Chereads / Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 131 - LA SOMBRA DEL HEGEMON .-3.-Mensaje en una botella

Chapter 131 - LA SOMBRA DEL HEGEMON .-3.-Mensaje en una botella

A: Carlotta%ágape@vaticano.net/órdenes/ hermanas/ind

De: Graff%peregrinación@colmin.gov Asunto: Peligro

No tengo ni idea de dónde está usted y eso es bueno, porque creo que corre usted grave peligro, y cuanto más difícil sea encontrarla, mejor.

Como ya no pertenezco a la F. I. no conozco la situación actual allí, pero en las noticias aparece el secuestro de la mayoría de los niños que sirvieron a las órdenes de Ender en la Escuela de Batalla. Podría haberlo hecho cualquiera, no faltan las naciones ni los grupos que pudieran idear y llevar a cabo un proyecto semejante. Lo que tal vez no sepa usted es que no hubo ningún intento de secuestrar a uno de ellos.

Un amigo mío me ha informado de que la casa en la playa de Ítaca donde Bean y su familia pasaban las vacaciones fue simplemente destruida en una explosión tan fuerte que los edificios colindantes también fueron arrasados y todos sus habitantes resultaron muertos. Bean y su familia ya habían escapado y están bajo la protección del ejército griego. Se supone que esto es un secreto, con la esperanza de que los asesinos crean que han tenido éxito, pero de hecho, como la mayoría de los gobiernos, Grecia es un colador, y los asesinos probablemente ya saben mejor que yo dónde está Bean.

Sólo hay una persona en el mundo que preferiría ver a Bean muerto.

Eso significa que la gente que sacó a Aquiles de ese hospital mental no sólo están utilizándolo: él está tomando las decisiones, o al menos está influyendo en las que toman los demás, para que encajen con sus planes privados. Usted corre un grave peligro, y Bean aún más. Debe ocultarse, y no puede hacerlo solo. Para salvar su vida y la de usted sólo se me ocurre sacarlos a ambos del planeta. Aún nos faltan varios meses para lanzar nuestras primeras naves coloniales. Si soy el único que conoce sus verdaderas identidades, podremos mantenerlos a salvo hasta el lanzamiento. Pero debemos sacar a Bean de Grecia lo antes posible. ¿Está conmigo?

No me diga dónde se encuentra. Ya decidiremos cómo encontrarnos.

¿Tan estúpida creían que era?

Petra tardó sólo media hora en darse cuenta de que esos tipos no eran turcos. No es que fuera ninguna experta en idiomas, pero ellos hablaban y de vez en cuando se les escapaba alguna palabra en ruso. Ella tampoco entendía ruso, excepto algunos tacos en armenio, y el azerbaijano también tenía tacos similares, pero la cosa era que cuando decías un taco ruso en armenio, lo decías con pronunciación americana. Esos payasos pasaban a un cómodo acento de rusos nativos cuando decían esas palabras. Petra tendría que haber sido tonta de remate para no darse cuenta de que la apariencia turca era sólo eso, una apariencia.

Así que cuando decidió que había descubierto todo lo posible con los ojos cerrados, habló en el

Común de la Flota.

—¿No hemos cruzado el Cáucaso todavía? ¿Cuándo puedo hacer pis? Alguien soltó una imprecación.

—No, pis —respondió ella. Abrió los ojos y parpadeó. Se encontraba en el suelo de alguna especie de vehículo de tierra. Empezó a sentarse.

Un hombre la empujó con el pie.

—Oh, muy listo. Mantenedme fuera de la vista mientras dure este viaje, pero ¿cómo me meteréis en el avión sin que nos vea nadie? Querréis que salga y camine con normalidad para que nadie se ponga nervioso, ¿no? —Actuarás así cuando te lo digamos, o de lo contrario te mataremos —dijo el hombre que la había empujado.

—Si tuvierais autoridad para matarme, ya lo habríais hecho en Maralik. Empezó a incorporarse otra vez y de nuevo el pie la empujó.

