10 FISGÓN
-No puedo ayudarles. No me facilitaron la información que les solicité.
-Le dimos los malditos sumarios.
-No me dieron nada y lo sabe. Y ahora viene a pedirme que evalúe a Bean por ustedes... pero no me dicen por qué, no me ofrecen ningún contexto. Esperan una respuesta, pero me privan de los medios para proporcionarla.
-Frustrante, ¿verdad?
-No para mí. Simplemente, no les daré ninguna respuesta.
-Entonces Bean está fuera del programa.
-Si han tomado una decisión, ninguna respuesta que yo les dé les hará modificarla, sobre todo porque se han asegurado de que mi respuesta no sea digna de confianza.
-Sabe usted más de lo que me ha dicho, y debo saberlo.
-Qué maravilla. Al fin nos compenetrarnos a la perfección. Eso es exactamente lo que le he repetido yo en varias ocasiones.
-¿Ojo por ojo? Qué cristiano por su parte.
-Los no creyentes siempre quieren que los demás actúen como cristianos.
-Tal vez no se haya enterado, pero hay una guerra en marcha.
-Una vez más, lo mismo podría haberle dicho yo. Hay una guerra en marcha, aunque ustedes me mantienen al margen con sus estúpidos secretos. Como no hay ninguna prueba de que el enemigo fórmico nos esté espiando, ese secreto no tiene nada que ver con la guerra. Es el Triunvirato quien pretende conservar su poder sobre a humanidad. Y no tengo el más mínimo interés en eso.
-Se equivoca. Esa información es confidencial para poder impedir que se lleven a cabo experimentos monstruosos.
-Sólo un idiota cierra la puerta cuando el lobo está ya dentro de granero.
-¿Tiene pruebas de que Bean sea el resultado de un experimento genético?
-¿Cómo puedo demostrarlo, cuando me han impedido acceder a todas as pruebas? Además, lo que importa no es si tiene los genes alterados, sino qué podrían llevarle a hacer esos cambios genéticos, si es que realmente ha sido sometido a ellos. Sus pruebas fueron diseñadas para predecir el comportamiento de los seres humanos normales. Tal vez no puedan aplicarse a Bean.
-Si es tan impredecible, entonces no podemos confiar en él. Queda excluido.
-¿Y si es el único que puede ganar la guerra? ¿Lo expulsará del programa entonces?
Bean no quería meterse mucha comida en el cuerpo, no esa noche, así que la regaló casi toda y entregó la bandeja limpia antes de que ningún otro niño terminara. Que el
nutricionista sospechara si quería; necesitaba estar un rato a solas en los barracones.
Los ingenieros siempre habían instalado la salida de aire en la parte superior de la pared, sobre la puerta del pasillo. Por tanto, el aire debía fluir al interior de la habitación desde el extremo opuesto, donde los camastros de más no tenían ningún ocupante. Como no había descubierto ningún conducto en ese extremo de la habitación, tenía que estar ubicado bajo los camastros inferiores. No podía buscarlo cuando los demás pudieran verlo, porque nadie debía saber que estaba interesado en los conductos de aire. Ahora, solo, se tiró al suelo y en un momento logró hacer saltar la tapa. Trató de volver a ponerla, prestando atención al ruido que causaba esa maniobra. Demasiado. La pantalla del respiradero tendría que quedarse fuera. La dejó en el suelo junto a la abertura, pero apartada, para no tropezar con ella por accidente. Luego, para asegurarse, la sacó de debajo del camastro y la deslizó bajo el que tenía enfrente.
Hecho. Entonces continuó sus actividades rutinarias.
Hasta la noche. Hasta que la respiración de los otros niños le dijo que la mayoría, si no todos, estaban dormidos.
Bean dormía desnudo, como casi todos los niños: su uniforme no lo delataría. Les habían dicho que llevaran las toallas cuando fueran y vinieran del baño durante la noche, así que Bean supuso que también las toallas podían ser localizadas. Por tanto, cuando se levantó del camastro, descolgó la toalla de la percha y se envolvió en ella mientras trotaba hasta la puerta del barracón.
Nada fuera de lo corriente. Después de que apagaran las luces, tenían permiso para ir al baño, aunque no debían tenerlo por costumbre, y Bean se había asegurado de ir alguna que otra vez durante su estancia en la Escuela de Batalla. No estaba violando ninguna norma. Y era buena idea hacer su primera excursión con la vejiga vacía.
