean estaba bastante seguro de que Peter lo había calibrado a conciencia antes de sentarse.

—Qué mono —dijo—. ¿Qué edad tiene? ¿Ya va al colegio?

—Soy pequeño —intervino Bean alegremente—, pero al menos no soy un yelda.

—Todos esos vids de la vida en la Escuela de Batalla —dijo Peter—. Incluso los niños pequeños imitan esa estúpida jerga políglota.

—Vamos, chicos, tenéis que llevaros bien. Insisto en ello. —Sor Carlotta se encaminó a la puerta—. Mi nieto visita este país por primera vez, joven, por eso no entiende los giros estadounidenses.

—Sí que los entiendo —intervino Bean, tratando de parecer un niño petulante, cosa que le resultó

bastante fácil, ya que estaba verdaderamente molesto.

—Habla inglés muy bien, pero le aconsejo que le dé la mano para cruzar la calle: los tranvías del campus pasan a toda velocidad, como si esto fuera Daytona.

Bean puso los ojos en blanco y tuvo que soportar que Carlotta le tomara de la mano para cruzar la calle. Era evidente que Peter pretendía provocarlo, pero ¿por qué? Sin duda no era tan mezquino como

para pensar que humillar a Bean le concedería alguna ventaja. Tal vez le complacía que los demás se

sintieran insignificantes.

Por fin salieron del campus y dieron suficientes vueltas y desvíos para asegurarse de que nadie los seguía.

—Así que eres el gran Julian Delphiki —dijo Peter.

—Y tú eres Locke. Van a proponerte como Hegemón cuando el mandato de Sakata expire. Lástima que sólo seas virtual.

—Estoy pensando en revelarme pronto al público —dijo Peter.

—Ah, por eso la cirugía plástica te dejó tan guapo.

—¿Este viejo rostro? —dijo Peter—. Sólo lo llevo cuando no me importa mi aspecto.

—Chicos —interrumpió sor Carlotta���. ¿Es necesario que os comportéis como chimpancés? Peter se rió sin dar la menor importancia al asunto.

—Vamos, abuela, sólo estábamos jugando. ¿Podemos ir todavía al cine?

—A la cama sin cenar, los dos. Bean ya estaba harto.

—¿Dónde está Petra? —exigió. Peter lo miró como si estuviera loco.

—Yo no la tengo.

—Tienes tus recursos —dijo Bean—. Sabes más de lo que me cuentas.

—Tú también sabes más de lo que admites saber. Creí que íbamos a confiar el uno en el otro, y que luego abriríamos las compuertas de la sabiduría.

—¿Está muerta? —dijo Bean, que no quería desviarse de la conversación. Peter comprobó su reloj.

—En este momento, no lo sé.

Bean dejó de caminar. Disgustado, se volvió hacia sor Carlotta.

—Hemos hecho el viaje en balde —dijo—, y hemos arriesgado nuestras vidas para nada.

—¿Estás seguro?

Bean miró a Peter, que parecía verdaderamente divertido.

—Quiere ser Hegemón, pero no es nada.

Bean se marchó. Había memorizado la ruta, por supuesto, y sabía llegar a la estación de autobuses sin la ayuda de Carlotta. Descubrir la ruta del autobús lo distraería de la amarga decepción de averiguar que Peter era un idiota engreído.

Nadie lo llamó, y desde luego no volvió la vista atrás.

Bean no tomó el autobús que llevaba al hotel, sino el que pasaba más cerca de la escuela a la que probablemente habían asistido Peter y Valentina. Si Ender hubiera crecido en ese lugar, ¿habría ido al colegio en el pueblo en lugar de asistir a una escuela en la ciudad? Toda su vida podría haber transcurrido de forma diferente. Tal vez nunca habría matado, tal vez no se habría enfrentado a ningún matón como Stilson, que emboscó a Ender con su banda y acabó pagándolo con la vida. Y si Ender no hubiera demostrado su brutal eficacia en el combate, su determinación por vencer sin escrúpulos ni vacilaciones, ¿lo habrían aceptado en el programa de la Escuela de Batalla?

Bean había estado presente la segunda vez que Ender mató, una situación muy parecida a la primera. Ender (solo, en inferioridad numérica, rodeado) se enzarzó en un combate hombre a hombre y luego destruyó a su enemigo para que no pudiera producirse ninguna nueva lucha. Cierto que había estrategas militares que enseñaban ese principio de la guerra, pero Ender lo sabía de forma instintiva, a la edad de cinco años.

Yo también sabía cosas a esa edad, pensó Bean. E incluso siendo más joven. No sabía matar, eso estaba más allá de mis facultades, era demasiado pequeño. Pero sabía vivir, un arduo empeño.

Para mí fue duro, pero no para Ender. Bean caminó por los barrios de casas viejas y modestas e incluso casas nuevas aún más modestas, pero para él todas eran milagros. No es que hubiera tenido

muchas oportunidades, al vivir con su familia en Grecia después de la guerra, de ver cómo crecían la

mayoría de los niños. ¿Cuánto del carácter de un niño procede del lugar donde creció, de la gente, de la familia, de los amigos? ¿Cuánto era innato en él? ¿Podía un ambiente tan duro como el de Rotterdam convertir a un niño en un genio militar? ¿Podía un lugar más tranquilo como Greensboro impedir que el genio de otro se manifestara?