—Escucha con atención —dijo Petra—. Me han secuestrado porque alguien quiere que planee una guerra para ellos, lo cual significa que voy a verme con los jefazos. No son tan estúpidos para pensar

que recibirán algo decente por mi parte si no estoy dispuesta a cooperar. Por eso no permitieron que matarais a mi madre. Así que cuando les diga que no haré nada por ellos hasta que tenga tus pelotas en

una bolsa de papel, ¿cuánto tiempo crees que tardarán en decidir qué es más importante para ellos? ¿Mi

cerebro o tus pelotas?

—Tenemos permiso para matarte.

Petra tardó sólo unos instantes en decidir por qué podrían haber puesto esa autoridad en manos de unos cretinos como ésos.

—Sólo si corro el peligro inminente de ser rescatada. Prefieren verme muerta a que resulte útil para otros. Ya veremos cómo lo cumplen aquí en la pista del aeropuerto de Gyuniri.

Esta vez la impresión fue distinta. Alguien masculló algo en ruso. Ella captó el significado por la entonación y la risa amarga que la siguió.

—Ya os advirtieron de que era un genio.

Un genio, y un cuerno. Si era tan lista, ¿por qué no había previsto la posibilidad de que alguien quisiera apoderarse de los niños de la guerra? Y tenían que ser los niños, no sólo ella, porque estaba en un lugar demasiado bajo en la lista para que alguien ajeno a Armenia la convirtiera en su única opci��n. Cuando vio que la puerta de su casa estaba cerrada con llave, tendría que haber corrido en busca de la policía en vez de rodear la casa. Y eso fue otra estupidez que cometieron: cerrar la puerta principal. En Rusia había que cerrar las puertas, probablemente pensaban que eso era lo normal. Tendrían que haber investigado mejor. No es que esta conclusión le sirviera de nada ahora, por supuesto. Sin embargo, al menos sabía que no eran tan cuidadosos ni tan inteligentes. Cualquiera podía secuestrar a una persona que no tomaba precauciones.

—Así que Rusia por fin ha decidido dominar el mundo, ¿no? —preguntó.

—Cállate —dijo el hombre que estaba sentado frente a ella.

—No hablo ruso, ¿sabes?, y no pienso aprender.

—No tienes que hacerlo —dijo una mujer.

—¿No es irónico? —comentó Petra—. Rusia planea hacerse con el mundo, pero tiene que hablar en inglés para hacerlo.

El pie en su vientre apretó con más fuerza.

—Recuerda: tus pelotas en una bolsa —advirtió.

Al cabo de un momento, el pie se retiró. Petra se sentó y esta vez nadie la empujó.

—Desatadme para que pueda sentarme en el asiento. ¡Vamos! ¡Me duelen los brazos en esta postura! ¿No habéis aprendido nada desde los días de la KGB? A la gente que pierde el conocimiento no hay que cortarle la circulación. No creo que a unos matones rusos grandes y fuertes les cueste mucho esfuerzo reducir a una niña armenia de catorce años.

La soltaron y Petra se sentó junto a Zapatón y un tipo que nunca la miraba, y controlaba a través de la ventanilla, primero a izquierda y luego a derecha.

—¿Así que esto es el aeropuerto de Gyuniri? —¿Cómo? ¿No lo reconoces?

—Nunca había estado aquí antes. ¿Cuándo podía haberlo hecho? Sólo he cogido dos aviones en mi vida, uno para salir de Yerevan cuando tenía cinco años, y otro para volver, nueve años más tarde.

—Sabía que era Gyuniri porque es el aeropuerto más cercano que no tiene vuelos comerciales —dijo

la mujer. Hablaba sin ninguna inflexión en su voz, ni desdén ni deferencia. Sólo... un tono inexpresivo.

—¿De quién fue la brillante idea? Porque los generales cautivos no son buenos estrategas.

—Primero, ¿por qué demonios piensas que iban a molestarse en decirnos nada? —dijo la mujer—. Segundo, ¿por qué no cierras el pico y averiguas las cosas cuando importen?

—Porque soy una extrovertida alegre y comunicativa a la que gusta hacer amigos —dijo Petra.

—Eres una introvertida metomentodo a la que gusta fastidiar a la gente —replicó la mujer.