Cuando regresó, si alguien estaba despierto, lo único que vio fue a un niño envuelto en una toalla que regresaba a su cama.
Pero pasó de largo y se agachó en silencio, para deslizarse bajo el último camastro, donde le esperaba el conducto abierto. Dejó la toalla en el suelo bajo la cama, de forma que sí alguien se despertaba y se percataba de que el camastro de Bean estaba vacío, advirtiera que faltaba la toalla y pensara que había ido al cuarto de baño.
Introducirse en la abertura no fue menos doloroso en esa ocasión, pero una vez dentro Bean descubrió que el ejercicio le había venido bien. Podía deslizarse en ángulo, moviéndose siempre lo suficientemente despacio para no hacer ningún ruido y evitar lastimarse la piel con cualquier enganche metálico. No deseaba dar explicaciones luego.
La oscuridad absoluta del conducto de aire lo obligó a tener presente a cada instante el mapa de la estación. La débil lucecita de los barracones sólo le permitía distinguir el emplazamiento de cada respiradero. Pero lo que importaba no era dónde estaban situados los otros barracones de ese nivel. Bean tenía que subir o bajar a una cubierta donde los profesores vivían y trabajaban. A juzgar por la cantidad de tiempo que Dimak tardaba en llegar a su barracón las escasas ocasiones que una pelea entre los niños demandaba su atención, Bean calculaba que su barracón se encontraba en otra cubierta. Y como Dimak llegaba siempre con la respiración algo entrecortada, Bean también suponía que era una cubierta por debajo de su nivel, no por encima: para alcanzarlos. Dimak tenía que subir una escalera, no deslizarse por una barra.
Sin embargo, Bean no tenía ninguna intención de bajar primero. Tenía que comprobar si podía subir con éxito a una cubierta superior antes de arriesgarse a quedar atrapado en una inferior.
Así que cuando por fin, después de dejar atrás tres barracones, llego, a un pozo vertical, no bajó. En cambio, sondeó las paredes para comprobar si eran mucho más grandes que las horizontales. En efecto, el espacio que había entre ellas era considerablemente más amplio: Bean no llegaba de un lado a otro. Pero sólo era un poco más profundo. Eso estaba bien. Siempre que no se esforzara y sudara demasiado, la fricción entre su piel y las paredes delanteras y traseras del conducto le permitirían subir poco a poco. Y en el conducto vertical, era posible mirar hacia delante, con lo que podía dar a su cuello un pequeño respiro después de estar tanto tiempo vuelto hacía un lado.
Hacia abajo era casi tan difícil como hacia arriba, porque una vez que empezó a resbalar fue más difícil detenerse. También era consciente de que cuanto más bajaba, más pesado se volvía. Y tenía que ir comprobando el estado de la pared, en busca de otro conducto lateral.
Pero no tuvo que hacerlo palpando, después de todo. Podía distinguir el conducto lateral, porque entraba luz en ambas direcciones. Los profesores no observaban las mismas reglas para apagar las luces que los estudiantes, y sus habitaciones eran más pequeñas, así que había un mayor número de respiraderos y se filtraba más luz al conducto.
En la primera habitación, un profesor estaba despierto, ocupado con su consola. El problema era que Bean, asomado a la pantalla del respiradero cerca de la puerta, no podía ver nada de lo que tecleaba.
Le ocurriría lo mismo en todas las habitaciones. Los respiraderos del suelo no le servirían. Tenía que meterse en el sistema de toma de aire.
Volvió al conducto vertical. El viento venía desde abajo, y por tanto tenía que ir hacia allí para cruzar de un sistema a otro. Su única esperanza era que el sistema de conducción tuviera una puerta de acceso antes de llegar a los ventiladores, y que pudiera encontrarla en la oscuridad.
Siguiendo la corriente de aire, mucho más liviano después de subir siete cubiertas, finalmente llegó a una zona más ancha con una pequeña franja de luz. Los ventiladores eran mucho más potentes, pero todavía no podía verlos. No importaba. Se apartaría de ese viento.