Yo tenía más talento innato para la guerra que Ender, pero él era mejor comandante. ¿Era porque Ender creció en un lugar en el que no había de preocuparse por encontrar comida, donde la gente lo alababa y lo protegía? Crecí en un sitio donde al encontrar un simple mendrugo tenía que preocuparme de que otro niño de la calle no me matara para arrebatármelo. ¿No debería eso haberme convertido en el que luchara más desesperadamente, y a Ender en el que se contuviera?

No es el ambiente. Dos personas en situaciones idénticas nunca tomarían exactamente las mismas decisiones. Ender es quien es, y yo soy quien soy. Estaba en él destruir a los fórmicos. Estaba en mí seguir vivo.

¿Y qué hay en mí ahora? Soy un comandante sin ejército. Tengo una misión que cumplir, pero ningún conocimiento sobre cómo hacerlo. Petra, si sigue viva, corre un tremendo peligro, y cuenta conmigo para que la libere. Los demás están todos libres. Sólo ella permanece oculta. ¿Qué le ha hecho Aquiles? No permitiré que Petra termine como Poke.

Ahí estaba: la diferencia entre Ender y Bean. Ender había salido invicto de su más amarga batalla de la infancia, había hecho lo necesario. En cambio Bean ni siquiera se había dado cuenta del peligro que corría su amiga Poke hasta que fue demasiado tarde. Si hubiera visto a tiempo lo inmediato que era el peligro, podría haberla advertido, podría haberla ayudado. Podría haberla salvado. En cambio, arrojaron su cuerpo al Rhin, para que lo encontraran flotando como la basura de los muelles.

Y ahora sucedía de nuevo.

Bean se detuvo delante de la casa de los Wiggin. Ender nunca la había visto, y no habían enseñado

ninguna foto de la casa en el juicio. Sin embargo, era exactamente como Bean esperaba: un árbol en el patio delantero, con cuñas de madera clavadas en el tronco para formar una escalera que conducía a una plataforma situada entre las ramas. Un jardín pequeño y bien cuidado. Un lugar de paz y solaz. Algo que Ender no había tenido nunca. No obstante, Peter y Valentine habían vivido allí.

¿Dónde está el jardín de Petra? Y ya puestos, ¿dónde está el mío?

Bean sabía que estaba siendo irracional. Si Ender hubiera regresado a la Tierra, también él estaría ahora oculto... suponiendo que Aquiles o cualquier otro no lo hubiera asesinado sin más. Y tal como estaban las cosas, no podía dejar de preguntarse si Ender no preferiría vivir como Bean, en la Tierra, escondido, que donde estaba ahora, en el espacio, dirigiéndose a otro mundo y a una vida de exilio permanente.

Una mujer salió a la puerta de la casa. ¿La señora Wiggin?

—-¿Te has perdido? —preguntó.

Bean advirtió que en su decepción (no, más bien desesperación) había olvidado toda precauci��n. La casa podía estar vigilada. Aunque no fuera así, la señora Wiggin tal vez lo recordaría: un niño pequeño que aparecía delante de su casa en horas de clase.

—¿Es aquí donde vive la familia de Ender Wiggin?

El rostro de la mujer se ensombreció, apenas momentáneamente, pero Bean vio que su expresión se suavizaba antes de que su sonrisa regresara.

—Sí —respondió—. Pero no creció aquí y no tenemos servicio de visitas guiadas. Por razones que Bean no pudo comprender, por impulso, dijo:

—Estuve con él en la última batalla. Luché a sus órdenes.

La sonrisa de ella volvió a cambiar, apartándose de la mera cortesía y amabilidad, para parecerse a algo a medio camino entre el afecto y el dolor.

—Ya —dijo—. Un veterano.

En ese momento el afecto desapareció y fue sustituido por la preocupación.

—Conozco las caras de todos los compañeros de Ender en aquella última batalla. Tú eres el que está muerto: Julian Delphiki.

Su tapadera desapareció de un plumazo, y él mismo había tenido la culpa, al decirle que había estado en el grupo de Ender. ¿En qué estaba pensando? Sólo eran once.

—Obviamente, hay alguien que quiere matarme —dijo—. Si le dice a alguien que he venido aquí, le ayudará a hacerlo.

—Guardaré el secreto, pero ha sido una temeridad por tu parte venir aquí.

—Tenía que ver —replicó él, preguntándose si eso podía ser la verdadera explicación. Ella no se extrañó.

—Eso es absurdo —dijo—. No habrías arriesgado tu vida para venir aquí sin un motivo concreto. — De pronto se le ocurrió—. Peter no está en casa ahora mismo.

—Lo sé. He estado con él en la universidad.

Entonces Bean se dio cuenta: no había ningún motivo para que ella pensara que venía a ver a Peter, a menos que tuviera alguna idea de lo que su hijo estaba haciendo.

—-Lo sabe —dijo.

Ella cerró los ojos, súbitamente consciente de haber revelado más de lo que deseaba.

—O los dos somos muy tontos —observó—, o debemos de haber confiado el uno en el otro de inmediato, para bajar la guardia de esta forma.

—Sólo somos tontos si no se puede confiar en el otro —replicó Bean.

—Lo averiguaremos, ¿no? —Entonces ella sonrió—. No tiene sentido que te quedes ahí plantado en la calle, para que la gente se pregunte por qué un niño de tu edad no está en clase.