—Vaya, después de todo habéis investigado.

—No, sólo he observado.

Al final resultaba que tenía sentido del humor. Tal vez.

—Será mejor que recéis para poder salir de la región del Cáucaso antes de que tengáis que responder a las fuerzas aéreas armenias.

Zapatón hizo un ruido despectivo, con lo cual demostró que no era capaz de reconocer una ironía cuando la oía.

—Por supuesto, probablemente tendréis sólo un avión pequeño, y sobrevolaremos el mar Negro. Lo que significa que los satélites de la F.I. sabrán exactamente dónde me encuentro.

—Ya no perteneces a la F.I.

—objetó la mujer.

—Eso significa que no les importa lo que te ocurra —añadió Zapatón. En ese momento, se detuvieron junto a un pequeño avión.

—Un jet, qué impresionante —dijo Petra—. ¿Tiene armas? ¿O está cargado de explosivos para hacerme volar en pedazos y a todo el avión conmigo si las fuerzas aéreas armenias os obligan a

aterrizar?

—¿Tendremos que volver a atarte? —preguntó la mujer.

—Eso le parecerá maravilloso a la gente que nos observe desde la torre de control.

—Sacadla —ordenó la mujer.

Estúpidamente, los hombres que Petra tenía a ambos lados abrieron sus respectivas puertas y salieron, dejándola elegir la salida. Así que eligió a Zapatón porque era estúpido, mientras que el otro hombre era una incógnita. Y; sí, era verdaderamente estúpido, porque la agarró sólo por un brazo mientras usaba la otra mano para cerrar la puerta. Así que ella se lanzó a un lado como si hubiera tropezado, haciéndole perder el equilibrio, y entonces, usando su propio peso para apoyarse, dio una doble patada, una en la entrepierna y la otra en la rodilla. Lo hizo con firmeza en ambas ocasiones, y el hombre la soltó antes de caer al suelo, retorciéndose, con una mano en la entrepierna y la otra tratando de devolver la rótula a su sitio.

¿Imaginaban que se había olvidado de todo el entrenamiento de combate cuerpo a cuerpo? ¿No le había advertido que tendría sus pelotas en una bolsa?

Echó a correr y comprobó cuánta velocidad había adquirido durante sus meses de entrenamiento en el colegio, hasta que descubrió que no la seguían. Lo cual significaba que sabían que no era necesario.

Justo cuando llegaba a esta conclusión, sintió una punzada en el omóplato derecho. Tuvo tiempo

para reducir el ritmo de la carrera pero no para pararse antes de volver a hundirse en la inconsciencia.

Esta vez la mantuvieron drogada hasta que llegaron a su destino, y como no llegó a ver ningún paisaje excepto las paredes de lo que parecía ser un búnker subterráneo, no podía calcular adónde la habían llevado. A algún lugar de Rusia, suponía. Y por los cardenales de sus brazos y cuello y las magulladuras de las rodillas, las palmas de las manos y la nariz, dedujo que no la habían tratado con mucha amabilidad. El precio que pagaba por ser una introvertida metomentodo. O tal vez era sólo por fastidiar a la gente.

Permaneció tendida en un jergón hasta que una doctora entró a verla y trató sus magulladuras con una mezcla especial no anestésica de alcohol y ácido, o eso le pareció.

—¿Eso ha sido por si no me dolía lo suficiente?

La doctora no respondió. Al parecer le habían advertido lo que les sucedía a quienes le hablaban.

—El tipo al que le pegué la patada, ¿tuvieron que amputarle las pelotas?

No hubo respuesta, ni rastro de una sonrisa. ¿Acaso era la única persona rusa con formación superior que no hablaba Común?

Le traían las comidas, las luces se encendían y se apagaban, pero nadie acudía a hablarle y no le permitían salir de la habitación. No oía nada a través de las gruesas puertas, y quedó claro que el

castigo por su mala conducta en el viaje consistiría en mantenerla aislada durante algún tiempo.

Decidió no suplicar piedad. De hecho, en cuanto comprendió su situación, la aceptó y se aisló aún más, sin hablar ni responder a la gente que entraba y salía. Ellos tampoco intentaron hablar con ella, así que el silencio de su mundo fue completo.