La puerta de acceso estaba claramente indicada. También podía estar programada para disparar la alarma en caso de que se abriera. Pero lo dudaba. En Rotterdam sí que había esa clase de mecanismos para protegerse contra los rateros. Los robos con escalo no representaban un grave problema en las estaciones espaciales. Esa puerta sólo dispondría de una alarma si todas las puertas de la estación estaban dotadas de alarmas. Pronto lo descubriría.
Abrió la puerta, salió a un espacio tenuemente iluminado, y la cerró tras él.
Desde allí, podía observar la estructura de la estación: las vigas, las secciones de placas de metal. No había ninguna superficie sólida. La habitación era también mucho más fría, y no sólo porque se hubiera apartado del viento caliente. El frío del espacio se extendía al otro lado de esas placas curvas. Los calefactores tal vez estuvieran situados en esa cámara, pero el aislamiento era muy bueno, y no se habían molestado en bombear mucho aire caliente en este lugar, confiando en cambio en que el calor se filtrara. Bean no había pasado tanto frío desde Rotterdam... pero comparado con llevar ropas finas en las calles mientras soplaba el viento invernal del mar del Norte, aquello era casi una brisa balsámica. A Bean le molestó haberse acomodado tanto en este sitio, en preocuparse por un frío tan ligero. Y sin embargo tiritó un par de veces. Ni siquiera en Rotterdam estuvo desnudo.
Siguiendo los conductos, subió la escalerilla de los trabajadores hasta los calefactores
y luego encontró los conductos de toma de aire y los siguió hacia abajo. Fue bastante fácil encontrar una puerta de acceso y entrar en el principal conducto vertical.
Como el aire del sistema no tenía que soportar presión positiva, los conductos no tenían que ser tan estrechos. Además, ésa era la parte del sistema donde había que detener y eliminar la suciedad, así que era importante mantener la capacidad de acceso; para cuando el aire pasaba los hornos, estaba ya limpio. Por tanto, en vez de subir y bajar por conductos estrechos, Bean bajó tranquilamente por una escalerilla, donde había suficiente luz para leer sin dificultad los carteles que anunciaban a qué cubierta daba cada abertura.
En realidad, los pasillos laterales no eran conductos, sino que ocupaban todo el espacio entre el techo de un pasillo y el suelo del superior. Todos los cables se encontraban allí, así como todas las tuberías: agua caliente, agua fría, sistema de drenaje. Y además de las franjas de tenues luces de trabajo, el espacio estaba frecuentemente iluminado por respiraderos, situados a ambos lados, las mismas estrechas franjas de aberturas que Bean había visto desde el suelo en su primera excursión.
En ese momento pudo ver fácilmente las habitaciones de cada profesor. Siguió arrastrándose, haciendo el menor ruido posible, una habilidad que había perfeccionado husmeando por Rotterdam. Enseguida encontró lo que buscaba: un profesor que estaba despierto, pero no trabajaba con su consola. Bean no lo conocía bien, porque supervisaba a un grupo mayor de novatos y no impartía ninguna de las clases a las que él asistía. Se dirigía hacia la ducha. Eso significaba que volvería a la habitación y, tal vez, pondría la consola en marcha, lo que le permitiría a Bean tener una oportunidad de conocer su nombre de conexión y su contraseña.
Sin duda, los profesores cambiaban de contraseña a menudo, así que lo que consiguiera no duraría mucho. Aún más, siempre era posible que al intentar usar la clave de un profesor con la consola de un estudiante se disparara algún tipo de alarma. Pero Bean lo dudaba. Todo el sistema de seguridad estaba diseñado para mantener controlados a los estudiantes, para estudiar su conducta. Los profesores no serían vigilados tan de cerca. Solían trabajar con sus consolas a alguna hora que tuvieran libre y se conectaban a las consolas de los estudiantes durante el día para resolverles algún problema o proporcionarles recursos informáticos más personalizados. Bean estaba casi seguro de que el riesgo de ser descubierto quedaba compensado por los beneficios de usurpar la personalidad de un profesor.
Mientras esperaba, oyó voces unas cuantas habitaciones más arriba. No estaba lo bastante cerca para distinguir las palabras. ¿Iba a dejar pasar la oportunidad de averiguar la identidad del maestro que se duchaba?