Él la siguió hasta la entrada, en dirección a una puerta que sin duda Ender había ansiado ver. Sin embargo, él nunca regresó a casa. Como Bonzo, la otra baja de la guerra. Bonzo, muerto; Ender,

desaparecido en combate; y ahora Bean recorría el camino hasta la casa de Ender. Sólo que no se trataba de una visita sentimental a una familia llorosa. Ahora era una guerra distinta, pero guerra al fin y

al cabo, y ella tenía otro hijo que corría peligro.

Se suponía que no tenía constancia de lo que Peter estaba haciendo. ¿No era por eso por lo que

Peter tenía que camuflar sus actividades y fingía ser un simple estudiante?

Le preparó un bocadillo sin preguntarle siquiera, como si asumiera que por ser niño debía de tener hambre.

Le ofreció nada menos que el tópico estadounidense:

Mantequilla de cacahuete en pan blanco. ¿Había preparado esos bocadillos para Ender?

—Le echo de menos —dijo Bean, porque sabía que eso haría que ella lo apreciase.

—Si hubiera estado aquí —comentó la señora Wiggin—, probablemente lo habrían matado. Cuando leí lo que... Locke... había escrito sobre ese niño de Rotterdam, pensé que nunca habría permitido que Ender viviera. Tú también lo conociste, ¿verdad? ¿Cómo se llama?

—Aquiles.

—Te estás escondiendo. Pero pareces tan joven.

—Viajo con una monja, sor Carlotta. Decimos que somos abuela y nieto.

—Me alegra que no estés solo.

—Tampoco lo está Ender.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

—Supongo que necesitaba a Valentine más que nosotros.

Por impulso (de nuevo un acto impulsivo en vez de una decisión calculada) Bean extendió la mano y la colocó sobre la de ella. La madre le sonrió.

El momento pasó. Bean advirtió de nuevo lo peligroso que era estar allí. ¿Y si la casa estaba sometida a vigilancia? La F.I. conocía las actividades de Peter... ¿y si estaban controlando la casa?

—Debería irme —dijo Bean.

—Me alegro de que hayas venido. Tenía muchas ganas de hablar con alguien que conociera a Ender sin sentir envidia de él.

—Todos sentíamos envidia —confesó Bean—. Pero también sabíamos que era el mejor de todos.

—¿Acaso existe otro motivo para sentir envidia? Bean se echó a reír.

—Bueno, cuando envidias a alguien te dices a ti mismo que al fin y al cabo no es tan hábil.

—¿Entonces... los otros niños envidiaban sus habilidades? —preguntó la señora Wiggin—. ¿O sólo el reconocimiento que recibía?

A Bean no le gustó la pregunta, pero en ese momento recordó quién la estaba formulando.

—-Debería volver la pregunta hacia usted. ¿Envidiaba Peter sus habilidades? ¿O sólo el reconocimiento?

Ella vaciló. Bean sabía que la lealtad familiar actuaba en su contra.

—No es una pregunta tonta —dijo—. No sé hasta que punto está al corriente de las actividades de

Peter.

—Leemos todo lo que publica —contestó la señora Wiggin—. Y luego nos cuidamos mucho de comportarnos como si no tuviéramos ni idea de lo que está pasando en el mundo.

—Estoy tratando de decidir si debo unirme a Peter, y no sé cómo calibrarlo. No sé hasta qué punto confiar en él.

—Ojalá pudiera ayudarte. Peter marcha al ritmo de otro tambor. Nunca he podido seguirle el ritmo.

—¿No le quiere? —preguntó Bean, sabiendo que era demasiado brusco, pero sabiendo también que no iba a tener muchas oportunidades como ésta para hablar con la madre de un aliado potencial... o un rival.

—Lo quiero —respondió la señora Wiggin—. No nos muestra mucho de sí mismo, pero me parece justo: nosotros tampoco mostramos a nuestros hijos mucho de nosotros mismos.

—¿Por qué no? —preguntó Bean. Estaba pensando en la franqueza de sus padres, en la forma en que conocían a Nikolai, y Nikolai a ellos. La sinceridad con que hablaban entre sí lo había dejado casi boquiabierto. Era evidente que la familia Wiggin no tenía esa costumbre.

—Es muy complicado.

—Lo que quiere decir que no es asunto mío.

—Al contrario. Sé que es asunto tuyo. —Ella suspiró y se echó hacia atrás en su asiento—. Vamos, no finjamos que esto es sólo una conversación trivial. Has venido para averiguar cosas sobre Peter. La respuesta fácil es decirte simplemente que no sabemos nada. Él nunca cuenta a la gente nada que quiera saber, a menos que le resulte útil que lo sepan los demás.

—¿Y la respuesta difícil?

—Nos hemos estado escondiendo de nuestros hijos, casi desde el principio —admitió la señora Wiggin—. Apenas pudimos sentirnos sorprendidos o dolidos cuando aprendieron desde muy temprana edad a guardar secretos.

—¿Qué les ocultaron?

—¿No se lo dijimos a nuestros hijos, y debería revelártelo a ti? —No obstante, respondió de

inmediato a su propia pregunta—. Si Valentine y Ender estuvieran aquí, creo que hablaríamos con ellos. Incluso intenté explicarle algo de todo esto a Valentine antes de que se marchara para reunirse con Ender en... el espacio. Lo hice muy mal, porque nunca lo había expresado antes con palabras. Déjame que empiece diciendo que íbamos a tener un tercer hijo de todas formas, aunque la F. I. no nos lo hubiera pedido.