No comprendían lo contenida que era. Cómo su mente podía mostrarle más que la mera realidad. Podía convocar recuerdos a puñados, a montones. Conversaciones enteras. Y luego nuevas versiones de esas conversaciones, donde podía responder con ingeniosas frases que sólo se le ocurrían más tarde.

Incluso pudo repasar cada momento de las batallas en Eros, sobre todo la batalla durante la que se quedó dormida. Qué cansada estaba. Cuánto se esforzó por permanecer despierta. En aquel momento incluso sintió su mente moviéndose tan despacio que empezó a olvidar dónde estaba, y por qué, y aun

quién era.

Para escapar de este bucle interminable, trató de pensar en otras cosas. Sus padres, sus hermanos. Recordaba cuanto habían dicho y hecho desde su regreso, pero después de algún tiempo los únicos recuerdos que le importaron fueron los más antiguos, antes de la Escuela de Batalla. Recuerdos que había reprimido al máximo durante nueve años. Todas las promesas de la vida familiar que había perdido. La despedida cuando su madre lloró al dejarla marchar. La mano de su padre mientras la conducía al coche, aquella mano que tanta seguridad le había proporcionado siempre. Pero esa vez la mano la llevó a un sitio donde nunca volvería a sentirse a salvo. Petra sabía que había decidido ir... pero en aquella época ella era sólo una niña, y sabía que los demás esperaban precisamente eso de ella: que no sucumbiera a la tentación de correr hacia su llorosa madre y aferrarse a ella y decir no, no lo haré, que otra se convierta en soldado; yo quiero quedarme aquí y hornear el pan con mamá y jugar a las casitas con mis muñecas. No quiero marcharme al espacio para aprender a matar a criaturas extrañas y terribles... y a humanos también, por cierto, esos que confiaban en mí hasta que me quedé... dormida.

Estar a solas con sus recuerdos no resultaba agradable. Trató de ayunar, limitándose a ignorar la comida y la bebida que le servían. Esperaba que alguien le hablara, que la convenciera, pero no fue así. La doctora entró, le puso una inyección en el brazo, y cuando despertó tenía la mano hinchada en el lugar donde le habían metido la intravenosa. Entonces comprendió que era absurdo negarse a comer.

Al principio no había pensado en llevar un calendario, pero después de la inyección llevó la cuenta en su propio cuerpo, clavándose una uña en la muñeca hasta que sangró. Siete días en la muñeca izquierda, luego pasó a la derecha, y lo único que tenía que recordar mentalmente era el número de

semanas.

Excepto que no se molestó en pasar de la tercera. Advirtió que iban a esperar cuanto fuera necesario porque, después de todo, tenían a los otros niños que habían secuestrado, y sin duda algunos de ellos ya estaban cooperando, así que no importaba que ella se quedara en la celda, rezagándose cada vez más, de modo que, cuando por fin saliera de allí, sería la peor de todos en lo que quiera que estuviesen haciendo.

Muy bien, ¿y qué le importaba a ella? De todas formas no pensaba ayudarlos nunca.

No obstante, si quería tener alguna posibilidad de librarse de esa gente y de ese lugar, tenía que salir de la habitación e ir a un sitio donde pudiera ganar su confianza.

Confianza. Ellos esperaban que mintiera, esperaban que urdiera planes. Por tanto tenía que ser lo más convincente posible. Su larga temporada en aislamiento era una ayuda, por supuesto... todo el

mundo sabía que el aislamiento causaba inenarrables presiones mentales. Otra cosa que la ayudaba era

que sin duda ya sabían, por los otros niños, que ella fue la primera que se desmoronó bajo la presión durante las batallas de Eros. Así que estarían predispuestos a creer en una depresión ahora.