Momentos después se asomó a la habitación de... el propio Dimak. Estaba hablando con un hombre cuya imagen holográfica flotaba en el aire sobre su consola. El coronel Graff, advirtió Bean. El comandante de la Escuela de Batalla.
-Mi estrategia fue bastante simple -decía Graff-. Cedí y le permití acceder al material que quería. Ella tenía razón, no puedo obtener una respuesta satisfactoria por su parte a menos que le deje ver los datos que solicita.
-¿Le dio alguna respuesta?
-No, es demasiado pronto. Pero me formuló una pregunta muy buena.
-¿Cuál?
-Si el niño es realmente humano.
-Oh, venga ya. ¿Cree que es una larva de insector con un traje humano?
-No tiene nada que ver con los insectores. Genéticamente mejorado. Eso explicaría
muchas cosas.
-Pero seguiría siendo humano, entonces.
-¿No es eso discutible? La diferencia entre humanos y chimpancés es mínima, desde el punto de vista genético. Entre los humanos y los neandertales tenía que ser insignificante.
¿Cuánta diferencia haría falta para que fuera una especie distinta?
-Resulta interesante, en términos filosóficos, pero en la práctica...
-En la práctica, no sabemos lo que hará este niño. No se dispone ningún dato sobre su especie. Es un primate, lo cual sugiere ciertas regularidades, pero no podemos presuponer nada sobre sus motivaciones porque...
-Señor, con el debido respeto, sigue siendo un niño. Es un ser humano. No es ningún alienígena...
-Eso es precisamente lo que tenemos que averiguar antes de de terminar hasta qué punto podemos fiarnos de él, Y es por esto por lo que tiene que vigilarle con mucha más atención. Tiene que lograr que entre en el juego mental, como sea. Porque no podemos utilizarlo hasta que sepamos en qué medida podemos confiar en él.
Era interesante que ellos mismos lo llamaran el juego mental, pensó Bean.
Entonces advirtió lo que estaban diciendo. «Tiene que lograr que entre en el juego mental» Por lo que Bean sabía, él era el único niño que no jugaba al juego de fantasía. Estaban hablando de él. Una nueva especie. Genéticamente alterado. Bean sintió su corazón latirle en el pecho. ¿Qué era él? No era sólo listo, sino... diferente.
-¿Qué hay de la filtración de seguridad? -preguntó Dimak.
-Eso es el otro tema. Tiene usted que descubrir qué sabe. O al menos hasta qué punto es probable que lo cuente a los otros niños. Ése es el mayor peligro ahora mismo. ¿La posibilidad de que el niño sea el comandante que necesitamos compensa el riesgo que supone quebrantar la seguridad y colapsar el programa? Creí que con Ender teníamos una apuesta a largo plazo de todo o nada, pero éste hace que Ender parezca una apuesta segura.
-No creía que fuera usted jugador, señor.
-No lo soy. Pero a veces uno se ve obligado a jugar.
-Estoy en ello, señor.
-Codifique todo lo que me envíe sobre él. Sin nombres. Ninguna discusión con los otros profesores aparte de lo normal. Controle el tema.
-Por supuesto.
-Si la única forma de derrotar a los insectores es sustituirnos por una nueva especie, Dimak, ¿habremos salvado entonces realmente a la humanidad?
-Un niño no es ningún sustituto para una especie -replicó Dimak.
-El pie en la puerta. El morro del camello que se asoma a la tienda. Si les das a ellos una pulgada... -¿Ellos, señor?
-Sí, soy paranoico y xenófobo. Así es como conseguí este trabajo. Cultive esas virtudes y también usted podrá alcanzar mi cómodo puesto.
Dimak se echó a reír. Graff no. Su cabeza desapareció de la pantalla.
A pesar de aquella conversación, Bean recordó que estaba esperando conseguir una contraseña. Así que regresó arrastrándose a la otra habitación.
El profesor no había vuelto de la ducha.
¿De qué fallo de seguridad estaban hablando? Debía de haber sido reciente, pues lo discutían con apremio. Lo más probable es que guardara relación con la conversación que había mantenido con Dimak. Y, sin embargo, se había equivocado al suponer que la batalla ya había tenido lugar, porque de lo contrario Dimak y Graff no estarían discutiendo si él era
o no el único que podría derrotar a los insectores. Si los insectores no habían sido derrotados aún, el fallo de seguridad tenía que ser otra cosa.