Donde había crecido Bean, las leyes de población no significaban gran cosa: las calles de Rotterdam estaban llenas de gente de sobra y todos sabían perfectamente que por ley ninguno de ellos debería haber nacido, pero cuando tienes hambre es difícil que te importe si vas a asistir a los mejores colegios o no. Con todo, cuando las leyes fueron abolidas, se informó sobre ellas y por eso comprendía el significado de la decisión de tener un tercer hijo.

—¿Por qué iban a hacer eso? —preguntó Bean—.

Hubiese perjudicado a todos sus hijos. Hubiese acabado con sus carreras.

—Tuvimos mucho cuidado de no tener carreras —dijo la señora Wiggin—. No tuvimos carreras que nos molestara perder. Decidimos tener simples trabajos. Verás, somos gente religiosa.

—Hay mucha gente religiosa en el mundo.

—Pero no en Estados Unidos. Al menos no de la clase de fanático que hace algo tan egoísta y antisocial como tener más de dos hijos, sólo debido a unas ideas religiosas erróneas. Y cuando Peter dio resultados tan altos en las pruebas siendo sólo un bebé, y empezaron a estudiarlo... bueno, para

nosotros fue un desastre. Teníamos la esperanza de ser... sencillos. De desaparecer. Somos gente muy

lista, ¿sabes?

—Me preguntaba por qué los padres de semejantes genios no tenían carreras propias —dijo Bean—. O al menos algún tipo de renombre en la comunidad intelectual.

—Comunidad intelectual —dijo la señora Wiggin con desdén—. La comunidad intelectual de Estados

Unidos nunca ha sido muy brillante. Ni honrada. Todos son unos borregos que siguen la moda intelectual de la época, sea cual fuere. Exigen que todo el mundo siga sus dictados, Todo el mundo tiene que ser abierto y tolerante con las ideas que creen, pero que Dios prohíba que alguna vez concedan, aunque sea por un momento, que alguien que no esté de acuerdo con ellos pueda tener algo de razón.

Parecía amargada.

—Parezco amargada—dijo.

—Ha vivido usted su vida —observó Bean—. Así que piensa que son más listos que la gente lista. Ella se retractó un poco.

—Bueno, ése es el tipo de comentario que explica por qué nunca discutimos nuestra fe con nadie.

—No pretendía que sonara como un ataque —aseguró Bean—. Yo creo que soy más listo que cualquier otra persona que haya conocido, porque lo soy. Tendría que ser más tonto de lo que soy para no saberlo. Ustedes creen sinceramente en su religión, y lamentan tener que ocultarla a los demás. Eso

es todo lo que decía.

—No religión, sino religiones —puntualizó ella—. Mi marido y yo ni siquiera compartimos la misma doctrina. Tener una gran familia que obedeciera a Dios, eso fue casi lo único en lo que estuvimos de acuerdo. E incluso en eso, ambos teníamos elaboradas justificaciones intelectuales para nuestra decisión de desafiar la ley. Para empezar, no pensábamos que fuera a perjudicar a nuestros hijos. Pretendíamos criarlos en la fe, como creyentes.

—Entonces, ¿por qué no lo hicieron?

—Porque después de todo somos cobardes. Con la F.l. vigilando, habríamos tenido una interferencia constante. Ellos habrían intervenido para asegurarse de que no les enseñábamos a nuestros hijos nada que les impidiera llevar a cabo la misión que Ender acabó cumpliendo. Fue entonces cuando empezamos a ocultar nuestra fe. No a nuestros hijos, sino a la gente de la Escuela de Batalla. Nos sentimos muy aliviados cuando retiraron el monitor de Peter y luego el de Valentine, y creímos que allí terminaba todo, íbamos a mudarnos a un lugar donde no llamáramos la atención, y tener un tercer hijo, y un cuarto, tantos como pudiéramos antes de que nos arrestaran. Pero entonces llegaron y nos pidieron que tuviéramos un tercer hijo. Así que no tuvimos que mudarnos. ¿Ves? Fuimos perezosos y estábamos asustados. Si la Escuela de Batalla iba a proporcionarnos una tapadera para permitirnos tener un hijo más, ¿entonces por qué no aceptarla?

—Pero se llevaron a Ender.

—Y para cuando lo hicieron, ya fue demasiado tarde para criar a Peter y a Valentine en nuestra fe. Si no enseñas a los niños cuando son pequeños, nunca se les queda dentro. Tienes que esperar que la encuentren más tarde, por su cuenta. No puede proceder de los padres, si no empiezas en la primera

infancia.

—Adoctrinarlos.

—Eso es lo que significa ser padres —asintió la señora Wiggin—. Adoctrinar a tus hijos en las pautas sociales en las que quieres que vivan. Los intelectuales no tienen ningún reparo a la hora de servirse de los colegios para adoctrinar a nuestros hijos en sus locuras.

—No pretendía provocarla —dijo Bean.

—Sin embargo, usas palabras que implican crítica.

—Lo siento.

—Eres todavía un niño. No importa lo inteligente que seas, aún asimilas un montón de actitudes de la clase dirigente. No me gusta, pero ahí está. Cuando se llevaron a Ender, y finalmente pudimos vivir sin el escrutinio constante de cada palabra que decíamos a nuestros hijos, nos dimos cuenta de que Peter estaba ya completamente adoctrinado en la locura de los colegios. Nunca nos habría seguido en nuestro plan original: nos habría denunciado y lo habríamos perdido. ¿Rechaza uno a su primogénito para dar luz a un cuarto o un quinto o un sexto hijo? A veces Peter parecía no tener conciencia. Si alguna vez alguien necesitó creer en Dios, fue Peter, y no lo hizo.