Empezó a llorar. No fue difícil. Había un montón de lágrimas reales acumuladas en su interior. Al cabo dio forma a esas emociones, las convirtió en un gemido que continuó y continuó y continuó. Su nariz se llenó de mocos, pero no se sonó. Sus ojos se inundaron de lágrimas, pero no se los secó. La almohada

se empapó de lágrimas, y se cubrió de mocos, pero no eludió la parte mojada. En cambio, se refregó el

pelo por ella una y otra vez, hasta que acabó con el pelo cubierto de mocos y la cara pegajosa. Se aseguró de que su llanto se fuera haciendo más desesperado:.. que nadie pensara que intentaba llamar la atención. Jugueteó con la idea de guardar silencio cuando alguien entrara en la habitación, pero al final decidió no hacerlo: calculó que sería más convincente permanecer ajena a las idas y venidas de los demás.

Funcionó. Alguien entró a verla un día después y le administró otra inyección. Y esta vez, cuando despertó, se encontró en una cama de hospital junto a una ventana que mostraba un cielo norteño, sin nubes. Y sentado junto a su cama estaba Dink Meeker.

—Hola, Dink.

—Hola, Petra. Les has dado una buena a esos tipos.

—Una hace lo que puede por la causa —dijo ella—. ¿Quién más?

—Eres la última en salir de la solitaria. Tienen a todo el equipo de Eros, Petra. Excepto a Ender, claro. Y a Bean.

—¿Él no está confinado?

—No, no mantuvieron en secreto quién estaba todavía encerrado. Nos pareció que lo hiciste muy bien.

—¿Quién ha sido el segundo que más ha durado? —A nadie le importa. Todos salimos a la primera semana. Tú duraste cinco.

Así que habían pasado dos semanas y media antes de que iniciara su calendario.

—Porque soy la estúpida.

—La palabra es «obstinada».

—¿Sabes dónde estamos? —En Rusia.

—Me refiero a en qué lugar de Rusia.

—Lejos de cualquier frontera, según nos han asegurado.

—¿Con qué recursos contamos?

—Paredes muy gruesas. Ninguna herramienta. Observación constante. Incluso pesan nuestros residuos corporales, y no es broma.

—¿Qué quieren que hagamos?

—Parece que es una Escuela de Batalla para tontos. Lo soportamos durante algún tiempo hasta que Fly Molo finalmente se hartó y cuando uno de los profesores estaba citando una de las más estúpidas generalizaciones de Von Clausewitz, Fly continuó la cita, frase por frase, párrafo a párrafo, y los demás lo imitamos lo mejor que pudimos. Quiero decir que nadie tiene una memoria como Fly, pero lo hicimos bien... y por fin se les metió en la cabeza la idea de que estamos preparados para darles a ellos las estúpidas clases. Ahora son sólo... juegos de guerra.

—¿Otra vez? ¿Crees que nos revelarán más tarde que los juegos son reales?

—No, sólo es una estrategia para una guerra entre Rusia y Turkmenistán. Rusia y una alianza entre Turkmenistán, Kazajstán, Azerbaiján y Turquía. Guerra contra Estados Unidos y Canadá. Guerra contra la alianza de la OTAN menos Alemania. Guerra contra Alemania. Una y otra vez. China. India. Cosas

verdaderamente estúpidas también, como entre Brasil y Perú, que no tiene ningún sentido, pero tal vez

están midiendo nuestra disposición a cooperar o cualquier otra cosa.

—¿Todo en cinco semanas?

—Tres semanas de clases chorra, y luego dos semanas de juegos de guerra. Cuando terminamos de planificar, lo pasan al ordenador para mostrarnos cómo ha ido. Algún día comprenderán que la única manera de conseguir que esto no sea una pérdida de tiempo es que uno de nosotros asuma el papel del oponente.

—Creo que acabas de decírselo.

—Se lo he dicho antes, pero no resulta fácil convencerlos. Ya sabes cómo son los militares. No me extraña que se desarrollara el concepto de la Escuela de Batalla. Si la guerra hubiera sido cosa de adultos, ahora los insectores estarían desayunando en todas las mesas del mundo.

—Pero ¿están escuchando?

—Creo que lo graban todo y luego lo reproducen despacito para ver si nos transmitimos mensajes subvocálicos.

Petra sonrió.

—¿Por qué has decidido cooperar por fin? —preguntó él. Ella se encogió de hombros.