Podía ser, en efecto, que la conclusión a la que había llegado fuera cierta en parte, y la Escuela de Batalla existiera tanto para despojar a la Tierra de buenos comandantes como para derrotar a los insectores. El temor de Graff y Dimak podría ser que Bean hiciera partícipes a los otros niños del secreto. En algunos de ellos, al menos, podría volver a encender el sentimiento de lealtad hacía la nación o hacía el grupo étnico o la ideología de sus padres.
Como Bean había estado planeando sondear la lealtad de los otros estudiantes en los siguientes meses y años, ahora tendría que ser el doble de cauteloso para no dejar que sus conversaciones llamaran la atención de los profesores. Todo lo que necesitaba saber era cuál de los niños mejores y más inteligentes sentían mayor lealtad hacía sus hogares. Naturalmente, para eso Bean tendría que descubrir cómo funcionaba la lealtad, para de este modo tener alguna idea de cómo debilitarla o fortalecerla, cómo explotarla o darle la vuelta.
Pero el hecho de que su primera conclusión pudiera explicar las palabras de Graff y Dimak no significaba que fuera acertada. Y como la última guerra insectora no se había librado todavía, tampoco significaba que estuviera completamente equivocado. Podrían, por ejemplo, haber enviado una flota contra el mundo natal insector hacía años, pero seguir formando comandantes para repeler una flota de invasión que se acercara a la Tierra. En ese caso, el fallo de seguridad que Graff y Dimak temían era que Bean asustara a los otros haciéndoles saber lo urgente y apurada que era la situación de la humanidad.
Lo irónico era que de todos los niños que Bean había conocido en su vida, ninguno podía guardar un secreto tan bien como él. Ni siquiera Aquiles, pues al rehusar compartir el pan de Poke había revelado su juego.
Bean era capaz de mantener un secreto, pero también sabía que hay ocasiones en que tienes que dar a entender algo de lo que sabes para conseguir más información. Eso era lo que había instado la conversación que había mantenido con Dimak. Era peligroso, pero a la larga, si podía impedir que lo apartaran de la escuela para silenciarlo (por no mencionar impedir que lo mataran), habría aprendido información más importante que la que ellos le habían facilitado. Al final, lo único que ellos podrían aprender de él quedaba limitado a sí mismo. Y lo que él aprendía sobre ellos no era tan sólo información personal, sino que se extendía a un campo de un conocimiento mucho más grande.
Él. Ése era el puzzle al que se enfrentaban, quién era. Era una tontería preocuparse por si era humano. ¿Qué otra cosa podía ser? Nunca había visto a ningún niño mostrar ningún deseo o sentimiento que él mismo no hubiera experimentado. La única diferencia era que Bean era más fuerte, y no dejaba que sus necesidades y pasiones controlaran sus actos. ¿Lo convertía eso en alienígena? Era humano... sólo que mejor que la mayoría.
El profesor volvió a la habitación. Colgó su toalla húmeda, pero incluso antes de vestirse se sentó y conectó su consola. Bean vio cómo sus dedos se movían sobre las teclas. Era muy rápido. Un destello de golpes. Tendría que repasar el recuerdo en su mente muchas veces para estar seguro. Pero al final lo había visto: nada obstruía su visión.
Bean regresó hacia el pozo vertical. La expedición de esta noche ya lo había llevado hasta donde se atrevía. Necesitaba dormir, y cada minuto fuera del barracón aumentaba el riesgo de ser descubierto.
De hecho, había tenido mucha suerte en su primera expedición por los conductos. Poder oír a Dimak y a Graff conversando acerca de él, descubrir a un maestro que le brindaba la gran oportunidad de ver su contraseña. Por un momento, a Bean se le pasó por
la mente que tal vez supieran que estaba en el sistema de ventilación, y que lo habían pre- parado todo, para ver qué hacía. Podría ser un experimento más.
No. Había sido por azar que el profesor le había mostrado su contraseña. Bean había decidido observarlo porque iba a ducharse, porque su consola estaba colocada sobre una mesa de tal forma que Bean tuvo una razonable posibilidad de verlo escribir. Había sido una elección inteligente por su parte. Había corrido el riesgo, y se había aprovechado de las circunstancias.