—Probablemente no lo habría hecho de todas formas —apuntó Bean.

—No lo conoces. Vive por el orgullo. Si lo hubiéramos hecho sentirse orgulloso de ser creyente en secreto, habría sido valiente en ese empeño. En cambio... no lo es.

—¿Entonces nunca trataron de convertirlo a sus creencias?

—¿A cuáles? —preguntó la señora Wiggin—. Siempre habíamos pensado que el principal conflicto de nuestra familia sería qué religión enseñarles, la de mi esposo o la mía. En cambio, tuvimos que vigilar a Peter y enseñarle modos de ayudarle a encontrar la... decencia. No, algo mucho más importante que eso: la integridad, el honor. Lo vigilamos como la Escuela de Batalla los había vigilado a los tres. Tuvimos que recurrir a toda nuestra paciencia para no intervenir cuando obligó a Valentine a convertirse en Demóstenes. Era tan contrario a su espíritu... Pero pronto vimos que no la cambiaba, que su nobleza de corazón era, si acaso, más fuerte ante el control de Peter a través de la resistencia.

—¿No intentaron simplemente impedirle seguir adelante? Ella se rió.

—Oh, y se supone que tú eres el listo. ¿Podrían haber impedido que tú hicieras algo? Ten en cuenta que Peter no consiguió entrar en la Escuela de Batalla porque era demasiado ambicioso, demasiado

rebelde, incapaz de cumplir misiones y seguir órdenes. ¿Cómo íbamos nosotros a influenciarlo

prohibiéndole determinadas acciones o bloqueándole el paso?

—Claro, ya entiendo —asintió Bean—. Pero ¿no hicieron nada al respecto?

—Le enseñamos lo mejor que pudimos... comentarios en las comidas, etc. Pero era evidente que nos dejaba de lado y que despreciaba nuestras opiniones. No ayudó en nada que intentáramos ocultarle que conocíamos todo lo que había escrito como Locke, nuestras conversaciones en realidad eran... abstractas. Aburridas, supongo. Y no teníamos esas credenciales intelectuales. ¿Por qué iba a respetarnos? No obstante, escuchaba nuestras ideas sobre la nobleza, el bien y el honor. Y si llegó a creernos o simplemente encontró dentro de sí mismo esas virtudes, lo hemos visto crecer. Y ahora... me preguntas si puedes confiar en él, y yo no puedo contestarte, porque... ¿confiar en él para que haga qué? ¿Para que actúe como tú quieres? En absoluto. ¿Para que actúe según una pauta predecible? Ni mucho menos. Pero hemos visto rastros de ese honor. Le hemos visto dar pasos muy difíciles, pero en los que parecía creer de verdad. Naturalmente, puede haberlo hecho sólo para que parezca que Locke es virtuoso y admirable. ¿Cómo podemos saberlo, si no vamos a preguntárselo?

—Entonces la situación es ésta: no pueden hablarle sobre lo que les importa, porque saben que los despreciará, y él no puede hablarles sobre lo que le importa, porque nunca le han demostrado que son capaces de comprender lo que él piensa.

Las lágrimas asomaron a los ojos de la mujer.

—A veces echo mucho de menos a Valentine, su maravillosa honradez y bondad.

—¿Entonces ella le dijo que era Demóstenes?

—No —contestó la señora Wiggin—. Fue lo bastante lista para saber que si revelaba el secreto de

Peter, separaría a la familia para siempre. No, nos lo ocultó. Pero se aseguró de que supiéramos qué clase de persona era Peter. Y respecto a todo lo demás en su vida, todo lo que Peter le dejó para decidir por sí misma, nos lo contó, y nos escuchaba también, le preocupaba lo que pensábamos.

—¿Entonces le hablaron de sus creencias?

—No le hablamos sobre nuestra fe, pero le enseñamos los resultados de esa fe. Lo hicimos lo mejor

que pudimos.

—No me cabe duda.

—No soy estúpida. Sé que nos desprecias, igual que sabemos que Peter nos desprecia.

—No les desprecio.

—Me han mentido lo suficiente para reconocer una mentira.

—No los desprecio por... no los desprecio en absoluto —aseguró Bean—. Pero tienen que ver que la forma en que todos se ocultan unos de otros: Peter ha crecido en una familia donde nadie dice a nadie nada de lo que importa... eso no me da motivos para confiar en él. Estoy a punto de poner mi vida en sus manos y ahora descubro que en toda su existencia nunca ha tenido una relación sincera con nadie.

La señora Wiggin le dirigió una mirada fría y distante.

—Veo que te he proporcionado información útil. Tal vez deberías marcharte ahora.

—No los estoy juzgando.

—No seas absurdo, por supuesto que sí.

—No los estoy condenando, entonces.

—No me hagas reír. Nos condenas, ¿y sabes que? Estoy de acuerdo con tu veredicto. Yo también nos condeno. Queríamos cumplir la voluntad de Dios y hemos acabado dañando al único hijo que nos queda. Está decidido a dejar su impronta en el mundo. Pero ¿qué tipo de huella será?

—Una huella indeleble —contestó Bean—. Siempre que Aquiles no lo destruya primero.