—Creo que no lo he decidido.

—Eh, no te sacaban de esa habitación a menos que expresaras un interés realmente sincero en ser una chica buena y sumisa.

Ella sacudió la cabeza.

—Creo que no he hecho eso.

—Sí, bueno, hicieras lo que hicieses, fuiste la última del jeesh de Ender en venirte abajo, chica. Sonó un zumbidito.

—Se acabó la hora de visita —dijo Dink. Se levantó, se inclinó, la besó en la frente y se marchó.

Seis semanas después, Petra disfrutaba de la vida. Accediendo a las demandas de los niños, sus captores les habían entregado un equipo bastante decente: software que permitía estrategias de combate cuerpo a cuerpo bastante realista y batallas tácticas; acceso a las redes, por lo que podían investigar los terrenos y capacidades para que sus juegos tuvieran algo de realismo... aunque sabían que todos los mensajes que enviaban eran censurados, a causa del número de mensajes que eran censurados por algún oscuro motivo u otro. Disfrutaban de la compañía mutua, se ejercitaban juntos, y según las apariencias parecían completamente felices y obedientes a los comandantes rusos.

Sin embargo, Petra sabía, y también todos los demás, que cada uno de ellos estaba mintiendo. Conteniéndose. Cometiendo errores absurdos que, si se cometieran en combate, provocarían aberturas que un enemigo astuto podría aprovechar. Tal vez sus captores se percataban de ello, y tal vez no. Al

menos la situación les consolaba, aunque nunca hablaban de ello. Pero como lo hacían todos, y

cooperaban al no descubrir esas debilidades explotándolas en los juegos, sólo podían asumir que todos los demás pensaban lo mismo al respecto.

Charlaban cómodamente sobre un montón de temas: su desprecio hacia sus captores; recuerdos de la Escuela de Tierra, la Escuela de Batalla, la Escuela de Mando. Y, por supuesto, de Ender. Estaba

fuera del alcance de esos hijos de puta, así que se aseguraban de mencionarlo mucho, de hablar de

cómo la F.I. estaba condenada a utilizarlo para contrarrestar los estúpidos planes de los rusos. Sabían que era una cortina de humo, que la F.I. no haría nada, pero aun así lo decían. En cualquier caso, Ender estaba allí, el as en la manga definitivo.

Hasta que llegó el día en que uno de sus profesores les anunció que había partido una nave colonial en la que viajaban Ender y su hermana Valentine.

—Ni siquiera sabía que tenía una hermana —comentó Hot Soup.

Nadie dijo nada, pero todos sabían que eso era imposible. Todos sabían que Ender tenía una hermana. Pero... fuera lo que fuese lo que estaba diciendo Hot Soup, le seguirían la corriente y verían cuál era el juego.

—No importa lo que nos digan, sabemos una cosa —dijo Hot Soup—. Wiggin sigue con nosotros. Tampoco en esta ocasión estaban seguros de lo que quería decir con esto. Sin embargo, después de una breve pausa, Shen se llevó la mano al pecho y exclamó:

—En nuestros corazones para siempre.

—Sí —dijo Hot Soup—. Ender está en nuestros corazones.

Todos advirtieron un leve énfasis en el nombre Ender. A pesar de que antes había dicho Wiggin.

Y antes de eso, había llamado la atención sobre el hecho de que todos sabían que Ender tenía una hermana. También sabían que Ender tenía un hermano. Allá en Eros, mientras Ender estaba todavía en cama recuperándose de su colapso tras descubrir que las batallas eran reales, Mazer Rackham les contó algunas cosas sobre Ender. Y Bean les contó más, mientras esperaban juntos a que terminara la Guerra de las ligas. Habían escuchado cómo Bean les contaba lo que significaban sus hermanos para Ender, que Ender había nacido en la época en que la ley sólo permitía dos hijos porque sus hermanos eran inteligentísimos, pero el hermano había resultado demasiado agresivo, y la hermana demasiado pasiva y sumisa. Bean no quiso revelar cómo sabía todo eso, pero la información quedó grabada en sus recuerdos, unida a aquellos tensos días tras la victoria sobre los fórmicos y antes de la derrota del Polemarca en su intento de hacerse con la E I.