En cuanto a Dimak y Graff, podría haber sido casualidad el haberlos oído hablar, pero fue él quien decidió acercarse para escucharlos. Y, ahora que lo pensaba, había resuelto ir a explorar los conductos precisamente por el mismo hecho que había preocupado tanto a Graff y Dimak. No era ninguna sorpresa que su conversación tuviera lugar después de que las luces se apagaran para los niños: entonces era cuando las cosas empezaban a calmarse, y, con los deberes cumplidos, habría tiempo para conversar sin que Graff llamara a Dimak a una reunión extraordinaria que podría provocar preguntas en la mente de los otros profesores. No era suerte, en realidad: Bean había forjado su propia suerte. Vio la conexión y escuchó la conversación porque no había vacilado en entrar en el sistema de ventilación. Sin duda, había sido rápido en actuar.
Siempre forjaba su propia suerte.
Tal vez era algo que acompañaba a la alteración genética de la que había hablado
Graff, fuera cual fuese.
Ella, habían dicho. Ella había formulado la pregunta de si Bean era genéticamente humano. Una mujer que buscaba información, y Graff había cedido, le había dado permiso para acceder a hechos que le estaban ocultos. Eso significaba que recibiría más respuestas de esa mujer cuando empezara a manejar esos nuevos datos. Más respuestas sobre el origen de Bean.
¿Podría ser sor Carlotta quien había dudado de la humanidad de Bean?
¿Sor Carlotta, que lloró cuando la dejó y vino al espacio? ¿Sor Carlotta, que lo amaba como una madre ama a su hijo? ¿Cómo podía dudar de él?
Si querían encontrar a un humano inhumano, un alienígena en un traje humano, deberían echar un buen vistazo a una monja que abraza a un niño como si fuera suyo, y luego va por ahí sembrando dudas sobre si es un niño de verdad. Lo contrario del cuento de Pinocho, toca a un niño de verdad y lo convierte en algo espantoso y temible.
No podían haber estado hablando de sor Carlotta. Sería otra mujer. Haber pensado que podía tratarse de ella era, simplemente, un error, igual que haber supuesto que la última batalla con los insectores ya había tenido lugar. Por eso Bean nunca se fiaba del todo de sus propias conclusiones. Actuaba conforme a ellas, pero siempre dejaba abierta la posibilidad de que sus interpretaciones pudieran ser equivocadas.
Además, no era su problema descubrir si era humano o no. Fuera lo que fuese, era él mismo y debía actuar de manera que no sólo continuara vivo, sino que lograra controlar su futuro tanto como le fuera posible. El único peligro al que se enfrentaba era que ellos sí se mostraban preocupados por el hecho de que pudiera haber sido sometido a una alteración genética. Por tanto, Bean debía procurar parecer tan normal que sus miedos sobre ese asunto quedaran zanjados.
Pero ¿cómo podía pretender ser normal? No había ingresado en la Escuela de Batalla por ser normal, sino por ser extraordinario. Ya puestos lo mismo ocurría con todos los otros niños. Y el colegio los presionaba tanto que algunos adoptaban un carácter muy extraño. Como Bonzo Madrid, con su deseo de venganza a voces contra Ender Wiggin. Así que, de
hecho, Bean no debería parecer normal, sino extraño, pero del modo esperado.
Era imposible falsear eso. Todavía desconocía qué signos buscaban los profesores en la conducta de los niños de por allí. Podría descubrir diez cosas por hacer, y hacerlas, sin averiguar nunca que había noventa detalles que no había advertido.
No, lo que tenía que hacer no era actuar de un modo predecible, sino convertirse en lo que ellos esperaban que fuera su comandante perfecto.
Cuando regresó a su barracón, se metió en el camastro y miró qué hora era, se dio cuenta de que había estado fuera menos de sesenta minutos. Guardó su consola y se quedó tumbado, repasando mentalmente la imagen de los dedos del profesor, mientras se conectaba. Cuando estuvo razonablemente seguro de cuáles eran la clave y la contraseña, se relajó y procuró dormir.
Sólo entonces, cuando empezaba a conciliar el sueño, resolvió cuál sería su camuflaje perfecto para acabar con los miedos de los profesores y conseguir a la vez seguridad y progreso.
Tenía que convertirse en Ender Wiggin.