—Hemos hecho algunas cosas bien —dijo la señora Wiggin—. Le dimos la libertad de poner a prueba sus propias habilidades. Podríamos haberle impedido publicar, ya sabes. Cree que esquivó nuestro control, pero sólo porque nos hicimos los tontos. ¿Cuántos padres habrían dejado que su hijo

adolescente se involucrara en los asuntos del mundo? Cuando escribió en contra... en contra de que

Ender volviera a casa, no sabes lo duro que fue para mí no arrancarle esos ojos arrogantes...

Por primera vez, Bean intuyó parte de la furia y la frustración que ella debía de haber soportado. Pensó: Esto es lo que siente la madre de Peter hacia él. Tal vez ser huérfano no sea tan malo.

—Pero no lo hice, ¿no?

—¿No hizo qué?

—No lo detuve. Y resultó que tenía razón. Porque si Ender estuviera aquí en la Tierra, estaría muerto, o habría sido uno de los niños secuestrados, o estaría escondiéndose como tú. Sin embargo... Ender es su hermano, y lo exilió para siempre de la Tierra. Y no pude evitar recordar las terribles amenazas que

hizo cuando Ender era todavía pequeño y vivía con nosotros. Le dijo a Ender y Valentine que algún día

mataría a Ender y que fingiría que había sido un accidente.

—Ender no está muerto.

—Mi marido y yo nos hemos preguntado, en las oscuras noches en que tratamos de entender lo que le ha sucedido a nuestra familia, a todos nuestros sueños, nos hemos preguntado si Peter exilió a Ender porque lo amaba y sabía los peligros a los que se enfrentaba si regresaba a la Tierra. O si tal vez lo exilió porque temía que si Ender volvía a casa acabaría matándolo, como había amenazado... así que exiliar a Ender podría considerarse una especie, no sé, de autocontrol elemental. De todas formas, pese al egoísmo que revela su acción, sigue mostrando una especie de vago respeto por la decencia. Eso sería un progreso.

—O tal vez nada de eso.

—O tal vez Dios nos guía en esto, y Dios te ha traído aquí.

—Eso dice sor Carlotta.

—Puede que tenga razón.

—No me importa demasiado —replicó Bean—. Si hay un Dios, creo que no es muy competente en su trabajo.

—Tal vez no entiendes cuál es su trabajo.

—Créame, sor Carlotta es el equivalente monjil a un jesuita. No entremos en sofismas: me ha entrenado una experta y, como dice, usted no tiene práctica.

—Julian Delphiki —dijo la señora Wiggin—. Cuando te vi en la acera supe que no sólo podía, sino que tenía que contarte cosas que no he confesado más que a mi marido, y algunas ni siquiera a él. Si mi

forma de encarar la maternidad no te suscita gran respeto, por favor, recuerda que lo que sabes lo sabes porque yo te lo he dicho, y te lo he dicho porque creo que algún día el futuro de Peter puede depender

de que preveas sus acciones y sepas como ayudarle. O tal vez el futuro de Peter como ser humano decente dependa de que él te ayude a ti. Así que he desnudado mi corazón ante ti, por el bien de Peter,

y me enfrento a tu desprecio, Julian Delphiki, también por el bien de Peter. Así que no pongas defectos

al amor que me inspira mi hijo. Aunque él piense que no le importa, creció con unos padres que lo aman y han hecho por él cuanto han podido, incluso mentirle sobre lo que creemos, lo que sabemos, para que pueda avanzar por su mundo corno Alejandro, hasta alcanzar valientemente los confines de la tierra, con la completa libertad que produce tener unos padres demasiado estúpidos para detenerlo. Hasta que tengas un hijo y te sacrifiques por ese hijo y conviertas tu vida en un despojo, no te atrevas a juzgarme a mí y a lo que he hecho.

—No la estoy juzgando —declaró Bean—. De verdad que no. Como ha dicho usted misma, sólo intento comprender a Peter.

—Bien, ¿sabes qué pienso? Pienso que has estado haciendo las preguntas equivocadas. «¿Puedo confiar en él?» —lo imitó, despectiva—. El hecho de que confíes o desconfíes de alguien tiene más que

ver con el tipo de persona que eres tú que con el tipo de persona que sea él. La pregunta que deberías

formular es: ¿de verdad quiero que Peter Wiggin gobierne el mundo? Porque si lo ayudas y logra sobrevivir a todo esto, así es como terminará. No se detendrá hasta que lo consiga. Y quemará tu futuro junto con el de todos los demás, si eso le ayuda a conseguir su objetivo. Así que pregúntate a ti mismo,

¿será el mundo un lugar mejor si el Hegemón es Peter Wiggin, en lugar de una figura benigna y decorativa como el sapo ineficaz que ahora ostenta el cargo? Y me refiero a Peter Wiggin como el Hegemón que dé forma a este mundo a su capricho.

—Está usted asumiendo que me preocupa que el mundo sea un lugar mejor —dijo Bean—. ¿Y si sólo me preocupa mi propia supervivencia o mi progreso? Entonces la única pregunta que importaría es:

¿puedo usar a Peter para llevar a cabo mis propios planes?

Ella se echó a reír y sacudió la cabeza.

—¿Eso crees acerca de ti mismo? Bueno, eres un niño.

—Perdóneme, pero ¿he pretendido alguna vez ser otra cosa?

—Pretendes ser una persona de un valor tan enorme que puedes hablar de «aliarte» con Peter

Wiggin como si trajeras ejércitos contigo.

—No traigo ejércitos, pero sí la victoria para el ejército que me ofrezca.

—¿Habría sido Ender como tú, si hubiera regresado a casa? ¿Arrogante? ¿Distante?