Así que cuando Hot Soup había dicho «Wiggin sigue con nosotros», no se había referido a Ender ni a

Valentine, porque todos sabían que ya no estaban con ellos.

Peter, ése era el nombre del hermano. Peter Wiggin. Hot Soup les estaba diciendo que tenía una mente quizá tan brillante como la de Ender, y que aún estaba en la Tierra. Si pudieran contactar con él, tal vez se aliaría con los camaradas de su hermano. Tal vez encontraría un modo de liberarlos.

—El juego ahora consistía en hallar el medio para ponerse en contacto con él.

Enviar emails sería inútil: lo último que necesitaban era que sus captores vieran un puñado de mensajes dirigidos a todas las posibles variantes del nombre de Peter

Wiggin en todas las redes de correo que se les ocurrieran. Y esa noche Alai les contó la historia de un genio en una botella que apareció en la orilla del mar. Todos lo escucharon con fingido interés, pero

comprendieron que la historia real había quedado establecida desde el principio cuando Alai dijo:

—El pescador pensó que tal vez la botella tuviera algún mensaje de un náufrago, pero cuando quitó el tapón, surgió una nube de humo y...

Entonces lo entendieron. Lo que tenían que hacer era enviar un mensaje en una botella, un mensaje que fuera dirigido indiscriminadamente a todo el mundo, pero que sólo el hermano de Ender, Peter, pudiera entender.

Cuando consideraba la cuestión, Petra advirtió que mientras todos esos cerebros privilegiados se esforzaban por contactar con Peter Wiggin, ella podría trabajar en un plan alternativo. Peter Wiggin no era el único que podría ayudarlos desde fuera. Estaba Bean. Y aunque sin duda Bean estaría oculto y tendría mucha menos libertad de movimiento que Peter Wiggin, eso no significaba que no pudiera localizarlo.

Meditó el tema durante una semana, en todos los momentos libres que tuvo, descartando una idea tras otra. Y de pronto se le ocurrió una que podría burlar a los censores.

Mentalmente elaboró con sumo cuidado el texto de su mensaje, asegurándose de que las palabras eran las adecuadas. Una vez memorizado, calculó el código binario de cada letra en formato estándar de

dos bytes, y también lo memorizó. Entonces empezó la parte más difícil. Lo guardó todo en la cabeza,

para que nada quedara por escrito ya fuera en papel o tecleado en el ordenador, donde un monitor conectado con las teclas podría informar a sus captores de cuanto escribía.

Mientras tanto, encontró un complejo dibujo en blanco y negro de un dragón en un sitio de la red en Japón y lo guardó como archivo. Cuando finalmente tuvo el mensaje codificado en su mente, sólo tardó unos minutos en manipular el dibujo. Lo añadió como parte de la firma en cada carta que envió. Invirtió

tan poco tiempo que no creía que a sus captores les pareciera más que un capricho inofensivo. Si le

preguntaban al respecto, diría que había añadido el dibujo en recuerdo de la Escuadra Dragón de Ender en la Escuela de Batalla.

Naturalmente, ya no era solamente el dibujo de un dragón. Ahora tenía un pequeño poema debajo.

Comparte este dragón.

Si lo haces, afortunado fin

para ellos y para ti.

Y de nuevo, si le preguntaban, diría que las palabras eran sólo un chiste irónico. Si no la creían, borrarían la imagen y tendría que buscar otro sistema.

A partir de ese momento lo envió en todos sus mensajes, incluyendo los enviados a sus compañeros. Ellos también se lo mandaron de vuelta en sus mensajes, así que habían entendido lo que estaba

haciendo y la ayudaban. Al principio no tenía forma de saber si sus captores permitían que el mensaje

saliera del edificio, pero finalmente empezó a recibirlo en emails del exterior. Una sola mirada le dijo que había tenido éxito: su mensaje codificado seguía dentro de la imagen. No lo habían eliminado.

Ahora sólo era cuestión de que Bean lo viera y lo observara con la suficiente atención para darse cuenta de que había un misterio por resolver.