—En absoluto —respondió Bean—. Pero yo nunca he matado a nadie.

—Excepto a los insectores.

—¿Por qué estamos enfrentados?

—Te lo he contado todo respecto a mi hijo, a mi familia, y tú no me has dado nada a cambio. Excepto... tu desdén.

—No desdeño a nadie —objetó Bean—. Me cae usted bien.

—Oh, muchas gracias.

—Puedo ver en usted a la madre de Ender Wiggin. Usted entiende a Peter de la forma en que Ender entendía a sus soldados. Y es lo bastante atrevida para actuar al instante cuando se presenta la oportunidad. Me presento en su puerta y me ofrece todo esto. No, señora, no la desprecio en absoluto.

¿Y sabe qué me parece? Me parece que, quizá sin que usted misma lo advierta, cree usted en Peter por completo. Quiere que tenga éxito. Considera que debería gobernar el mundo. Y me ha contado todo esto, no porque yo sea un niñito agradable, sino porque piensa que al contármelo está contribuyendo a que a Peter se acerque mucho más a la victoria final.

Ella sacudió la cabeza.

—No todo el mundo piensa como un soldado.

—Casi nadie lo hace —admitió Bean—. Y muy pocos soldados lo hacen, por cierto.

—Déjame decirte una cosa, Julian Delphiki. No tuviste padres, así que alguien debe decírtelo. ¿Sabes qué es lo que más temo? Que Peter persiga esas ambiciones suyas de manera tan implacable que no tenga vida propia.

—¿Conquistar el mundo no es una vida?

—Alejandro Magno acecha en mis pesadillas —dijo la señora Wiggin—. Todas sus conquistas, sus victorias, sus grandes logros... fueron los actos de un muchacho adolescente. Cuanto le llegó la hora de casarse, de tener un hijo, fue demasiado tarde. Murió en mitad de todo ello. Y es poco probable que llegara a hacer un buen trabajo. Ya era demasiado poderoso antes de que intentara siquiera encontrar el amor. Eso es lo que temo que le pase a Peter.

—¿Amor? ¿A eso se reduce todo?

—No, no sólo al amor. Estoy hablando del ciclo de la vida. Estoy hablando de encontrar a una criatura extraña y decidir casarte con ella y quedarte con ella para siempre, no importa que os gustéis o no

dentro de unos pocos años. ¿ Y por qué harás todo esto ? Para tener hijos juntos, tratar de mantenerlos vivos y enseñarles lo que necesitan saber para que un día ellos tengan hijos, y mantengan el movimiento en marcha. Y nunca trazarás una línea de seguridad hasta que tengas nietos, un buen puñado de ellos, porque así sabrás que tu linaje no se perderá, que tu linaje continuará. Egoísta, ¿verdad? Pero no es egoísmo, ése es el propósito de la vida. Es lo único que produce felicidad. Todas las otras cosas (victorias, logros, honores, causas) sólo conceden destellos momentáneos de placer. Pero unirte a otra persona y a los hijos que tienes con ella, eso es la vida. Y no puedes hacerlo si tu vida está centrada en tus ambiciones. Nunca serás feliz. Nunca tendrás suficiente, aunque gobiernes el mundo.

—¿Me lo está diciendo a mí? ¿O se lo está diciendo a Peter?

—Te estoy diciendo lo que quiero de verdad para Peter —replicó la señora Wiggin—. Pero si eres la décima parte de listo de lo que supones, te aplicarás el cuento, de lo contrario nunca conocerás la verdadera alegría en esta vida.

—Disculpe si me estoy perdiendo algo, pero por lo que veo, casarse y tener hijos no le ha producido a usted más que penas. Ha perdido a Ender, ha perdido a Valentine, y se pasa la vida fastidiada por Peter o preocupada por él.

—Así es —asintió ella—. Ahora lo vas entendiendo.

—¿Dónde está la alegría? Eso es lo que no comprendo.

—La pena es la alegría. Tengo a alguien por quien sufrir. ¿A quién tienes tú?

La intensidad de la conversación era tal que Bean no tenía ninguna barrera preparada para bloquear la fuerza de aquellas palabras, que sacudieron algo en su interior. Todos los recuerdos de la gente que había amado... a pesar del hecho de que se negaba a querer a nadie. Poke. Nikolai. Sor Carlotta. Ender.

Sus padres, cuando por fin los conoció.

—Tengo a alguien por quien sufrir.

—Eso crees tú—dijo la señora Wiggin—. Todo el mundo lo cree, hasta que aceptan a un niño en su corazón. Sólo entonces sabrás lo que es ser rehén del amor, que la vida de otra persona importe más que la tuya propia.

—Tal vez sé más de lo que usted imagina.

—Tal vez no sabes nada de nada.

Se miraron en silencio. Bean ni siquiera estaba seguro de que hubieran estado discutiendo. A pesar del calor de la conversación, no podía dejar de sentir que acababa de recibir una fuerte dosis de la fe que ella y su marido compartían.

O tal vez era realmente la verdad objetiva, y simplemente no podría entenderla porque no estaba casado.

Y nunca lo estaría. Si había alguien cuya vida garantizaba casi del todo que sería un padre terrible, ése era Bean. Sin haberlo expresado nunca en voz alta, siempre había sabido que no se casaría nunca,

que no tendría hijos.

Pero las palabras de la señora Wiggin habían tenido este efecto: por primera vez en su vida, Bean casi deseó que no fuera así.

En aquel silencio, Bean advirtió que la puerta se abría y oyó las voces de Peter y sor Carlotta. De inmediato se pusieron en pie, sintiéndose culpables, como si los hubieran pillado en medio de un encuentro clandestino. Cosa que, en cierto modo, habían hecho.

—Mamá, he conocido a una turista —anunció Peter cuando entró en la habitación.

Bean oyó el principio de la mentira de Peter extenderse como un golpe en la cara, pues era consciente de que la persona a la que Peter estaba mintiendo sabía que su historia era falsa, pese a lo cual mentiría a su vez y fingiría creerla.

Sin embargo, esta vez la mentira fue cortada de raíz.

—Sor Carlotta —dijo la señora Wiggin—, Julian me ha hablado mucho de usted. Dice que es usted la única monja jesuita del mundo.

Peter y sor Carlotta se miraron aturdidos. ¿Qué estaba haciendo Bean allí? Casi se echó a reír ante su consternación, en parte porque él mismo no podría haber respondido a esa pregunta.

—Vino aquí como un peregrino a un altar —respondió la señora Wiggin—. Y de forma muy valiente

me descubrió quién era. Peter, debes tener mucho cuidado en no revelar a nadie que éste es uno de los compañeros de En-der. Julian Delphiki. No murió en esa explosión, después de todo. ¿No es maravilloso? Debemos hacer que se sienta como en casa, por bien de Ender, pero todavía corre peligro, así que su identidad tiene que ser un secreto.

—Por supuesto, mamá —dijo Peter. Miró a Bean, pero sus ojos no traicionaron sus verdaderos

sentimientos. Eran como los fríos ojos de un rinoceronte, ilegibles, aunque encubrían un enorme peligro.

Sor Carlotta, sin embargo, estaba escandalizada.

—¿Despu��s de todas nuestras precauciones vas y lo sueltas tan campante? Esta casa tiene que estar vigilada.

—Hemos mantenido una buena conversación —dijo Bean—. Eso no es posible con mentiras de por medio.

—Has arriesgado mi vida, ¿sabes? —le riñó sor Carlotta. La señora Wiggin le tocó el brazo.

—Se quedarán con nosotros, ¿verdad? Tenemos una habitación para invitados.

—Imposible—respondió Bean—. Ella tiene razón. Venir aquí nos ha comprometido a ambos. Probablemente cogeremos un avión para salir de Greensboro mañana por la mañana.

Miró a sor Carlotta, sabiendo que ella comprendía que estaba diciendo que en realidad tendrían que marcharse en tren. O en autobús pasado mañana. O alquilar un apartamento bajo nombres falsos para

quedarse una semana. Las mentiras habían empezado de nuevo, por mor de la seguridad.

—¿Se quedarán al menos a cenar? —preguntó la señora Wiggin—. Me gustaría que conocieran a mi marido. Sin duda se sentirá tan intrigado como yo por conocer a un niño muerto tan famoso.

Bean vio que la mirada de Peter se ensombrecía y comprendió por qué: para Peter, una cena con sus padres sería un agotador ejercicio social donde no se podía decir nada importante. ¿No serían todas sus

vidas más sencillas si pudieran contarse unos a otros la verdad? Pero la señora Wiggin había dicho que

Peter necesitaba sentir que volaba solo. Si supiera que sus padres conocían sus actividades secretas, al parecer eso lo infantilizaría. Aunque si realmente fuera el tipo de hombre que podía gobernar el mundo, sin duda podría enfrentarse a saber que sus padres conocían sus secretos.

No es mi decisión. He dado mi palabra.

—Nos encantará—dijo Bean—. Aunque corremos el peligro de que vuelen la casa porque estamos dentro.

—Entonces comeremos fuera —resolvió la señora Wiggin—. ¿Ves qué fácil? Si van a volar algo, que sea un restaurante, que sin duda tendrá un seguro.

Bean se echó a reír, pero Peter no.

Porque no sabe cuánto sabe ella, advirtió Bean, y por tentó supone que su comentario es una estupidez en lugar de una ironía.

—Que no sea comida italiana —pidió sor Carlotta.

—Oh, por supuesto que no —respondió la señora

Wiggin—. Nunca ha habido un restaurante italiano decente en Greensboro.

Con eso, la conversación pas�� a temas más triviales y' seguros. Bean sintió cierto placer al ver que Peter se reconcomía por la total pérdida de tiempo que suponía aquella charla. Ahora sé más cosas de tu madre que tú mismo, pensó Bean. Y también la respeto más.

Sin embargo, es a ti a quien ama.

Bean se molestó al advertir que su propio corazón albergaba envidia. Nadie es inmune a esas mezquinas emociones humanas, y él lo sabía. Pero de algún modo tenía que aprender a distinguir entre las observaciones auténticas y lo que su envidia le dictaba. Peter tenía que aprender lo mismo. La confianza que Bean había entregado tan fácilmente a la señora Wiggin tendría que ser ganada en un largo proceso entre él y Peter. ¿Por qué?

Porque eran muy parecidos. Porque eran rivales naturales. Porque podían ser enemigos mortales.

¿Igual que fui el segundo a los ojos de Ender, es un segundo Aquiles a los míos? Si no hubiera ningún Aquiles en el mundo, ¿consideraría a Peter el mal que debo destruir?

Y si derrotamos a Aquiles juntos, ¿tendremos luego que enfrentarnos el uno al otro, para deshacer todos nuestros triunfos, para destruir todo lo que hayamos construido?